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Eso no estaba en mi libro de Historia del Imperio español
Pedro Fernández Barbadillo
Editorial Almuzara
C. López Arias
Un libro de Historia solo puede ser reivindicativo si está basado en la verdad de los hechos. De otra forma, la reivindicación es pura propaganda y la «historia» se reduce a una construcción ideal, que puede ser incluso seductora, pero, como tantas seducciones, letal para el alma individual y aún peor para el alma colectiva.
El gran mérito de esta obra de Pedro Fernández Barbadillo es demostrar que el Imperio español es reivindicable, esto es, que cuanto se exalta es verdadero, bueno e incluso bello. Su inclusión en la colección Eso no estaba en mi libro… ya sugiere que lo que el lector va a encontrarse no tiene nada que ver con lo que el autor denomina «bullente masoquismo patrio», omnipresente en los ámbitos educativo, cultural y mediático.
Y así, afirma que España figura «entre la media docena de naciones imprescindibles para la historia de la humanidad». ¿Por qué? Primero, por la duración temporal de su Imperio, trescientos años que compiten ventajosamente con los setenta que duraron el británico o el soviético. En segundo lugar, por su doble naturaleza terrestre y marítima. Luego, por la peculiaridad de su organización, tan alejada del modelo colonial. Recogiendo las palabras de Gustavo Bueno, el autor subraya que España «se replicaba a sí misma donde se establecía», como hizo Roma, lo que la convierte en un Imperio «generador», tan diferente al estilo «depredador» de sus rivales europeos contemporáneos que dio lugar a un inmenso mestizaje y al alumbramiento de una cultura específica y autóctona que ha perdurado hasta hoy.
Para justificar esta perspectiva, Fernández Barbadillo nos ofrece veinticuatro estampas procedentes de esos tres siglos aportando asimismo las dos últimas sendos análisis sobre las causas de fin del Imperio y sobre lo que ha sobrevivido de él. Buenos mapas, elaborados por el profesor Javier Sáenz del Castillo, y algunas imágenes ayudan a comprender mejor las cosas.
Todo arranca, como es natural, en Cristóbal Colón, quien no era el único que creía en la esfericidad de la tierra, pero cuyos cálculos erróneos sobre su tamaño fueron el gran acicate para emprender y concluir el viaje. Y en otra gran aventura, que celebra ahora su quinto centenario, la circunnavegación del globo por Magallanes y Elcano con el patrocinio de la Corona de España. Durante la cual se vivió, por cierto ―y esto es accesorio al objeto del libro, pero interesante de conocer― un hecho similar al que permitió a Phileas Fogg ganar su apuesta en La vuelta al mundo en ochenta días. Se ve que Julio Verne había estudiado a fondo aquellas proezas hispánicas…
¿Qué debe América a España, y al revés? Barbadillo consagra a ambas cuestiones sus respectivos capítulos, y no duda en aseverar, con una pizca de humor, que «si hubiese manera de valorar todas las aportaciones dejadas por España (…) el saldo superaría en mucho al oro y la plata extraídos por el Imperio», que la leyenda negra considera una rapiña. No se trató solo de la religión, la lengua, las universidades («las salamancas», las denomina, para ensalzar su calidad académica, homologable a la europea, y su rápida extensión), la civilización, el sentimiento de unidad del continente… También algo que suele pasar más desapercibido: el desarrollo urbanístico. En 1573 ya hubo un Plan de Ordenamiento Urbano de las Indias, tan bien ejecutado que «las ciudades americanas (…) fueron mucho más cuidadas y hasta saludables que las de la España peninsular y el resto de Europa». Y, sin embargo, a aquéllas les faltaba algo que todas éstas tenían: las murallas, salvo en el caso de enclaves atacados por piratas o, en Chile, por los araucanos. El resto del territorio gozó de algo desconocido en el Viejo Continente: una paz y un desarrollo sostenidos.
Entre otras aportaciones universales destacadas en el libro, encontramos la propia moneda del Real de a Ocho, que llegó a ser la más deseada para las transacciones comerciales incluso para los enemigos de España: «La primera globalización hablaba español en el tintineo de las monedas», no en vano fue el sustento del primer gran sistema monetario y comercial que unificó los continentes conocidos. También resalta Barbadillo la «diplomacia inmaculista», algo que la miopía materialista no puede entender del todo: ¿qué hacía todo un Imperio empeñado en que se proclamase en todas partes, y sobre todo en la sede romana, la Purísima Concepción? ¿Por qué se comprometían tratados y alianzas a ese objetivo? Es uno más de los empeños españoles unificadores (católicos por antonomasia) que la Iglesia no siempre ha agradecido en proporción a los sacrificios que supuso.
La descripción de la bandera del Imperio en sus orígenes (fondo blanco con la Cruz de Borgoña), que felizmente está encontrando una nueva popularidad y que se enlaza en estas páginas con la historia de nuestra bandera actual en su etapa dieciochesca; el fallido asalto inglés a Santa Cruz de Tenerife, donde Nelson perdió el brazo y fue derrotado pese a su contundente superioridad (la «Gesta» del día de Santiago Apóstol de 1797); la colonización con familias canarias de la inmensa y vacía Texas para defenderla de apaches, comanches y franceses; o las aventuras maravillosas del galeón de Manila en sus trayectos de ida y vuelta entre Acapulco y Filipinas; la primera campaña mundial de vacunación, la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna de la Viruela, que se inició cuando la corbeta María Pita partió de La Coruña en 1803; son algunos de los relatos que encontramos, narrados con elegante estilo, abundancia de datos históricos conexos y finura en el criterio enjuiciador, en Eso no estaba en mi libro de Historia del Imperio español.
¿Cómo pudo hundirse tan deprisa una construcción tan notable, no solo política o militarmente (y logísticamente, algo que el autor recalca más de una vez), sino también desde el punto de vista científico? Aunque Fernández Barbadillo explica el error del seguidismo en la política exterior francesa y, por supuesto, el papel de Londres en la agitación de las independencias (cuyos protagonistas no salieron muy bien parados, tal como se comprueba en la sorprendente lista de desgracias y traiciones que sufrieron Simón Bolívar, Bernardo O’Higgins, José de San Martín y los demás «libertadores»), no esconde una realidad: se había instalado en las dos Españas, cis y transatlántica, «el vicio del mal gobierno», y «muchos ministros y cortesanos entraron al servicio del Estado pobres y murieron ricos, cuando en los siglos anteriores ocurría lo contrario». Entre otras causas, quedamos descolgamos de la Revolución Industrial, añade al prolongar su análisis al siglo XIX para conectar el final del Imperio con la indisimulable decadencia posterior.
Esto es casi el final, porque el último capítulo habla de lo que aún hoy queda en pie de aquella realidad imperial, y no es la menor la lengua: «Hoy, un español puede viajar por la mayor parte del antiguo Imperio usando un idioma casi idéntico al que empleaban Hernán Cortés, Andrés de Urdaneta o Jorge Juan». El mensaje trasladado es pues, positivo. Hemos hecho muchas cosas grandes en el pasado y había que contarlas. Algunas sonarán conocidas al lector culto, pero otras (y sobre todo los detalles que las acompañan) le resultarán tan maravillosamente nuevas que agradecerá verlas reunidas… y en disposición de combate.