Juan Ignacio Peñalba
Por senderos que la maleza oculta, de Knut Hamsun.
Nórdica Libros, Madrid, 2012, 160 págs.
Sobre los intelectuales que acabaron la Segunda Guerra Mundial en el bando derrotado, cayeron la ignominia y el olvido, que todavía sigue. Así les ocurrió al poeta Ezra Pound, a Charles Maurras y al movimiento de Acción Francesa, a Robert Brasillach y Luis Fernando Céline, a la revolución conservadora alemana, a los rumanos Vintila Horia y Mircea Eliade, a la cineasta alemana Leni Riefensthal…
Algunos de ellos apoyaron al Eje; otros eran una especie de cuarta vía entre los fascismos, el socialismo y la democracia liberal. En esta lista se incluye el noruego Knut Hamsun (1859-1952), premio Nobel de Literatura en 1920. En su época, fue uno de los novelistas más célebres del mundo, gracias a obras como Hambre y Pan. Repuestas la monarquía y la democracia parlamentaria en Noruega, comenzaron las persecuciones a los colaboradores con el ocupante.
A Hamsun también se le abrió proceso por traición. Su último libro, Por senderos que la maleza oculta, es el diario de tres años, entre el 26 de mayo de 1945 y el día de San Juan de 1948, y la prueba de que el auténtico escritor escribe aun sin esperanza de publicar.
Con el «caso Hamsun» llegaron a Noruega los prisioneros políticos, antes, como escribe él, limitados a las novelas rusas y la psiquiatría como medio para seleccionar a los ciudadanos aceptables. Después de su paso por clínicas psiquiátricas y reconocimientos médicos, Hamsun cayó en una depresión: «Salgo de una institución de salud, y estoy muy deprimido. Estaba sano cuando ingresé».
Una vida al final de su camino. Quizás esta imagen influyera en Hamsun al escoger el título. El autor alterna con estilo delicioso, sin caer en la melancolía ni la sensiblería, esos problemas cotidianos con la recopilación de recuerdos sobre personas y cosas vividas y perdidas hace décadas.
La última frase del libro es ésta: «Hoy el Tribunal Supremo ha dictado sentencia, y yo acabo mi escrito». Se le declaraba demente para librarle de la cárcel o la ejecución. Durante los años siguientes, no dejó de recibir el cariño de sus compatriotas con los que se cruzaba en las calles o los campos.