Valor en Franco, por Javier Nagore Yárnoz

J. J. Nagore Yárnoz

Razón Española nº 105

Giner de los Ríos tradujo al español un curioso, y hoy raro, libro de G. Wagner en el que se lee esta frase: “Si no os queda más que una rama para no caer, agarraos a ella; y si os quedáis solos defendiendo una posición no arrojéis vuestras armas para uniros a los que huyen: después del diluvio, unos pocos que quedan aislados repueblan la tierra”.

Desde hace bastantes años asistimos, con la impavidez oficial, a un proceso desintegrador de algunos de los valores característicos de los españoles. Sobre todo de uno: el arrojo, el valor por antonomasia; pues no en balde esta palabra “valor”, dio su nombre a la “teoría de los valores”, o escala de virtudes —orden de bienes en Sto. Tomás— virtudes humanas y, en el cristiano, también sobrenaturales, que descansan y se potencian en las humanas.

Lo cierto es, escribía Maeztu, que si todos los valores importan, hay uno sin el cual se derrumban los demás: es el valor físico, que garantiza la seguridad de otros —tal vez más elevados— valores. Pues éstos, sin la cobertura de aquél, de poco sirven. No pueden ser ejercitados, al menos en su vertiente cívica, en la vida civil; militar, en la castrense. No caben reservas mentales a la hora de afirmar o de negar unos principios fundamentales: “Arrojar la cara importa, que el espejo no hay por qué”.

Muchos testimonios concuerdan en demostrar con sucesos, anécdotas y reflexiones —orales y escritas— que Franco, de cuyo valor en la guerra y en la paz, en su vida y en su muerte, tanto en su tarea de gobernante como en su vida personal y familiar, encarnó las virtudes más excelentes y no las más brillantes, las más sólidas y no las más aparentes, engastando así a la humildad en esa escala. Y dio preferencia, en cuanto a las virtudes que atañen a un estadista, a la que rige a todas las demás: la prudencia.

Virtudes humanas: valor físico (“hombre de suprema valentía —reconoció Prieto—, cual es la serenidad ante el fuego, en el combate”) y valor moral, patriotismo, profesionalidad y laboriosidad, austeridad de vida, lealtad en las ideas, profundo sentido del deber, dignidad, templanza, gran sentido común, sencillez… Virtudes, casi todas ellas, elevadas a un plano religioso por el heroísmo cristiano en vida y, más sobrecogedoramente, por su muerte ejemplar.

También de las virtudes teologales —Fe, Esperanza, Caridad— son unánimes los testimonios de la práctica de ellas por el Jefe del Estado español. Lo mismo que de las cardinales de Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza, manifestadas en su conducta de hombre y en su tarea de estadista. Se reflejan en esta frase, dicha ante Antonio M. de Oriol: “Obran como si Dios no existiera, y ¡Dios existe!“, o en otra de su testamento: “Muero como hijo de la Iglesia“. Pues bien, eso es la fidelidad cristiana. Virtudes del estadista —serenidad y prudencia en los difíciles avatares de la gobernación del Estado— que si no deben separarse de las virtudes del hombre, son más raras y difíciles por cuanto la política parece hacer mucho más fácil conculcarlas.

Jamás le oí decir —testimonió el Teniente General Julio Salvador—‘hay que ser prudente’, pero sus decisiones eran prudentes. Junto a la larga meditación, siempre lo vi inclinarse, en problemas delicados, a favor de la solución más prudente“. ¿Qué sería hoy de la nación sin la prudencia de Franco? Probablemente una ruina ya desvanecida. Sin los “40 años de Franco” —Guerra de Liberación, II Guerra Mundial, paz, trabajo, riqueza acumulada— no hubiera habido ni libertades, ni transición. España llegó al año 1975 como nación rica, próspera y unida.

Enmarcando a las demás virtudes, una vez más, el valor sin el cual todas caerían por tierra. Un valor escondido pues, como advertía Melo, “entregarse a los peligros no es valor, sino torpeza del miedo, que no deja solicitar su remedio al sumamente cobarde“. Franco, que era valiente, nunca hizo alardes temerarios, sino de sereno valor frío, que es la suprema valentía. Hasta en su muerte, que fue también “de laureada”; muerte aceptada con una frase: “Es muy duro esto“.

¿Defectos, pecados? Todos los hombres los tenemos. Pero son las virtudes las que en este caso prevalecen. Otro testimonio lo aportó, a la muerte de Franco, el Teniente General Coloma Gallegos: “Creo que nada mejor para enjuiciar su obra —’obras son virtudes’— que las palabras del Rey: ‘Una figura excepcional entra en la Historia. El nombre de Francisco Franco será ya un jalón del acontecer español. Es de pueblos grandes y nobles el saber recordar a quienes dedicaron su vida al servicio de un ideal. España no podrá olvidar a quien como soldado y estadista ha consagrado toda la existencia a su servicio“.

Hoy estos servicios, al igual que las virtudes de Franco, parecen olvidados. Su recuerdo se tacha de nostalgia, la nostalgia de involución, y se descalifica como “fascistas” a cuantos recordamos, para honrarlo y honrarnos (“honrar, honra”, acostumbraba a decir D. Juan de Moneva y Puyol, insigne aragonés, maestro de juristas) recordamos, sus virtudes y sus obras. Así, Franco y los que le honramos aparecemos como vencidos, habiendo sido realmente vencedores.

Pero la Historia la escriben los hombres, y ahora los hombres, sin saber cómo, se inclinan siempre del lado de los vencidos, a pesar del ya famoso Libro negro del comunismo. Sin embargo, pensemos que no somos nosotros los que hemos cambiado de principios, sino los otros, los que los abandonaron.

Nunca son muchos los que van contracorriente. Al final las aguas pasan y sólo las rocas permanecen; pues así como el valor espera, el miedo va a buscar. Para todos hace falta la virtud —que predominó en Franco— de la fortaleza. En cualquier estado y circunstancia, también en la política, ya que en ésta suelen confundirse prudencia y cobardía. Hace años, Juan Pablo II, citando a Santo Tomás (“la virtud de la fortaleza se encuentra en el hombre dispuesto a afrontar el peligro o la adversidad por una causa justa, por la verdad o por la justicia“), exclamaba: “Cuando al hombre le faltan fuerzas para superarse, ante valores superiores como la verdad, la justicia, la vocación, la fidelidad, es preciso que este don de los cielos —la fortaleza— haga de nosotros hombres fuertes y, en el momento oportuno, nos diga en el interior: ¡Valor!“.

Pues bien, esa convicción interior, unida a la práctica de las virtudes, que el valor afianza y protege, fue,  según creo, una constante en la vida y en la muerte Franco.


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