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Carmelo López-Arias
En 1937, el vespertino tinerfeño La Tarde publicó una serie de crónicas sobre la gestación del Movimiento Nacional en Tenerife, donde el general Francisco Franco era comandante general de Canarias. El gobierno, sabedor de su prestigio, había querido alejarle de la península para robarle capacidad de maniobra. Muy al contrario, eso le permitió autonomía suficiente para, llegado el momento del Alzamiento, ponerse al mando del Ejército de África en un movimiento decisivo para el resultado de la guerra.
Estas crónicas recogen lo sucedido desde su llegada el 12 de marzo de 1936 hasta su vuelo a Gran Canaria el 16 de julio para desplazarse en el Dragon Rapide a Tetuán, con escala en Casablanca. Han sido recogidas en un volumen por Producciones Armada bajo el título Albores de la gesta española, una reedición de un libro ya inencontrable y de incomparable valor.
Es una obra importante por su proximidad a los hechos y por la variedad de fuentes, y por estar escritas en un momento en el que Franco era visto sobre todo como un jefe militar –con un destino, eso sí, providencial– y no como un gobernante: no llevaba ni un año al frente del Estado. Además, los principales testimonios provienen de compañeros suyos de armas: en cuanto tales, acostumbrados a contar las cosas escuetamente y sin más adornos que alguna muestra de entusiasmo que en poco afecta a los hechos.
De ahí que esta obra sirva para, por un lado, concebir un ajustado retrato del personaje y, por otro, responder desde la frescura de su inmediatez a falacias y mentiras posteriores que ahora se resucitan al calor de un antifranquismo de opereta.
La primera conclusión es que Franco suscitaba una admiración que iba más allá de su condición de héroe de guerra. Tras el pucherazo frentepopulista de febrero de 1936 (irrebatible desde la publicación en 2017 de 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, de Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa) y la acelerada sovietización de España, todo el mundo sabía que algo iba a pasar, y que lo que él hiciera sería un elemento decisivo para el futuro. Eso le otorgaba un aura especial, y fue muy bien acogido en la sociedad tinerfeña.
“No era enemigo del régimen democrático. Lo aceptó y colaboró lealmente buscando solución a los problemas públicos que afectaban a su disciplina profesional”, leemos. No era la política lo que le atraía, sino “su constante preocupación por los más vastos y complejos asuntos de vida interna y de relación de España”. De ahí la muestra extrema de lealtad que supone su carta del 23 de junio al presidente del Gobierno, Santiago Casares Quiroga, y el hecho de que solo el asesinato de José Calvo Sotelo le decidiese a unirse a la sublevación que se preparaba. Una noticia que escuchó “sin inmutarse… Sabía escuchar, cualidad poco común en las personas acostumbradas al mando”.
El coronel Teódulo González Peral recuerda cuál era el ambiente en torno a Franco: “Todos rivalizamos en congregarnos al lado del que ya presumíamos sería el caudillo elegido para salvar a España del inminente peligro que la amenazaba”. Eso explica la célebre comida que le brindó en el monte de La Esperanza toda la guarnición tinerfeña a mediados de junio, excepción a la norma que él se había marcado de “evitar durante su permanencia en Santa Cruz toda clase de homenaje, honores o halagos”.
Ese aprecio y ese aura movilizaron a sus subordinados de tal manera que organizaron, sin él saberlo, un servicio de seguridad permanente ante las informaciones que facilitaba la Guardia Civil de que en círculos comunistas y anarquistas se había acordado su asesinato. Se montó una guardia exclusivamente formada por oficiales de la comandancia, de la que todos quisieron formar parte, “incluso algunos dudosos por sus ideas” pero dispuestos a “defender la vida de un hombre por el que sentían verdadera veneración”. “El general ignoraba todo esto”, explica González Peral, “pues dado su carácter no hubiese admitido que se montase una vigilancia especial en torno a su persona”.
Y, efectivamente, hubo un intento de asalto a la comandancia por parte de tres personas que intentaron acceder a las habitaciones de Franco. Un chivatazo permitió a la guardia estarles esperando y dispersarles sin dificultad, no sin un intercambio de disparos.
Además de este retrato del Caudillo, Albores de la gesta española incluye joyas como la narración, por parte del piloto norteamericano Cecil Bebb, de cómo se gestó su contratación para el vuelo del Dragon Rapide, y cómo se llevó a cabo el misterioso traslado de ese personaje para él desconocido. Como en la mejor novela de espías, asistimos a citas clandestinas en la catedral, con identificación mediante fragmentos complementarios de cartas de la baraja, o a escenas como la Franco tirando toda su ropa por la puerta del aparato para disfrazarse de moro… El aterrizaje en el Protectorado fue apoteósico: “Franco se levantó en la carlinga con la mano en alto. Los soldados reconocieron a su antiguo jefe y se entregaron a un delirante entusiasmo. El general, sacado en hombros por brazos vigorosos, llevando en triunfo, se me escapaba…”
Asimismo se describen con sencillez los graves momentos de la separación de Franco de su esposa e hija hacia sendos destinos inciertos: Marruecos uno, Francia las otras. Ni siquiera pudieron despedirse en el momento clave que iba a dilucidar, aparte del destino de España, sus propios destinos personales.
Y, antes de eso, los testigos explican con naturalidad –lejos estaban de sospecharse las mentiras aún ahora aireadas– la muerte accidental el 16 de julio, al manejar un arma, del general Amado Balmes, comandante militar de Las Palmas, que estaba “totalmente identificado con Franco”. De hecho, él mismo sospechó de un posible atentado y ordenó desde Tenerife recabar toda la información posible. Así pudo saberse que el general Balmes entró aún con vida en la Casa de Socorro donde fue atendido, “lamentándose en los últimos momentos de su mala suerte al probar las ‘malditas pistolas’, según frase suya”.
Una última anécdota de las muchas que pueden espigarse de este texto. En el amanecer del 18 de julio, en Madrid estaban desesperados por saber dónde estaba Franco. El subsecretario del Ministerio de la Guerra telefoneó a la comandancia general para hablar con él. El coronel González Peral daba largas para no comprometer la situación. Al final, el subsecretario preguntó: “¿Con cuántos leales contamos ahí?”. La respuesta fue clara: “¡Aquí todos somos leales, mi general!”. ¿Cómo entonces se había declarado el estado de guerra? Y ahí ya no pudo ocultar la realidad: “¡Es que todos somos leales al general Franco!”
Que es la información más valiosa que ofrece Albores de la gesta española al lector de hoy: el retrato de cómo era visto Franco cuando nadie podía esperar de él prebenda alguna ni había más garantía de la victoria que el hecho de tenerle a él al mando.