Cuando los muertos eran «de los nuestros», por Juan Ramón Pérez de las Clotas

“Enterrar a los muertos”

de Ignacio Martínez de Pisón 

Juan Ramón Pérez de las Clotas

Boletín Informativo FNFF nº 25

Págs. 25-26

En los primeros días del mes de mayo de 1937 el famoso novelista americano John dos Passos abandonaba España en lo que era, sin paliativos, una auténtica huida del cerco al que lo estaban sometiendo los agentes soviéticos establecidos en la zona gubernamental. Difícilmente alguien hubiese podido identificar a este hombre vencido y desilusionado con el que no más allá de un mes antes había llegado a Madrid repleto de ilusión y de esperanza. Tan corto espacio de tiempo le había proporcionado más que sobrada ocasión para descubrir, a través de una personal y trágica experiencia, la inhumanidad del comunismo en el que había creído y la gran mentira que en aquellas jornadas bélicas representaba la ya sólo sedicente II República española. Dos Passos se enteraría, cuando apenas si había dejado las maletas en el hotel, de que su joven amigo y traductor de su obra al español, José Robles, profesor de la Universidad John Hopkins, de Baltimore (EE.UU.) había desparecido en una de las ergástulas que el Partido Comunista controlaba bajo la supervisión de la policía soviética del NKVD.

En su texto autobiográfico escrito muchos años después, «Viaje entre dos guerras», Dos Passos recuerda que una de las últimas personas de las que se había despedido en Barcelona, camino ya de la frontera, había sido del dirigente del partido marxista ortodoxo POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), Andreu Nin: «Le estreché la mano a él y a un joven inglés que también está muerto hoy, y salí a la noche lluviosa, tal vez a sabiendas de que estos dos hombres estaban condenados a morir». A cerca de setenta años de distancia de aquellos acontecimientos no deja de resultar estremecedor observar desde la perspectiva rigurosa que da el tiempo cómo los misteriosos nudos del destino iban a enlazar a las dos personas que se cruzan en la última y definitiva peripecia española del escritor: José Robles y Andreu Nin; su trágica memoria es ahora recuperada —singular coincidencia también— con dos excelentes y rigurosos trabajos de investigación histórica: «Enterrar a los muertos», de Ignacio Martínez de Pisón, y «En busca de Andreu Nin. Vida y muerte de un mito silenciado de la guerra civil», de José María Zavala.

José Robles es detenido en Valencia, adonde había llegado con su familia siguiendo al Gobierno en su huida de Madrid ante el avance de las columnas nacionales, una tarde de principios de diciembre de 1936, cuando se encontraba con su familia en la casa en la que vivía por generosidad de una familia amiga. «Los Robles acaban de cenar y José se disponía a leer un libro de relatos de algar Allan Poe. Un grupo de hombres armados penetró en el salón y sin dar explicación alguna le exigieron que se vistiese y que les acompañara». Robles trabajaba entonces como traductor del Ministerio de Guerra y de la Embajada Soviética. En Madrid había ejercido idéntica actividad en el entorno del legendario general Goriev, el verdadero artífice de la defensa de la capital junto con el coronel Rojo. A Goriev, designado más tarde consejero del Ejército Popular en el frente norte, le sorprendería el derrumbamiento de éste en Gijón, de donde saldría a uña de caballo en una escasamente conocida operación aérea de comandos, cuan-do ya las columnas nacionales hacían su entrada en la ciudad. De regreso a la URSS sería fusilado como tantos otros militares que habían combatido en España. Su amistad le sería fatal al joven profesor.

Cuando Dos Passos inicia la atormentada búsqueda de algún indicio sobre la suerte sufrida por éste, la noticia de su muerte es ya pública y notoria entre el grupo de escritores y corresponsales que elucubran y se emborrachan en los hoteles de Madrid. Nadie, sin embargo, es capaz de decirle nada. Tan sólo su compadre literario de muchos años, Hemingway, se decidirá a hacerlo, con una frialdad calculada: su amigo ha sido fusilado, acusado de espiar en favor del bando franquista, «por lo que lo mejor es olvidarse del asunto». Nada menos cierto. Para Ignacio Martínez de Pisón, que ha llegado al fondo de éste, «Robles era un republicano leal, pero no comunista, y su condición de intérprete de los consejeros militares soviéticos le había convertido en el hombre que sabía demasiado».

Impresiona saber que al margen de periodistas y escritores ni uno solo de sus muchos amigos, entre los que no era el menos cualificado como tal el comunista asturiano Wenceslao Roces, a la sazón subsecretario de Instrucción Pública, se atreviese a levantar mínimamente la voz en defensa de esta ejecutoria republicana, sumergidos como estaban en un clima de sospechas y de temores. Dónde estuvo preso Robles y en dónde fue asesinado es cosa que difícilmente podrá saberse algún día, muertos como están todos los implicados en el crimen, aunque Martínez de Pisón se atreve a considerar la posibilidad de que el lugar de éste fuese el campo de tiro que los agentes soviéticos tenían en la playa valenciana de El Soller. Lo que sí está fuera de toda duda es que su inductor fue el consejero Alexander Orlov, al que Stalin había enviado a España para dirigir la actuación de la Policía integrada en la NKVD.

Es preciso situarse en la doliente España del Frente Popular para entender el papel que este siniestro personaje desempeñaría en la represión de los supuestos enemigos del sistema. Orlov llega a Barcelona en septiembre de 1936 con una misión muy concreta, tal como señala en su libro sobre Nin José María Zavala: dirigir la actuación de los 700 agentes soviéticos que ya operaban en toda la zona gubernamental. En ese momento, en el que cada partido político tiene su propia cárcel particular, la NKVD dispone ya de varias de ellas e incluso de un horno crematorio para deshacerse de los incómodos cadáveres, lo que le otorga una absoluta impunidad. El de Nin sería uno de ellos.

Nin no era un comunista cualquiera. Aunque entonces ejercía un antiestalinismo radical, había vivido diez años en Moscú y formado parte como dirigente de varios organismos soviéticos. Su amistad con Lenin, Kamenev, Zinovief y Trotski, caídos en desgracia, sería su talón de Aquiles. Stalin le expulsaría de Rusia y le pondría en el punto de mira de sus sicarios. Su detención en Barcelona ocurre justo cuando han finalizado los enfrentamientos entre milicianos anarquistas y poumistas y las fuerzas del orden público de la Generalidad y del Gobierno central, en lo que pasaría a la Historia como la «semana sangrienta».

La orden de detención la recibe Orlov, que la transmite a la Dirección General de Seguridad, de los comunistas Codevilla, argentino; Togliatti, italiano, y los españoles Checa y la Pasionaria. Esta última justificaría la decisión en estos draconianos términos: «Nosotros hemos dado la orden de detención por la Policía de un puñado de provocadores y de espías». De nuevo la falacia del supuesto espionaje como justificación del crimen.

Tras un fugaz alto en Valencia, la caravana automovilística en la que Nin es conducido llega a lo que sería su último destino: un chalé de la madrileña Alcalá de Henares, localidad de la que Stanley Payne dice en el prólogo del texto de Zavala que era prácticamente una colonia soviética. «Allí estaba la Escuela de Vuelo y Combate dirigida por pilotos soviéticos y la Brigada de Tanques mandada por el general Paulov». En este chalé, que aun se conserva, se desarrollaría el calvario del marxista ortodoxo en busca de una autoinculpación que nunca llegaría, pese a su sometimiento a toda clase de torturas. El objetivo era claro: montar con su confesión uno de los procesos-espectáculo al estilo de los que en aquellos días se celebraban en Moscú ante la complaciente indiferencia del mundo de la inteligencia.

En sus memorias, publicadas en Nueva York, adonde huyó desde España al ser requerida por Stalin su presencia de Moscú —conocía bien a sus clásicos—, Orlov revela cómo fue falsificada la documentación que incriminaba a Nin en una conjura franquista. Menos creíble aún resultó el intento de atribuir a un comando nazi su rescate del chalé. La verdad del final de Nin la resume el sicario soviético en un brevísimo texto recogido en el primer volumen del archivo de sus operaciones en España: «N. Alcalá de Henares, en la dirección de Perales de Tajuña, en la carretera, en pleno campo. Estaban presentes…» (Daniel Kowasky: «La Unión Soviética y la guerra civil española»).

Al igual que en el caso de Robles, un ominoso silencio reinaría en torno a su desaparición. Tendrían que pasar cincuenta días hasta que, el 4 de agosto, el Gobierno de Negrín, presionado por numerosas organizaciones extranjeras, la aceptase, a través de un ambiguo comunicado en el que anunciaba la designación como fiscal especial del caso al magistrado Gregorio Peces-Barba del Río. Que tal decisión era sólo una forma de cubrir las apariencias lo demuestra el hecho de que éste, finalizada la guerra, reconociese las presiones de que había sido objeto para no llegase a descubrirse la verdad de lo ocurrido (Félix Llague: «El terror estalinista en la España republicana»).

Muchos años después, Fernando Claudín, que durante la guerra estuvo al lado de Carrillo en la dirección de las Juventudes Socialistas, escribiría en su libro testimonial «La crisis del movimiento comunista» lo siguiente: «La represión del POUM y en especial el odioso asesinato de Nin es la página más negra del Partido Comunista de España, que se hizo cómplice del crimen cometido por los servicios secretos soviéticos».

Cuando al cabo de casi setenta años los españoles asistimos con incredulidad al insensato intento de reabrir las heridas de la guerra en una escalada de agresiones al táctico acuerdo de concordia nacional que significó la transición política, la lectura de los libros de Martínez de Pisón y Zavala constituye una amarga lección: la de que cuando se da rienda suelta a los demonios fratricidas nadie está libre de caer en sus garras, incluso aquellos que, como ocurrió en el caso de Robles y de Nin, podían ser considerados como «de los nuestros».


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