Tercio de requetés de Nuestra Señora de Montserrat: Profanados por sus nietos y por monjes, por Pedro F. Barbadillo

 

Pedro Fernández Barbadillo

 

Hace años, en Bilbao me crucé un domingo en la Gran Vía con un señor mayor, acompañado de su esposa, que llevaba una insignia en su chaqueta que luego reconocí como la de los alféreces provisionales. Luego lamenté no haberle dicho nada. Pasado un tiempo, en la Biblioteca Municipal, un anciano, tocado con boina, me pidió que le deletrease una signatura borrosa; se trataba de un libro sobre el militar Rafael García Valiño. Cuando hice un comentario sobre su relación con la guerra civil, el señor sonrió, contento de descubrir a alguien que conocía su pasado juvenil, y me dijo orgulloso: “Fue mi general”. Ambos caballeros ya habrán fallecido. Como han muerto, salvo un puñado, todos los combatientes de la guerra que concluyó en 1939.

Aguardando al rey

La generación que libró la guerra civil, la ganó y construyó, por primera vez en siglo y medio, una España próspera abierta a todos, ya no se halla entre nosotros. De entre esos combatientes, me fascinan y admiran los carlistas, porque son los últimos representantes de una milicia tradicional, que se forma, no cuando se presentan los funcionarios públicos a reclamar quintos a las familias, sino cuando suenan las campanas de las iglesias, y que se arma con mosquetones guardados en viejos arcones, en vez de con fusiles fabricados en serie. Una asombrosa fidelidad a un ideal, como el de los jacobitas escoceses que en el siglo XVIII aguardaban al rey que vendría por mar. Se trató de los últimos europeos defensores de una sociedad desvanecida de tal manera que ni siquiera podemos sentir nostalgia por ella.

Por ello, los requetés nos parecen tan distantes como los marineros que dieron la vuelta al mundo o los soldados acompañaron a Hernán Cortés, no por los años transcurridos, sino por sus creencias y su aceptación del sacrificio supremo, cuando nosotros rehuimos toda incomodidad. A las almas de estos guerreros podemos acercarnos a través de la epopeya de los miembros del Tercio de Nuestra Señora de Montserrat contada en este libro.

Don Alonso Quijano se echó a los caminos de La Mancha para imitar a los personajes de los libros de caballería de los que había leído cientos. Creía posible encontrar gigantes, ogros y caballeros rufianes contra los que luchar, así como doncellas a las que rescatar. La fantasía de esas novelas para él era realidad. En los años 30 del siglo pasado, miles de jóvenes españoles se alistaron en el requeté, deseosos de salvar a España de quienes la estaban destruyendo, proteger a sus familias, instaurar el reinado social de Cristo y restaurar una monarquía tradicional (tal vez este último fuera el elemento más ajeno a las pretensiones de esos muchachos). En su caso, no les arrebataron unos relatos inventados, sino las blasfemias que escuchaban, el olor de las iglesias quemadas y los casquillos de bala desperdigados en las calles y campos que cruzaban a diario. Ellos sí respondieron como los héroes de novelas de aventuras, como los hermanos Geste o los camaradas de la Pimpinela Escarlata. Dieron el paso al frente sin vacilaciones, impulsados por la violencia cotidiana de 1936 y subyugados por los relatos de sus abuelos, veteranos de la última ‘carlistada’ del siglo XIX.

Fueron en torno a sesenta mil jóvenes, muchos de los cuales apenas superaban la edad de alistamiento y que, en lugar de ‘emboscarse’ o esperar la llamada del gobierno, se enrolaban en unidades de combate. Allí rezaban por sus enemigos antes de la batalla y masticaban y tragaban su miedo. Tanto ha cambiado la España por la que derramaron su sangre y sudor que si ellos heredaron de sus padres y abuelos unos testimonios y unos principios que les impulsaron a jugarse la vida, muchos de sus hijos y nietos hoy se han entregado a ideologías que propugnan todo lo contrario. En el acto en que se entregó al Tercio de Montserrat una bandera de gala, celebrado en Barcelona en 1946, la madrina fue Montserrat Sagnier Costa, esposa de José María Milá Camps, conde de Montseny y presidente de la Diputación de Barcelona. Se trata de los abuelos  de los periodistas Mercedes y Lorenzo Milá. Donde esta contradicción es más triste es en el caso de los requetés vascos, navarros y catalanes. Las ideologías alucinadas y racistas a las que sirven sus descendientes (y de la que obtienen beneficios del 3% como poco) exigen la desaparición de su recuerdo.

Cuando Roma optó por la ‘fe madura’

¿Qué mazas pudieron quebrar en la segunda mitad del siglo XX la robusta tradición carlista, superviviente a varias derrotas? Una de ellas fue la desaparición de la economía agraria, basada en la herencia, la siembra y, como premio al trabajo duro, la cosecha. Otras, la irrupción de la televisión con su banalidad hipnotizadora; la penetración del Estado en todos los resquicios de la vida, desde la cartera al espíritu…Y sin duda, la maza de mayor tamaño ha sido el Concilio Vaticano II, desde el cual la Iglesia considera que la religión católica ya no es algo tan serio (o verdadero) que merezca que sus seguidores den la vida por ella o, al menos, arriesguen sus patrimonios, empleos o prestigios.

El falangista Rafael García Serrano, que conoció a muchos requetés, tanto por ser él navarro como por combatir a su lado en las trincheras, escribió un cuento conmovedor cuya lectura haría obligatoria en los colegios para tratar de raer el odio que transmite la ‘memoria histórica’ creada por la izquierda. Se titula La escapada. En él, un adolescente huye de casa porque quiere imitar a su hermano, falangista caído en el campo de batalla. El chico, del que no llegamos a conocer el nombre, muere en abril de 1937 en las cercanías de Vinaroz debido a una bala perdida, antes incluso de tener un fúsil en las manos y disparar un solo tiro. “Acaso morir así, tan inocentemente, pudiera tener algún sentido.

El cuento concluye con el siguiente párrafo: “Poco después de enterrarle, a primera hora de la tarde del Viernes Santo, se supo en el pueblo que ya se había alcanzado el mar. Fue una jornada serena, y unas cuantas muchachas del pueblo subieron al cementerio y dejaron flores sobre la tumba fresca”.

En estos momentos oscuros de la historia de España y del mundo, en que los católicos deberíamos rezar con devoción y de rodillas la oración al arcángel San Miguel (empezamos a sospechar por qué se eliminó de la misa nueva), yo dejo estas palabras sobre las tumbas de los requetés que, en otra ocasión siniestra, salieron alegres a deshacer las tinieblas. Con mi respeto y mi admiración, para ellos y para quienes guardan su memoria.


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