Pío Moa
El franquismo derrotó a todos sus enemigos, militares o políticos, internos o externos, durante cuarenta años, y dejó un país próspero, relativamente bastante más próspero que ahora, y libre de los odios que destruyeron la república. Esto hizo posible una transición sin demasiados traumas a la democracia, que llegó del franquismo, de la ley a la ley, y no podía haber llegado de la oposición, que siempre fue totalitaria, es decir, comunista y terrorista o simpatizante. Pues, a pesar de ser una dictadura, aquel régimen nunca tuvo verdadera oposición democrática ni había demócratas en las cárceles. Ello se debe a que permitía una muy considerable libertad personal y hasta cierto punto política, de modo que, con algunos límites, se podían expresar opiniones diversas, incluso contrarias al franquismo y de simpatía con el comunismo, como testimonia la prensa de los años 60-70.
Sin embargo, desde hace treinta y cinco años aquella serie de victorias se ha transformado en una cadena de derrotas político-morales, y la imagen hoy predominante del franquismo es la de un Caudillo inepto, cruel y mediocre con un régimen extremadamente opresivo y oscurantista capaz tan solo de producir miseria. El contraste entre los hechos reales y perfectamente demostrables arriba descritos, y la imagen creada posteriormente, basta para entender de entrada y sin mayor análisis que dicha imagen es, en lo fundamental, perfectamente falsa. Ese contraste nos obliga a plantearnos de dónde procede la imagen actual, por qué se ha impuesto y cuáles son sus efectos. La primera cuestión es obvia: a lo largo de sus cuarenta años de duración, el franquismo solo tuvo una oposición de alguna importancia, la de los comunistas, cuya destreza y capacidad de propaganda es bien conocida. Esa propaganda, a pesar de su virulencia y sus virajes tácticos, nunca logró calar en España, pero fuera contaba con el apoyo de muy poderosos aparatos de otros partidos comunistas y de la URSS, así como de fuerzas e intelectuales no comunistas pero más o menos simpatizantes. Y cuando, con la transición, esa propaganda pudo expresarse abiertamente y disponer de fuertes medios, fue imponiéndose. En la última etapa del franquismo se unió a la oposición comunista la de los separatistas de la ETA, que también eran más o menos comunistas, y que seguía las mismas pautas: el franquismo debía ser condenado por ser una dictadura totalitaria fascista, que había destruido una democracia y practicado una despiadada y sangrienta represión contra los demócratas. Estas acusaciones en boca de los defensores de los regímenes más brutalmente totalitarios y sanguinarios y antidemócratas del siglo XX ya dicen mucho sobre su veracidad, que he tratado con cierto detalle en Los mitos del franquismo. Se diría que antifranquismo y democracia eran sinópnimos, cuando se trataba de contrarios. A la labor contribuyeron de modo importantes amplios sectores de la Iglesia.
¿Por qué se ha impuesto esa propaganda, evidentemente falsaria? Vale la pena constatar que ha sido acogida por toda la izquierda y los separatistas no comunistas, y seguida por gran parte de la derecha, contra toda evidencia histórica. Me limito aquí a constatar el hecho, sin entrar en sus motivaciones, que también he tratado en Los mitos del franquismo. Además pesaba mucho la imagen internacional del régimen, creada tanto por los movimientos comunistas como por las democracias liberales, en reflejo persistente de la alianza entre ambos durante la II Guerra Mundial. Gran parte de la derecha deseaba congraciarse oportunistamente con la opinión internacional, en lugar de defender la verdad.
Pero hay, a mi juicio otra causa del éxito de esa propaganda, y es la pobreza del discurso de quienes intentaban defender la memoria del franquismo. A menudo se achacan sus derrotas a falta de medios frente a la abundancia de ellos y de subvenciones de que han gozado los antifranquistas, o a la inhibición de gran parte de la derecha, desde Suárez, en la lucha por las ideas. Todo ello es cierto, pero no excusa aquella pobreza argumental que, como señala Ricardo de la Cierva, a menudo volvía contraproducente dicha defensa. Aparte de que inicialmente sí contaban con medios muy considerables, que fueron perdiendo poco a poco, precisamente por esa incapacidad intelectual para afrontar lo que Julián Marías llamó “la mentira profesionalizada”. Intelectualmente, la mayor parte de quienes pretendían salvar la memoria del franquismo caían en tópicos, se sentían a la defensiva, hacían concesiones falsas al argumentario opuesto; o bien adoptaban un aire bravucón perjudicial o suspiraban por un nuevo Caudillo, lo que los dejaba en ridículo; o invocaban el catolicismo como si fuera una doctrina política (un evidente error del propio franquismo), oponiéndole una visión casi mística de la masonería, etc. Principalmente eran incapaces de situar a aquel régimen en su época histórica no solo española, sino europea y mundial, y no lograban entender cómo el franquismo se había vaciado de sustancia ideológica y por ello no podía continuar.
Es imposible entender el presente a partir de una visión distorsionada del pasado, y sobre la mentira no puede construirse nada sólido. Los efectos de la falsificación saltan a la vista: la democracia se ha desfigurado al chocar con grandes obstáculos: el terrorismo y sobre todo la colaboración de partidos y gobiernos con él; la politización de la justicia, socavando su independencia; el auge de los separatismos, propiciados y financiados por los gobiernos centrales; las oleadas de corrupción; las ilegales entregas de soberanía, esto es, de independencia, a la burocracia de Bruselas; las leyes llamadas de género, contra elementales principios jurídicos; la pretensión de dictar desde el poder, al modo totalitario, una versión sobre la historia reciente; el deterioro de la salud social manifestado en el aborto, los fracasos familiares y juveniles masivos. Etc. Pues bien, no es casual en modo alguno que todos estos ataques a la democracia y a la convivencia pacífica tengan el sello del antifranquismo.
Hay otra cuestión pendiente, solo esbozada en Los mitos del franquismo: el contraste entre los éxitos prácticos de aquel sistema y su pobreza doctrinal nos obliga a pensar en la necesidad de reexaminar la época también desde el punto de vista teórico, porque probablemente será posible extraer de él algunas lecciones provechosas para el presente, para consolidar la unidad de España y regenerar la democracia.