Aclaración a un libro: A vueltas con Santiago Carrillo a propósito de una novela

 
 
 
Francisco Torres García
 
 
 
   Hace unos días un amigo me prestó -alertándome sobre su contenido- una “novela histórica” que pretendía retratar algunos episodios de la vida de Santiago Carrillo con un título alentador “Con la piel de cordero”. La novela histórica es un género difícil que requiere dominar perfectamente la biografía de los personajes, su visión del mundo, el tiempo en que vivieron y tener la capacidad de reconstruir escenas y diálogos sobre los que no se tienen más que referencias, rellenando además esos huecos de los que no se tiene información haciéndolos creíbles.
 
   
   El autor, según leo de antecedentes ideológicos falangistas, es el periodista Josele Sánchez y ha buscado promoción anunciando que en la novela se revela el secreto más tétrico de Santiago Carrillo: estranguló a su primera mujer y la enterró en el jardín de la casa parisina de Dolores Ibárruri, la célebre Pasionaria. Según sus propias declaraciones no fue fácil conseguir la documentación para el libro, pero en realidad no hay nada que no sea conocido, ni que no esté en cualquiera de las numerosas publicaciones que se han hecho sobre el PCE y Carrillo, incluyendo el tema de la muerte sospechosa de la primera mujer o compañera del dirigente comunista. Ya en 2012 el diario El Mundo publicó las contradicciones de Carrillo en este tema derivadas de sus sucesivas memorias y entrevistas.
 
 
   Vaya por delante que Santiago Carrillo es uno de los personajes más abyectos de la política española del siglo XX; que su carrera política, como todo el mundo sabe, está cimentada en un camino de cadáveres; que ese peregrinar arranca en Paracuellos del Jarama, continúa con la persecución del POUM, tiene un nuevo pico en la destrucción del aparato comunista surgido en el sur de Francia que dirigió la invasión guerrillera a finales de la Segunda Guerra Mundial, tuvo su brillo en los procesos en Moscú y en su biografía quedan para la historia las acusaciones de eliminación o entrega de compañeros del PCE al dictado de la URSS o de sus intereses. Todo ello se conoce con precisión desde hace décadas sin que haya sido ocultado por pacto alguno o mediante secuestro de documentos rescatados por los personajes de Josele Sánchez. Otra cosa es que a los muñidores de una Transición cuyo objetivo era consolidar un modelo bipartidista, que impulsaron la expansión del PSOE en detrimento de un PCE que fracasó en el enésimo movimiento táctico de Carrillo, les interesara integrar a los comunistas y los comunistas asumieran que sólo tenían esa posibilidad. Carrillo no necesitaba pacto alguno para su protección más allá de acusaciones de actividades políticas ilegales. Por su responsabilidad de sobra conocida y aireada en los asesinatos masivos de Paracuellos era inviable pedirle cuentas en los Tribunales, pero no por la ulterior ley de amnistía o por pactos avalados desde la Zarzuela, sino porque la propia legislación franquista hacia años que había dado por prescritos los crímenes de la guerra; otra cosa es que la historiografía izquierdista, que era predominante anduviera borrando de la historia -en ello continua- borrando de la Historia los crímenes de los suyos para transformar a vulgares asesinos en víctimas del franquismo y héroes de la libertad.
 
 
   El autor ha escrito una “novela” muy desigual que se lee rápido, aunque con poco interés para quienes se trate de hechos conocidos sin necesidad de ser especialistas en la materia. Y a mi juicio ha desperdiciado las amplias posibilidades que da un personaje como Carrillo para una novela histórica. Demasiadas páginas para que el autor invente o muestre una desinformación asombrosa. Y eso es lo preocupante, porque si en un momento dado esas partes, que como el autor ha dicho son una “verdad histórica” que se percibe claramente frente a la ficción, se caen como un castillo de naipes se podría poner en tela de juicio lo que sí son verdades innegables como Paracuellos del Jarama y la actuación contra sus enemigos políticos en el seno del PCE. Mejor hubiera sido que prestara más atención a lo que él mismo pone en boca de uno de sus personajes cuando dice “eso pasa cuando los periodistas, dicho con todo respeto, os da por meteros a historiadores”.
 
 
   Anda el autor empeñado, y esto tiene otra lectura, en demostrar que Santiago Carrillo era el hombre de Stalin en España en 1936 cuando la realidad es que Carrillo era un dirigente de segunda abriéndose camino hacia lo alto. Lo que me lleva a pensar que el autor ha querido de algún modo librar de determinadas responsabilidades a otros dirigentes del Frente Popular. El retrato no puede ser menos real: Carrillo es el hombre de Stalin al que teme todo el Comité Central del PCE en 1936, buró del que el líder supremo desconfía, es el niño de mimado de Rosenberg. ¡Sorprendente revelación! Sobre todo porque todo el mundo sabe que el PCE sufrió la purga en 1932 pedida desde España por el nuevo grupo dirigente estalinista que en su mayoría había estudiado en la escuela de Lenin y en la academia de Frunza: José Díaz, Jesús Hernández, Vicente Uribe, Antonio Mije, Manuel Hurtado y Dolores Ibárruri. A los que en 1936 se sumaría con Álvarez del Vayo. Hombres de toda confianza de Moscú. Otra cosa es que en el diseño táctico del Comintern, con un obediente PCE dispuesto a deglutir al socialismo, entrara el control absoluto de las JSU que dirigía un triunvirato del que formaba parte Carrillo.
 
 
   Pero el autor necesita un Carrillo con conexión directa con Stalin porque quiere darnos otra primicia: una particularísima y llena de errores versión del asesinato-ejecución de José Antonio Primo de Rivera. Lo que de paso le permite darle un palo a Franco, cosa que repite un par de veces más. Nos cuenta, sin que venga a cuento, que Franco se opuso al ofrecimiento republicano de canjear al fundador de la Falange por el hijo de Largo Caballero que estaba preso en la zona nacional. Curioso, porque lo sucedido es exactamente lo contrario y los testimonios de ello no son ni uno, ni dos, ni tres. Pero dejando a un lado los testimonios nacionales queda el de Ángel Galarza, ministro de la gobernación republicano, y del socialista Julián Zugazagoitia que plantearon esta posibilidad a la que Largo Caballero se negó. Es más, con autorización de Franco, el escritor Eugenio Montes llevará a Francia la oferta del hijo de Largo Caballero, dinero y una lista en blanco de nombres para el posible canje. Y si en algo tan sencillo el autor inventa, no pocos podrían acabar sumando dos y dos con el resto del trabajo.
 
 
   No contento con el palo, como anunciábamos, inventa el autor la intervención decisiva de Santiago Carrillo en los hechos, en el asesinato de Primo de Rivera. Para ello llega a Valencia en la madrugada del 17 de noviembre para reunirse a las cinco y media de la mañana con el juez Enjuto, el fiscal Vidal Gil Tirado, Indalecio Prieto y el secretario del tribunal López Zafra. No está mal, teniendo en cuenta que el juicio se inició el 16, que el 17 era el día clave de las conclusiones definitivas y de los informes finales; que la sesión del 16 se cerró entre las doce y las tres de la mañana y que con los medios de la época las dos horitas largas no te las quitaba nadie para ir de Alicante a Valencia. En definitiva, que el fiscal ni durmió entre el viaje de ida y vuelta a Valencia para recibir unas órdenes que no necesitaba, además de las varias horas de reunión a tenor de lo tratado según Josele Sanchez que complican la cronología. Y todo ello para que Carrillo llevara la orden de Stalin de fusilar a José Antonio. El autor ignora, independientemente de las licencias, que Enjuto no era el juez sino el juez instructor y que no intervenía en la sala, que López Zafra era solo un secretario sin intervención en el proceso y que Vidal Gil Tirado no necesitaba ninguna instrucción porque su propuesta era la de pena de muerte; que las 48 horas que da Carrillo ya están fijadas legalmente porque son las que se aplican en los Consejos (el orden del 17 ya estaba establecido). Todo ello ¿por qué? Sencillo, porque el autor quiere mantener, a duras penas, eso sí, la leyenda de que no se quería ejecutar a José Antonio, al que querían hasta los anarquistas. Y nos presenta al ministro de Justicia, el anarquista García Oliver, dubitativo hasta la intervención de Carrillo. Lástima que no se haya tomado la molestia de leer los resúmenes de las reuniones previas al juicio de García Oliver con quienes iban a juzgar a José Antonio, de la imposición por parte del mismo de las penas que se tenían que pedir… Lástima que nos hurte la votación en el Consejo de Ministros donde la mayoría, incluyendo al señor Prieto y a los anarquistas, votaron a favor de la condena a muerte. Tampoco el trabajo de documentación ha sido fructífero en lo referente a la ejecución de José Antonio donde los errores son abundantes  (ni González Vázquez mandaba el piquete, ni era salomónico de seis comunistas y seis anarquistas, ni hubo orden de fuego…)
 
 
   Pero volvamos a Carrillo. En realidad, Carrillo es nombrado miembro de la Junta de Defensa porque es el representante de la JSU que es una organización independiente, con una fuerte estructura en Madrid, y que como tal debe tener representación, y porque el PCE con Mije -ferviente estalinista- domina la Consejería de Guerra y quiere un afín en Orden Público. Carrillo tiene que hacer méritos pues no lleva tanto frecuentando al grupo dirigente del PCE. Son los servicios prestados los que le van a llevar al buró político del PCE en 1937, primero Paracuellos y después la participación en la persecución del POUM, y es ahí donde ganará notoriedad y reconocimientos. Curiosamente el autor refiere con detalle la mecánica para la selección de los ejecutables en Paracuellos pero olvida explicar que la “eliminación” es fruto de un acuerdo previo con los anarquistas. Pero durante todo este tiempo Carrillo no tuvo un papel relevante en la dirección comunista que obedecía ciegamente los designios de Moscú sin que Carrillo tuviera que ser el intermediario.
 
 
   No sé si Carrillo llevó una vida disoluta durante su etapa Hispanoamericana cuando fue enviado allá en 1940 como agente de la Comintern tras estar en Moscú donde su compañera recibió entrenamiento como operadora de radio. Lo que sí sabemos es que su vuelta a Europa nada tuvo que ver con esa vida como nos sugiere Josele Sánchez, sino con la necesidad de acabar con el autonomismo de los dirigentes comunistas en el sur de Francia y la pronto fracasada invasión guerrillera. Una acción que permitirá a Carrillo ascender hacia la cumbre del comunismo estalinista. Eso sí en el relato del exilio el autor nos pinta a la aviación nacional -aunque diga que alemana e italiana- ametrallando las columnas de refugiados que huían a Francia (“la aviación enemiga se desliza a baja altura e inmisericorde ametralla el convoy de fugitivos”), lo que es una aportación novedosa porque no tenía constancia de esas acciones, o nos informe de que “decenas de miles de repatriados acaban sus días ante un pelotón de fusilamiento” (no debe conocer muy bien los datos de ejecuciones tras la guerra ). Aunque supongo que es para compensar, con el palo a Franco, (de quien, en otra perla típicamente izquierdista, el autor nos dice que murió como empezó, fusilando), la siniestra imagen de Carrillo y de paso darle un disgusto a los lectores de derechas de la novela, porque me supongo que pocos de otro signo van a adquirirla.
 
 
   No puedo cerrar este comentario, ya de por sí largo, aun dejando muchas perlas en el tintero -lo del asesinado de Trotsky es de nota-, sin hacer referencia a lo del “estrangulamiento”. Dejemos a un lado que la fuente del autor sea el testimonio no publicado de Enrique Lister -enemigo declarado de Carrillo al que yo en persona oí relatar en una charla la verdad del personaje que no tuvo desperdicio aunque sonara a justificado rencor-. Cuando en 2012 se habló del tema de forma notoria también se publicó que Asunción Sánchez Tudela, distanciada de Santiago Carrillo, inició una relación con Antonio Muñoz Martín, que era uno de los encargados de los operativos de radio de Carrillo en Francia y que según informes de la policía francesa, que procedió a finales de los cuarenta a desarticular la estructura del PCE en Francia porque se estimaba que realizaba tareas de espionaje para la URSS, huyó con Antonio Muñoz, falleciendo en Cuba en 1958. Tampoco existe constancia de que cuando se construyó en el lugar en que se encontraba la casa de la Pasionaria en las obras se encontrara cadáver alguno. Dejo dicho esto porque si las revelaciones sensacionalistas que sirven de reclamo a la novela, presentadas en declaraciones a la prensa no como ficción sino como realidad -al menos eso se desprende de los titulares-, se confirman como falsas flaco favor habrá hecho esta fallida novela histórica a la verdadera historia de un sujeto tan despreciable como Santiago Carrillo.