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Admiro en Pío Moa la ruptura de una etapa anterior que no sólo le sirvió para realizar una parte de su proyecto en acciones concretas, sino para adiestrarse en la vorágine de la historia que representaba y tener el atrevimiento de mirar a lo lejos para contemplar cómo una luz en principio debilitada le abrió paso a unos espacios más luminosos y clarificadores. Que Pío Moa procediera de un radicalismo político exacerbado en esa primera etapa da todavía más valor a una serena conversión, a juicios y valores que tenían necesariamente que tener un lugar preferente en el mundo. Serenamente, con el alma templada, sin mirar intereses propios sino oteando en el horizonte que le había abierto su corazón, Pío hace un diagnóstico de situaciones como muy pocos de los que hoy se llaman historiadores españoles. Resulta muy complejo y muy difícil abrirse paso con una espléndida verdad entre el tejido rencoroso que aprisiona hoy a una gran parte de la vida española. Con el alma limpia, mirando hacia el porvenir, denunciando injusticias, poniendo de manifiesto hechos que se han manifestado como estafas para captar y aprisionar a una gran parte de la juventud de nuestro mundo, al hombre al que estoy aludiendo no le han importado ni los improperios ni los insultos ni las amenazas de aquellos de los que no pueden perdonarle la denuncia de las estafas a las que claramente han estado sometidos.
Pío Moa tiene una imagen de España robusta y consolidada. Realiza un severo análisis de lo que ha sido nuestro reciente pasado, se conduele de las injusticias a que hemos estado sometidos por un frente mediático, diabólico, con fuerza penetrante y con poder casi infinito.
Pío Moa es un atrevido. Alguien puede preguntarse si puede haber valor en el atrevimiento. Yo lo confirmo plenamente. Hay muy pocas voces que sepan expresarse con la claridad conceptual, con la valentía y con la convicción con la que lo hace este autor veraz de nuestro tiempo, que además es testigo y no renuncia a lo que sus ojos han contemplado. No hay nada más perverso en este mundo que un testigo comprado, un testigo que abomina de la verdad y que, sin embargo, presume de conocer lo desconocido. He tenido en mis manos el libro de Pío sobre la Historia de España. De él se deducen muchas cosas, se aclaran muchas mentiras, se renuncia a toda clase de triunfalismo y gotean las lágrimas de su amargura sobre las páginas ya amarillentas de la historia que contempla. ¿Podremos caer –se pregunta el autor– en los mismos errores que han bandeado la superficie de nuestra tierra, arrasado sus campos, convirtiendo en cadáveres personalidades activas, creando milicias del mal, cuando la verdad es que había que haber ajustado la vida española a modos de integración y en ocasiones de misericordia?
Yo me atrevo a escribir este artículo –repito– desde mi soledad. A este estado de ánimo acuden a veces con vertiginosa energía los recuerdos que han formado parte de nuestra vida. En ocasiones golpean las dudas el frontal de nuestro corazón. En ocasiones estas incertidumbres se desvanecen y triunfan aquellos pensamientos sólidos que dieron fuerza y motivo a nuestra existencia moral. Frente a la desesperanza general que sacude hoy a nuestra sociedad, yo apuesto por la esperanza y contemplo cómo un hombre solo, sin apoyos, sin sociedades adineradas que le acompañen, sin protecciones de poderosos pueda estar tejiendo día a día la verdad de la historia de nuestra nación. Valen muy poco los juicios que yo pudiera expresar en este artículo, puesto que soy ya un referente lejano de un país que conoció, o al menos se aproximó, a la claridad de la justicia y de la razón. No pienso congraciarme con él, quiero simplemente defender su obra, su claridad, su serenidad, su temple. No hay en la literatura que él refiere hechos importantes o lagunas que enturbien o arrasen el conjunto de lo que analiza dando fe de ello. Hay, por el contrario, una apasionada exaltación, sencilla y sin ampulosidades, de verdades que se han ocultado o han quedado maniatadas por el sectarismo o por el odio. Yo le he seguido en alguna de sus conferencias y mientras algunos al final le increpaban, le he visto tranquilo sin que se alterara un solo músculo de su rostro, sin evidencia de crispación alguna. Le he contemplado con alegría, tranquilo y sonriente como si una verdad metafísica atravesara su alma y le llevara la sangre a su corazón. Soy, lo repito ya, tan sólo un octogenario que conserva una parte de fe y quisiera que este artículo terminara con una frase del poeta: “Ayer se fue, mañana no ha llegado;/ hoy se está yendo sin parar un punto:/ soy un fue, y un será, y un es cansado”.
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