Qué dijeron los obispos cuando murió Franco

Carmelo López-Arias

 

 

Para muchos católicos resulta inexplicable la frialdad de los obispos españoles ante el intento gubernamental de profanar la tumba de Franco, como expresión última del mismo odio que ha llevado a arrancar de todo lugar cualquier símbolo que le recuerde. En aquellas ocasiones en las que los responsables episcopales defienden los dictados del sentido común y de la ley (a saber, que la decisión sobre sus restos corresponde a su familia), lo hacen siempre con patente incomodidad ante el personaje, evitando que cualquier observación sobre el proceso administrativo pueda entenderse como una valoración positiva sobre la víctima de la profanación. Como si la víctima de la profanación (víctima de una sostenida campaña de desprestigio desde el establishment político, académico, cultural y mediático fabricado en la Transición) debiese añadir al oprobio un pudoroso avergonzamiento general.

Con la publicación de La Iglesia reconoció a Franco, Producciones Armada sale al paso de esta actitud con un doble recordatorio. Primero, qué dijeron los obispos españoles en los últimos días de vida de Francisco Franco. Y segundo, qué dijeron sobre la guerra civil.

Nadie puede pensar que el 20 de noviembre de 1975 alguien se sintiese obligado a tributar un elogio a Franco, y menos que nadie un obispo. Fueron, pues, sinceros al ensalzarle:

-el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, arzobispo de Madrid: “Alguien a quien sinceramente queríamos y admirábamos”;

-el cardenal Narciso Jubany, arzobispo de Barcelona: “Somos testigos de las múltiples manifestaciones de los sentimientos religiosos del ilustre difunto. Hemos constatado su gran espíritu patriótico y hemos admirado su total dedicación al servicio de España”;

-el obispo de Bilbao, Antonio Añoveros: “Al recordar ahora la trayectoria de su vida, en permanente dedicación a sus ideales, con su arriesgada vocación militar al servicio de la Patria desde su juventud, con su entrega a las dificilísimas tareas de gobierno supremo en casi cuarenta años, nos hacemos más conscientes de la vocación particular y propia que tenemos los cristianos en la comunidad política”;

-el obispo de Cádiz-Ceuta, Antonio Dorado: “Dio testimonio de ejemplar vida familiar, de abnegado cumplimiento del deber, de dedicación y laboriosidad infatigables al servicio de la Patria, de arraigada religiosidad, de paciencia en el sufrimiento de sus enfermedades”;

-el entonces obispo de Córdoba (luego sería arzobispo de Pamplona), José María Cirarda: “Que Dios juzgue con bondad a su servidor y reciba toda su vida con sus virtudes hogareñas y con su entrega al trabajo”;

-el obispo de Málaga, Ramón Buxarrais: “Sus palabras de perdón e invitación a seguir el camino de una convivencia pacífica son todo un programa de acción para los que continuaremos tejiendo la historia”.

Son las que más pueden sorprender al lector por la trayectoria posterior de esos prelados. Pero el texto incluye también las más expresivas y calurosas del cardenal Marcelo González Martín, azobispo de Toledo; José María García Lahiguera, arzobispo de Valencia; Pedro Cantero, arzobispo de Zaragoza; o los obispos José Guerra Campos (Cuenca), Luis Franco Cascón (Tenerife), Demetrio Mansilla (Ciudad Rodrigo), Ángel Temiño (Orense)…

Podríamos resaltar la de monseñor García Lahiguera, en proceso de beatificación, quien sentencia: “Era un hombre de fe. Pero no de fe de relumbrón. Fe que basaba en obras… Hombre de fe, entregado a obras de caridad, a favor de todos, pues a todos amaba. Hombre de humildad”. Y destaca que siempre incluía a Dios en sus conversaciones.

Ésta es la parte principal de La Iglesia reconoció a Franco.

Además, Producciones Armada ha añadido al volumen la Carta Colectiva del episcopado español de 10 de julio de 1937, de la que entresacamos este juicio: “Ha aparecido tan claro, desde sus comienzos, que una de las partes beligerantes iba a la eliminación de la religión católica en España, que nosotros, obispos católicos, no podíamos inhibirnos sin dejar abandonados los intereses de Nuestro Señor Jesucristo”. Y así, “mientras en la España marxista se vive sin Dios, en las regiones indemnes o reconquistadas se celebra profusamente el culto divino y pululan y florecen nuevas manifestaciones de la vida cristiana”.

El libro recoge asimismo algunas opiniones sobre la guerra y sobre Franco de los Papas de su tiempo. Y recuerda que Pío XII le impuso el Gran Collar de la Orden Suprema de Cristo, nombrándole Caballero de la Milicia de Jesucristo, en atención a dos méritos: el “entusiasmo y colaboración” de las autoridades civiles para el Congreso Eucarístico Internacional de Barcelona en 1952, y la “adhesión la cátedra de San Pedro” de Franco en la firma en 1953 del Concordato entre la Santa Sede y España, que aquel Papa consideró siempre modélico.

Ése es el hombre sobre el que quiere perpetrarse la aberración suma de ultrajar sus restos. Son más comprensibles los odios que los silencios.

 

 


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