José Utrera Molina
Ex Ministro
José Mª del Moral y Pérez de Zayas, me impuso cuando yo tenía 14 años, la Cruz del Yugo y de las Flechas. Años más tarde, le sucedí en el Gobierno Civil de Ciudad Real. Me ligó a él una profunda amistad, pero había por encima de ella un clamor de admiración hacia sus virtudes y su conocimiento. Pocos intelectuales con su inmensa categoría sirvieron al régimen de Franco. José Mª, sin estar inscrito en la nómina de los aduladores, mantuvo una actitud de lealtad crítica a lo que era esencial en el régimen del 18 de julio.
A mediados de los años 50, José Mª se aisló, le vi como siempre con un libro en la mano y junto a él, la predica honesta de lo que aquel libro representaba. Leía unas obras de Platón y me confesó entonces que había en su alma siempre un rescoldo de un elogio envuelto en su sangre navarra. Fue un Alférez Provisional como tantos que no exhibió jamás su título para lograr preferencias. Miraba a las cosas con agudo detenimiento, con nobleza objetiva, estuvo en desacuerdo finalmente con muchas de las actitudes que el régimen representaba y que no correspondían en modo alguno al interés con que él había servido sus mejores esencias. Discutimos alguna vez, pero siempre resplandecía en nuestras conversaciones por su parte, una sabiduría ejemplar y edificante acompañada de una humilde sencillez. No he conocido a lo largo de toda mi vida un hombre con la palabra más fácil y más henchida de valoraciones ultra políticas. Él amó a España con apasionado afán, creo que ese amor le llenó siempre con un instinto insobornable de perfección que había ejercido a lo largo de toda su vida docente. Descubría con su palabra mundos nuevos y fijaba su atención en aquellas personas que tenían por mérito propio habitar nuestro mundo. Al final de su vida, tuvo que soportar olvidos y desprecios. Yo seguí siempre siendo amigo suyo y nunca dejé de admirar su generoso talante de viejo caballero español, de navarro esclarecido. Estoy seguro que si él lee estas letras quizás le sorprendan un poco pero yo quiero dejar testimonio como hombre de su tiempo, de su extraordinaria dignidad, de su hombría sin fisuras, de su idealismo sin contraportada.
Cuando ahora me ha llegado la hora del recuerdo con el tributo de mi memoria, ella se llena con su sonora voz, con su acento, con el resplandor de su fe en lo que creía y con su silencio a los que no merecían ser escuchados.
¡Qué Dios le tenga en su gloria! Desde aquí, desde esta tierra que cada día se nos hace más breve, yo le saludo con mi viejo signo y le agradezco la generosa actitud que tuvo siempre conmigo.