Dos libros que desmienten el “páramo” cultural del régimen de Franco, por Carmelo López Arias

Carmelo López-Arias

 

Durante la Transición, la izquierda propagó, y la derecha hizo suya por complejo y cobardía, la idea de que el régimen de Franco había sido un inmenso páramo cultural, esto es, un desierto de creatividad intelectual y artística. La realidad y la experiencia común –aún viva entonces– desmentían el aserto: la alfabetización casi total de la población se logra en esos años, la universalización de la enseñanza universitaria también, se alcanzaron cotas de reconocimiento internacional en los ámbitos científico y tecnológico (imprescindible Los ingenieros de Franco de Lino Camprubí) y en España las artes y las letras produjeron obras de todo tipo y signo. El obstáculo de la censura –supuesto que deba siempre reprobarse– no impidió creación alguna, y la prohibición expresa –supuesto que deba siempre lamentarse– apenas alcanzó a un puñado de casos, y siempre por razón religiosa o política, no artística. Los autores del exilio (temporal para la mayoría), en ocasiones hipervalorados por interés sectario, publicaron y vendieron en “el interior” toda o casi toda su obra sin excesivos obstáculos. (En 1941 se publicaron en Madrid las Poesías Completas de Antonio Machado, por ejemplo, y en 1944 una Antología de Federico García Lorca. De Miguel Hernández hay ediciones de 1951 y 1952, y todo lo que se publicaba suyo o de Rafael Alberti en Buenos Aires se vendía en España sin problema en los años 40.)

Fernando Vizcaíno Casas (1926-2003), conocedor vocacional del mundillo cultural, fue acallando, artículo tras artículo de El Alcázar, las falsedades más habituales y ridículas en torno al páramo. Pero la batalla era desigual y el término hizo fortuna, impuesto sin rubor por un establishment mediático, académico y educativo entregado a la mendacidad.

Así que siguen siendo bienvenidas obras que contribuyan a deshacer el mito, aunque no sea ése su objetivo principal. Es el caso de dos libros publicados en Sevilla a lo largo de 2018 por sendos escritores pertenecientes a generaciones cronológica y conceptualmente distantes: Aquilino Duque y Juan Manuel de Prada. Respectivamente: Memoria, ficción y poesía (Universidad de Sevilla/CEU), brillantes páginas sobre literatura, y Los tesoros de la cripta (Renacimiento/Los Cuatro Vientos), brillantes páginas sobre cine.

Una constelación de obras maestras

Memoria, ficción y poesía puede entenderse como las memorias literarias de Aquilino Duque, y tiene su origen en un curso que impartió en la Universidad CEU San Pablo sobre la que denomina literatura “de trasguerra”. La atalaya de Duque es privilegiada, porque por razones personales y profesionales frecuentó tanto a los escritores del exilio (algunos de ellos, “escritores eximios” adheridos a “causas siniestras”) como a quienes no tuvieron razón o ánimo para acompañarles. Así que no se limita a analizar textos, sino a contar vivencias que ofrecen un perfil colorido y verosímil de una época que abarca tres décadas y momentos muy diversos.

¿Cómo puede hablarse de páramo si un Premio Nobel como Camilo José Cela escribió sus tres mejores novelas, “que nunca envejecerán”, en 1942 (La familia de Pascual Duarte), 1950 (La colmena) y 1963 (Viaje a la Alcarria)? ¿Cómo, si “uno de los mejores libros de prosa, si no el mejor, de la segunda mitad de siglo” es El bosque animado, de Wenceslao Fernández Florez, y data de 1943? Poetas como Dionisio Ridruejo, Luis Rosales y Leopoldo Panero “daban el tono superior de la vida cultural en la España de entonces”, unos años en los que, al otro lado del campo político, antifranquistas como Blas de Otero (Ángel fieramente humano, 1950) y Gabriel Celaya (Las cartas boca arriba, 1951) escribían “los libros de poesía más leídos y más influyentes de aquellos tiempos”. ¿Son propias de un páramo cultural hitos literarios por su fuerza innovadora como Nada (1945) de Carmen Laforet, La vida nueva de Pedrito de Andía (1951) de Rafael Sánchez Mazas o Bearn (1956) de Lorenzo Villalonga? ¿O plumas como las que brillaban en el periodismo español de entonces, de Eduardo Montes a César González-Ruano, pasando por Víctor de la Serna o Ismael Herráiz?

En 1959, el poeta comunista José Bergamín volvió a España del exilio y escribió una carta a la escritora María Zambrano, otra exiliada, contándole lo que vio: “Creo que en todo [España] ha ganado, aumentado ahora. En todo. Hasta en sus gentes. Es extraño el cambio que percibo en la realidad española, y no, ni mucho menos, para peor”.

La edad de oro del cine español

¿Y respecto al cine, la gran manifestación cultural del siglo XX? Juan Manuel de Prada, crítico cinematográfico de talla no inferior a la que evidencian sus columnas periodísticas y sus novelas, ha recogido en Los tesoros de la cripta un análisis de casi un centenar de películas de todos los orígenes, con la característica común de su singularidad –valga el oxímoron–. Esto es: filmes “inaccesibles” o “descatalogados”, subgéneros poco “prestigiados”, pero sobre todo las “reliquias más valiosas” de “cineastas recluidos en los desvanes de la incuria” y algunas “películas encumbradas” de “directores archiconocidos”.

En su selección, atractiva en sí, encontramos una “vindicación constante del cine español más anatemizado”, y entendemos a qué se refiere en cuanto llegamos a los años que maldice hoy la desmemoria histórica.

La primera película referenciada es un largometraje de propaganda frentepopulista, Aurora de esperanza (1937). Su director, Antonio Sau, aunque pasó dificultades tras la guerra, se reintegraría a la profesión y dirigiría en 1948 Alma baturra, y su protagonista, Félix de Pomés, fue un actor habitual al llegar la paz. Un doble ejemplo de la concordia real que fue viviendo poco a poco la sociedad española al alejarse temporalmente del conflicto. En Rojo y negro (1942), de Carlos Arévalo, se nos presenta “la figura de un comunista íntegro”, una muestra de esfuerzo reconciliador que contrasta con el maniqueísmo del cine guerracivilista de los últimos cuarenta años, el cual, al contrario, busca exacerbar viejos odios y suscitar odios nuevos.

Respecto de la calidad del cine durante los años de Franco, Prada destaca el “apasionante cine negro barcelonés de los años cincuenta” (“uno de los episodios más memorables de nuestro cine”). Lo hace al introducir a su pionero, Ignacio F. Iquino, aunque elogiando una de sus comedias, Boda accidentada (1943), que desprende “el perfume de la alta comedia hollywoodiense” como otros títulos de la primera mitad de los años cuarenta. La industria patria del Séptimo Arte buscaba, como en otros países, la evasión, a la que se consagraron productores animosos y directores de calidad. Dicha película, con su atmósfera “jubilosa, desprejuiciada y deliciosamente frívola… desmiente todos los tópicos mugrientos que circulan sobre el cine de la primerísima posguerra”.

¿Qué decir de Rafael Gil? Es “uno de los directores más dotados y geniales de nuestro cine”, con obras que “se cuentan entre las más granadas de nuestro cine”: “No creo que exista una filmografía tan abundante en títulos memorables como la de este fecundo galeote de la cámara”, afirma Prada, que cita títulos que son “sorpresas y motivos de admiración” como Huella de luz (1942), El clavo (1944), Una mujer cualquiera (1949), La guerra de Dios (1953), Camarote de lujo (1959) y aquella a la que dedica un artículo, El fantasma y doña Juanita (1945), “obra de un maestro en estado de gracia” que “incursionó en casi todos los géneros” y “en casi todos dio muestras de su genio”.

Al evocar Garbancito de la Mancha (1945), Prada recuerda que “España [fue] vanguardia del cine de animación allá en los años más crudos de la primera posguerra”. Dicha obra fue “el primer largometraje en color de dibujos animados jamás realizado en Europa”. Solo Walt Disney y Dave Fleisher se adelantaron a su director, Arturo Moreno, quien no alcanzó el “virtuosismo técnico” de sus rivales estadounidenses… porque tampoco “[dispuso] de sus medios”.

Prada –de quien espigamos estos juicios en un texto que solo tangencialmente se refiere a la cuestión– lamenta que se haya establecido una imagen sobre el cine del franquismo “como páramo donde solo se perpetraban bodrios de exaltación patriótica y comedietas de humor plebeyo”. Y cita como prueba varios títulos de Edgar Neville, a quien “cualquier país normalizado tendría encumbrado en los altares de la devoción constante”: La vida en un hilo (1945), La torre de los siete jorobados (1944), Domingo de Carnaval (1945), El crimen de la calle Bordadores (1946), El último caballo (1950), Mi calle (1960)…

No deben sorprender las fechas que vamos citando (correlativas, por otro lado, con las grandes obras literarias que cita Aquilino Duque), pues según Prada la década de los cincuenta “podemos calificar[la] como edad de oro del cine español”. Ahí están Condenados (1953) de Manuel Mur Oti, cuyos dramas entroncan “con los arquetipos más imperecederos de la literatura” o “la grandiosa El cebo (1958)” de Ladislao Vajda, un director cuya obra “desmiente que la cultura española de la época estuviese aislada de las corrientes europeas”. Lo demuestran su Marcelino Pan y Vino (1954), premiada en todo el mundo, o su Un ángel pasó por Brooklyn (1957). El cebo es “quizá la más suculenta y perturbadora intriga criminal del cine español” y constituye, junto con La torre de los siete jorobados, “una de las cimas de la cinematografía española”, afirma Prada.

Si avanzamos en el tiempo, tenemos otra “obra maestra de nuestro cine” en El mundo sigue (1963) de Fernando Fernán Gómez, y en 1968 Las Vegas 500 millones, de Antonio Isasi, “la mejor película de acción jamás rodada por un director español” (“película pluscuamperfecta”). Ese mismo año Joaquín Luis Romero Marchent firma El sabor de la venganza, y en 1964 Antes llega la muerte, dos spaghetti western, un género en el que un español fue pues pionero antes de los éxitos internacionales, que llegarían inmediatamente, de Sergio Leone.

La verdad concreta

¿Cómo puede pues hablarse de páramo cultural en un periodo donde encontramos esta sucesión de obras maestras literarias y cinematográficas, creaciones de una constelación de genios en plena actividad, en un contexto social que favorecía su aparición, y con una constatable influencia social? La pregunta es retórica, claro, pero tanto en Memoria, ficción y poesía de Aquilino Duque como en Los tesoros de la cripta de Juan Manuel de Prada encontrará quien la busque una respuesta nada retórica, sino muy concreta. Tan concreta como suele serlo la verdad.

 


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