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Pedro Fernández Barbadillo
Libertad Digital
Las citas que reúne Jesús Laínz en La gran venganza deberían arrojar a la basura cientos de volúmenes producidos en las últimas décadas que pretenden presentar la Segunda República como “la primera democracia española” y la guerra civil como un enfrentamiento entre “demócratas y fascistas”
Desde Rodríguez Zapatero, la izquierda española pretende ser una campeona en la “ampliación de derechos y espacios de libertad” para los ciudadanos. ¡Y bien que lo ha cumplido! Así, por tomarte unas cañas o una paella con la familia en una terraza ya eres un enemigo del pueblo, un asesino de abuelos y un saboteador de la sanidad pública.
Y cuando en unos meses el PSOE, Podemos, el PCE, ERC, el PNV y Bildu aprueben la ley de memoria democrática, la posesión del último libro de Jesús Laínz podrá convertirle a uno en reo de cárcel.
Desde que leí sus primeros libros sobre los nacionalismos vasco y catalán, rebosantes de referencias a panfletos y hojas escritas por los más aventados seguidores de Sabino Arana y Enrique Prat de la Riba, cada vez que escucho la expresión “ratón de biblioteca” pienso en Laínz.
En títulos como Adiós, España, La nación falsificada o El privilegio catalán, había arremetido contra esos separatismos demostrando sus mentiras, su odio y su racismo. Ésta es todavía una polémica admisible en el debate público español. A fin de cuentas, sólo defienden a los etarras y la banda del 3% los izquierdistas más antiespañoles (que por desgracia existen). Sin embargo, con el recién publicado La gran venganza, Laínz ha penetrado en un campo de minas, batido por ametralladoras y artillería.
Nuestro amigo santanderino, uno de los mejores columnistas de Libertad Digital, no se limita a desmenuzar la memoria histórica ni a desplegar esos trapos sucios de la izquierda que estaban bien guardados desde la Transición, a la manera de los hijos ilegítimos o díscolos en una rancia familia, hasta que el PSOE decidió imponer a los españoles su versión oficial de la historia y entonces muchos nos levantamos: el genocidio de Paracuellos, el robo de las riquezas del Banco de España y de miles de particulares, el hábito golpista de los socialistas… Laínz señala que la finalidad de las memorias inventadas, primero la histórica y, cuando la sociedad esté macerada, la democrática, apunta a la deslegitimación de la Monarquía y el régimen constitucional, como queda expresado en el subtítulo: De la memoria histórica al derribo de la Monarquía. Pero todo lo anterior tampoco forma la parte esencial de La gran venganza ni su (futuro) ilícito penal.
A un sector considerable de la izquierda, la lista de asesinatos, de matanzas, de robos y de destrucción de templos no le conmueve en absoluto, porque piensa que los católicos, los derechistas, los curas, las monjas, los marqueses y demás tribu se lo merecían, por carcas y por oponerse al avance de los tiempos. No se puede hacer una tortilla sin romper unos cuantos huevos. Pero que los miembros de la clase moralmente superior se encuentren de frente con una veintena de intelectuales, varios de ellos de probada hoja de servicios republicanos y democráticos, que abjuran de la República y aplauden a Franco, puede provocarles primero un shock de incredulidad y luego una reacción de ira. Quizás, ya que para Dios no hay imposibles, hasta una conversión.
Las 150 páginas que forman el capítulo “Republicanos contra la República” constituyen lo más escandaloso del libro. José Ortega y Gasset, que llamó a destruir la Monarquía; Gregorio Marañón, en cuya casa el conde de Romanones recibió el ultimátum dado por los republicanos al rey el 14 de abril; Miguel de Unamuno, que fue nombrado ciudadano de honor de la República; Clara Campoamor, que defendió el voto para la mujer… De ellos y de muchos más escritores, artistas y pensadores que hemos estudiado en el colegio Laínz aporta testimonios, primero, de desencanto con la República y, después, de miedo ante la amenaza marxista, de adhesión al alzamiento de julio de 1936 y de entusiasmo con las victorias del bando dirigido por el general Franco.
Hasta Francesc Cambó animó a sus correligionarios a colaborar en la victoria rebelde: “Tiene que haber vencedores y vencidos, y todos debemos desear que venzan los militares a pesar de las molestias que nos puedan causar”. Y dio ejemplo pagando con su inmensa fortuna un aparato de propaganda en Europa y un servicio de espionaje en Francia.
Las citas que reúne Jesús Laínz en este libro de 350 páginas deberían arrojar a la basura cientos de volúmenes producidos en las últimas décadas que pretenden presentar la Segunda República como “la primera democracia española” y la guerra civil como un enfrentamiento entre “demócratas y fascistas”, de la misma manera que habrían debido hacerlo la obra de Pío Moa y el 1936: Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular de Villa y Álvarez Tardío. Lamentablemente no ocurrirá así porque hay demasiados intereses creados, tanto en la política y el periodismo como en la universidad y el cine. Pero los lectores de La gran venganza ya disponen de material para ganar las repetitivas discusiones sobre la guerra civil con el cuñado progre o la becaria con aro en la nariz y pulsera tricolor.
Entre los muchos textos que reproduce el autor, recojo uno de Ramón Menéndez Pidal, escrito en 1940. Si bien reconoce que al volver a España “tenía alguna esperanza, aunque no mucha, de hallar en ella una atmósfera próxima a descargarse de los rencores que toda guerra civil deja tras de sí”, que se frustró enseguida, añadía que confiaba en que vendrían “tiempos sin odios en que nuestra España pueda ser una en los espíritus y grande en el esfuerzo”. Incluyamos como una de las obras exclusivas del PSOE y de ese PCE dibujado ahora en morado habernos hecho retroceder a los españoles a 1940. Las generaciones de la paz y la democracia nunca lo olvidaremos.