Treinta monedas. Por Eduardo García Serrano.

La traición de la Iglesia es la más dolorosa, la más devastadora, la que deja una huella indeleble en la memoria y en el perdón porque nunca, jamás, olvidas ni el agravio que has perdonado ni a las víctimas de la felonía. Soy católico, pero lo soy más por la catequesis de mi padre y por las oraciones con las que mi madre acunó mi infancia, que por el ejemplo de los pastores de la Iglesia; no de todos, pero sí de la mayoría de los que la gobiernan desde que Él pronunció la palabras fundacionales: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.

Soy católico, tengo Fe. Mi Fe carece de abstracciones intelectuales de ésas con las que, al final, todo se justifica, y de abstrusos meandros teológicos. Hasta en eso soy genética y visceralmente español, como aquél miliciano rojo que se ufanaba de su ateísmo diciendo: “Yo no creo ni en mi Dios, que es el único verdadero”. Seguro que, también a él, Jesús le dijo: “Tu Fe te ha salvado”.

Por esa Fe rocosa y a la vez parvularia presiento, detecto y avizoro la traición antes de que perpetre su felonía. Hace muchos años que barrunto lo que finalmente la Iglesia  ha acabado haciendo con Francisco Franco, con el Valle de los Caídos y con todos los que dieron su vida por Dios y por España: entregarlos sin ni siquiera besarles en la mejilla por treinta monedas, que es el salario de todos los traidores desde que Judas besó a Jesús en el Huerto de los Olivos para que sus sicarios lo identificasen. Hoy la Iglesia se ha echado en manos de sus verdugos para perseguir, más allá de la muerte, a sus salvadores; pues de no haber sido por Francisco Franco y el Ejército Nacional de la Iglesia Católica Española hoy no quedaría ni una oblea. Así se lo pagan, porque para ellos es más importante cobrar las treinta monedas del chantaje del Gobierno socialcomunista (el IBI de su inmenso patrimonio inmobiliario, los dineros del concierto educativo, y la retirada de la comisión de investigación de sus pecados y delitos de bragueta) que la sangre y la memoria de los héroes y de los mártires que dieron su vida por Dios y por España. Cristo sabía que le traicionarían y que le negarían. Franco, también. He ahí a la Conferencia Episcopal Española.

 


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