Sin cambiar de bandera

Fernando Paz

La Gaceta

   Tengo la
certeza de que cuando se cumpla la hora de los enanos que nos ha tocado vivir y
se difuminen los prejuicios ideológicos de nuestro tiempo, volverán a
ponderarse los ejemplos personales por encima de las filias y fobias de cada
cual. Porque, en definitiva, hay pocas muestras más elocuentes de la grandeza
humana que el reconocimiento al adversario.

   En la España
de nuestros días –a la que parece urge borrar el pasado con pulsión homicida-
sucede todo lo contrario. Un proceso de envilecimiento agudo impide la mínima
concesión, el menor reconocimiento, a quienes militan en la trinchera de
enfrente, porque es condición del rencor el enconarse tanto más cuanta mayor
sea la grandeza de aquello que odia.

   Décadas antes
de que ese encanallamiento se expandiera, pertinaz, por todo el cuerpo social,
nos enseñaron a admirar cosas como el heroísmo y la fidelidad a una causa. Por
supuesto que razones para el resentimiento nunca han faltado, pero estas rara
vez conseguían entristecernos de rencor. La literatura que devorábamos y las
películas que nos ataban al sillón de la sobremesa, como lo que nos predicaban
nuestros mayores, mostraban que no importaba tanto la causa cuanto el gesto,
muchas veces desesperado, del valor y de la lealtad. Así nos educaron.

   No conocí a José
Utrera Molina; jamás le tuve, que yo sepa, a menos de dos metros y, aunque
alguna vez me acometió el impulso espontáneo de saludarle, un seguramente
estúpido respeto humano me refrenó. Algo, como puede suponerse, que lamento hoy
más que nunca.

   De Utrera
admiré muchas cosas, pues era hombre admirable en un sinfín de sentidos. Fue
modelo de servicio público, inspirado en esa idea inscrita en las mejores
páginas de la generosidad joseantoniana que conceptúa la política como
sacrificio. Sabía -quién mejor que él- que, no siendo el régimen falangista, ni
habiéndolo sido nunca, al amparo del mismo habían podido los falangistas
realizar una honda labor social al servicio de los españoles.

   Jamás, en más
de dos décadas de ejercicio político, su comportamiento desmintió el fuerte
impulso moral que lo animaba. Cuando el avejentado general a cuyas órdenes
sirvió se despidió de él, ya en el tramo final de su vida, le rogó, con
profunda emoción:

   “Solo le pido
que no cambie, que continúe fiel a los ideales que ha servido. Una lealtad como
la suya no es frecuente”
.

   Utrera así
se lo juró a Franco, y en los años que siguieron a su muerte, supo mantenerse
incólume en mitad de la estampida. Sabía, en confesión propia, que su
mejor hora había pasado y que ya no habría de volver.

   Con algo de
melancolía recordaba en un artículo de no hace muchas fechas, que deseaba morir
“con la certidumbre de que hasta el último momento de mi vida, he
respetado la verdad y he rechazado el odio”. Y tengo para mí que ha así ha
sido.

   Cuando llegue
el día –que habrá de llegar- en el que se recupere el gusto por la norma, y se
veneren la verdad y la justicia; y en el que las gentes en lugar de burlarse de
los hombres íntegros los tenga como ejemplo; cuando llegue el día -que habrá de
llegar- en el que, como en aquella literatura de nuestra juventud, se realcen
el valor y la lealtad y se respete, antes que nada, la limpia
ejecutoria personal; cuando llegue ese día, en fin, de muchos de entre
quienes se declararon sus enemigos -sin que él los tuviera por tales- no
quedará ni el recuerdo.

   José Utrera
Molina ha muerto fiel a su bandera, como prometiera un día, hace ya
cuarenta años. Cuarenta años durante los que se convirtió en un monumento a la
lealtad. Que lealtades como la suya, así le dijo el general, no son frecuentes.

 
 
 

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