Vivir y morir en Madrid

 
 
Ignacio Camacho
ABC, 8-4-2014
 
 
 
   Se vivía bien en Madrid aquel día de julio del 86, cuando el infierno se abrió de golpe en un rincón de la plaza de la República Dominicana. Doce muertos. O aquel alba de diciembre del 95, cercana ya la Navidad, en que el puente de Vallecas era un hervidero de tráfico y gente cuando reventó un maldito coche bomba que mató a seis personas e hirió a 17. La vida era alegre y hermosa en abril de 1986 en el barrio de Salamanca, un minuto antes de que estallase la acera de la esquina de Juan Bravo con Príncipe de Vergara (cinco víctimas), y tal vez se sentían felices los siete madrileños que cayeron cerca de allí, en López de Hoyos, un día de junio del 93. Irene Villa era una niña confiada que iba al colegio con su madre cuando sus piernas volaron una mañana gris de noviembre del 91, allá en el barrio de Aluche, y el profesor Tomás y Valiente trabajaba a gusto en el despacho de la Universidad adonde fue a buscarlo Jon Bienzobas el 14 de febrero, día de san Valentín, de 1996. Al ciudadano americano Eugene Kenneth Brown le gustaba correr temprano por las calles aún frescas de la capital; lástima que se le ocurriese hacerlo por la plaza República Argentina justo a la hora del 9 septiembre del 85 en que explotó un artefacto contra un vehículo de la Guardia Civil y se lió un tiroteo entre los terroristas y los supervivientes. Daño colateral el suyo; como el de aquellos dos inmigrantes ecuatorianos, Estacio y Palate, que dormían a pierna suelta en el aparcamiento de Barajas el último día de 2006, ajenos a la montaña de escombros que iba a sepultarlos. Sí, era estupendo vivir en Madrid cuando ETA asesinaba al albur de su delirio, como le ha dicho al «Gara» esa frívola minerva socialista que se llama Jesús Eguiguren; tanto que se añoran las masacres y sorprende que a De Juana Chaos, Inés del Río y otros carniceros no los haya nombrado aún el Ayuntamiento hijos adoptivos de la Villa.        
 
   Hay una geografía del terror en las calles de la ciudad. De Goya a San Blas, del Bernabéu al Manzanares, de la Cruz Verde al Campo de las Naciones. Un mapa del dolor sembrado de puntos donde todavía amanecen de vez en cuando algunas flores memoriales. Han muerto militares, policías, políticos, vecinos, transeúntes, algún niño. Decenas de personas arrastran mutilaciones de miembros o de sentidos. En algunas viviendas quedan décadas después grietas abiertas por la onda expansiva de las explosiones. Pero sobre todo queda una grieta moral de sufrimiento, un abismo de zozobra que para este dicharachero botarate de la política constituye una especie de nostalgia del tiempo en que el enemigo de la libertad se emboscaba en los pliegues de la rutina cotidiana. Cómo no echar de menos ese carrusel de violencia en que la vida podía volverse una ruleta rusa, un baile macabro con los fantasmas del horror y la desventura. Cómo no sentir melancolía de ser el objetivo de un designio exterminador movido por un odio gélido, planificado, minucioso. Alguien debería explicarle a Txusito Eguiguren, el negociador de la pazzzzzzz, la niña de los ojos de Zapatero, que en Madrid con ETA vivir se vivía regular, pero, eso sí, se moría de puta madre.    
 
 
 
 
 
 

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