Un hombre solo, por Carlos Esteban

 

Rebelión en la granja

 

El poeta maldito Arthur Rimbaud puso letra a nuestro tiempo cuando dictó su lema fundamental: “Hay que ser absolutamente moderno”. Apenas hay miedo mayor en los hombres de la cultura y la política, los capitanes de industria y los líderes de opinión que pecar siquiera venialmente contra este mandato.

La paradoja de esta ley es que nadie puede decir con seguridad en qué va a consistir ser ‘moderno’ mañana por la tarde, salvo que no se parece a lo de siempre, haciendo así la marca del éxito ser públicamente fiel a lo que aún no se sabe qué será, la inquebrantable constancia en lo inconstante, el compromiso con lo difuso. Basta solo ser capaz de dictar qué es lo moderno para obtener un poder con el que no ha podido soñar ningún tirano en la historia.

 
 
 
 

Particularmente, esta tiranía no hace más que aumentar mi admiración y simpatía por quien opta por lealtades intemporales, por códigos de honor y naturaleza indiferentes a cualquier moda, sin que parezca afectarle consideración alguna de popularidad o posibilidades de éxito.

Dice el poeta Enrique García-Máiquez que, en el asunto del Valle, “el prior prioriza”, y yo añadiría a los juegos de palabras sobre el personaje el que inspira su propio nombre, Cantera, con sabor a piedra, y piedra humilde y necesaria.

Santiago Cantera, el abad benedictino del Valle de los Caídos, renunció, como suele decirse, al siglo al profesar como monje, en un momento del que solo sabe su corazón y que apenas conocerían sus allegados. Hoy, esa renuncia privada se hace pública, expresa, salta a los medios y se hace patente, adquiere un significado y un alcance que probablemente no podía sospechar.

La negativa de Cantera a que Sánchez, la caricatura ridícula del Señor de Este Mundo, cumpla su necrófilo capricho electoral es renuncia al siglo, en el sentido más difícil de oposición al siglo, de burla a Rimbaud, de abrazar la tempestad de furiosa impopularidad que se cierne sobre él por hacer lo que cree su deber.

Diría que Cantera abraza, a la vez, la impopularidad y la derrota, pero hoy los dos conceptos son uno, que no hay derrota más temible en nuestros días que ser impopular.

 
 

Hay ecos de Becket en Cantera -¿es que nadie es capaz de librarme de este clérigo inoportuno?-, de un Moro menor, pero no menos simbólico bajo esa cruz visible desde kilómetros que se ha quedado, como el abad, tan sola y desafiante. No es el abanderado de una causa, sino de un principio viejo como el mundo, más viejo aún que su religión, y de este, no en su aplicación universal, sino concreta. Es un hombre que no quiere convertirse en adalid de nada, solo cumplir con su deber.

Cantera sabe que toda está riada de ataques le condena, además, a la derrota. Emprende esta batalla sin la menor esperanza de ganarla, sabiendo que en el camino de vida que ha elegido hasta las derrotas pueden ser más fulgurantes y gloriosas que las victorias.

Por no tener, ni siquiera tiene el apoyo de sus hermanos en la fe, de la jerarquía. Los obispos hacen sus cálculos acobardados de covachuelistas sacros y el Vaticano ha dado licencia al Príncipe para que haga de su capa un sayo y juegue su macabro juego electoral con un cadáver.


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