José Utrera Molina
Oficial de Complemento del Ejército Español
Hace unos días, murió un militar español al que conocí en mi edad más temprana. Si se pudiera hacer un diseño de su noble figura me encontraría con serias dificultades. En primer término, porque ninguna de las virtudes militares que han existido en nuestro Ejército a través de nuestra larga historia, estaban fuera de su noble personalidad. Era militar “hasta las cachas”, sentía la milicia con gran una devoción religiosa y su patriotismo era tan ejemplar que conmovía a cualquiera que analizara con objetividad la historia de su vida. Antonio Vallejo Zaldo, había combatido en la guerra de España. No contento con haber ofrecido a su Patria pruebas inequívocas de bizarría, de heroísmo y de valor, solicitó ir como oficial a la División Azul española. Allí se comportó con una dignidad extrema hasta el punto de conseguir las máximas condecoraciones que otorgaban a los miembros del ejército que combatieron en Rusia. Le conocí muy de cerca y no he podido encontrar un ejemplo tan vivo, tan escandalosamente conmovedor como el ejercicio del patriotismo de este soldado español que acaba de morir. Amaba España delirantemente; para él no había objeto merecedor de un amor tan intenso como el que sintió desde siempre por el ser dolorido de España. La defensa de sus ideales no se redujo a la contienda española, ni tampoco al credo que defendía en las
trincheras de Rusia formando parte de una compañía avanzada. Antonio fue algo más. Era un patriota poco indulgente con los que habían cursado la nefasta asignatura de la versatilidad. Combatió siempre con nobleza y con hidalguía. Era un tipo de caballero a la usanza antigua, nunca le vi arrugado por el rencor, extraviado por nada que no fuese noble y verdadero. En cierta ocasión fue agredido cobardemente a la salida de un metro de Madrid. Varios meses después se recuperó totalmente y nunca dejó que se apoderara de su alma el odio o el rencor. Creo, según me dicen, era el Presidente de la Confederación de Excombatientes y estimo que no podía existir un lugar tan conforme con su personalidad y con su coraje. Yo le saludo con la emoción de un viejo soldado que sirvió solamente en las épocas de la paz pero que me incliné siempre emocionado, ante el ejemplo de mis mayores, que cumplieron valientemente con su deber y elevaron el nombre de España a las más altas cimas.
Amaba, por cierto, a una España que no le gustaba pero ese disgusto interior lo suplía con el ejercicio de su voluntad y con la aportación de todo su ser y su espíritu a las causas más elevadas. Estoy seguro que encontrará allá en el infinito otros camaradas de su estirpe. Pero él aparecerá con unas insignias todavía lucientes y con una bandera que jamás arrió. Yo le llevé a su féretro las cinco rosas de una leyenda compartida y estoy seguro que comprenderá el sentido de esta ofrenda y sé que le robo las palabras con que siempre me saludaba, el ¡Arriba España! que no tuvo en su corazón ni olvido ni cobardes claudicaciones.