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Una monarquía de todos, por Jaime Alonso
Jaime Alonso
Debió seguir el consejo paterno, un monarca no debe escribir sus memorias, no sólo por las razones que le adujo, sino también porque explicita una ausencia de realismo preocupante, un rigor intelectual limitado, un autoengaño interesado y vicios persistentes de cínica egolatría. Cuando nadie te impone tan alta magistratura y la dinastía admite saltos parentales, el derecho a quejarse no existe; y el deber de responsabilizarse ante el pueblo y la historia, sí. Quién ejerce la jefatura del Estado, sea este absolutista o constitucional, asume el legado histórico de preservar el sustantivo, la Nación, fundamento de la existencia de la Corona; símbolo de su unidad y permanencia; garantía de integración y progreso de los españoles.
Me lleva a censurar, doblemente, el título del libro y su contenido, al no encontrarme entre los fervientes monárquicos, ni siquiera porque lo quiso Franco, como lo aceptó la generación de mí padre; y sí postular que cualquier república, en vista de los antecedentes, es la peor alternativa que podría darse en la coyuntura actual.
¿Qué monarquicano, adulador o enemigo, le ha sugerido tal título: ¿Reconciliación? Bajo semejante epígrafe le exigirán que comience por reconciliarse con su conciencia, con la verdad y con la historia. Su reinado fue todo menos reconciliador; excesivo en la acumulación de poder heredado; inaudito el entreguismo oportunista a los errores del pasado; ayuno de continuidad perfectiva; y degradador, desde su inicio, de la actual partitocracia rupturista. El pueblo español y la historia, a medida que le vaya despojando de las palabras huecas: consenso, reconciliación, progreso, democracia; vestirá la desnudez de su reinado con los oropeles de la indignidad.
Ayudo, con este artículo, al examen de conciencia, tal vez de contrición y, sin mayor penitencia que la actual existencia. Verdad y conciencia van unidas cuando los hechos se concretan en un sujeto. Por ello, la verdad de su conciencia le recordará cuando se instaura la Monarquía en su persona, no se restaura en su padre; e incluso cuando juró, hasta tres veces, dos en la Cortes Españolas, en nombre de Dios, ante un crucifijo y sobre los Santos Evangelios: “lealtad a su Excelencia el jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino”. Mantendrá en su conciencia la obligación de tal juramento, después de que la solemne voz del presidente de las Cortes (Alejandro Rodríguez de Valcárcel), sonara grave en el hemiciclo: “Sí así lo hiciereis, que Dios os lo premie, y si no, os lo demande”. Premonitorio aserto de que nuestros actos pueden tener consecuencias, aún en vida.
El discurso que su excelencia leyó, ese día, ante las Cortes Españolas, pasará a la historia de la fidelidad y coherencia que todo buen gobernante debe tener de su pasado. Afirmó: “quiero expresar, en primer lugar, que recibo de su excelencia el jefe del Estado y generalísimo Franco, la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936, en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos, tristes pero necesarios, para que nuestra patria encauzase de nuevo su destino… ¿Todo ello fue borrado para reconciliar a los españoles en la mentira?; pues como legatario permitió que la obra y memoria del régimen del que trae causa fuera sistemáticamente perseguido, hasta la proscripción; sancionando, con su firma, una Ley de Memoria Histórica aberrante, por falsaria y divisoria. ¿Es ello exponente de la reconciliación traida?
Leído el libro, calificable de distópico, pienso que no hemos vivido en idéntica realidad histórica de tiempo y lugar. Deberé acudir a los saharauis sobrevivientes de las antiguas provincias españolas a preguntarles sobre las razones por las que no son una nación soberana y fueron ninguneados por Naciones Unidas. De igual modo, me resultará más fácil acudir a las grabaciones de una de sus amantes, si precisara información sobre el 23-F, que esperar la verdad liberadora. Todo rezuma un reinado de espejismos, coronado bajo el palio de una inmunidad e impunidad auto buscada con los actores del Sistema del 78, partidos políticos, del que se dijo, era el motor.
Aunque nada diga, fue educado por Franco, con los mejores instructores en la cultura del esfuerzo, ante la responsabilidad que asumiría como herencia; razón por la cual los españoles, de entonces y de ahora, no admitan que, suprimiendo la ejemplaridad del esfuerzo heredado, pretenda atribuirse el éxito. De ahí que la herencia recibida por su hijo sea un castigo, no una bendición, y su sola presencia cause tanto malestar. Su conducta acarrea la tristeza de ser aceptado sólo por personas políticamente correctas, de moral disipada, culturalmente utilitaristas y de suprema cobardía. Nadie, en definitiva, de los hombres y mujeres que, hoy, necesita España para enfrentar la actual crisis sistémica a la que nos han llevado, tanto el motor de cambio, como los arribistas que conformaron la posterior carrocería del estado y se subieron al último Peugeot.
Sólo reconcilió a los partidos, germen histórico de nuestra decadencia, a los que entregó las llaves de un Estado sin freno, con una constitución inaplicada y divisiva; sin contrapesos al poder, dejó a la sociedad civil a merced de la tiranía parlamentaria y el saqueo del contribuyente. No fue destronado como Isabel II y por las mismas razones, líos de faldas y económicos, porque la corrupción era sistémica, asumida por la clase política en su totalidad, la justicia y los medios de comunicación. Por ello ningún español relevante escribe “el error Juan Carlos”, en sustantivo del singular, en una Tercera de ABC: ¡españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!
Creo firmemente, el oportuno libro de Jesús Palacios/Stanley Payne en la Construcción de un Rey, así lo acredita, que la Ley para la Reforma Política, formula empleada para intentar relevar de sus juramentos a Juan Carlos I, y origen del cambio político rupturista, fue una exigencia de quienes mecieron la cuna de la actual partitocracia, que no democracia; potencias extranjeras deseosas de interrumpir la soberanía nacional que disfrutábamos desde 1945 y, con ella, la independencia y el desarrollo económico.
Lo que señala en el libro que nos devolvió, nos lo habían arrebatado precisamente los partidos políticos que ahora volvían con aire renovado y gritando, libertad, libertad, sin ira, libertad…Ni fue una exigencia popular, ni tenía otro fundamento que el papanatismo de la homologación con Europa. El resultado, cincuenta años después, lo tenemos en las mismas disyuntivas de los periodos precedentes de nuestra historia en los siglos XIX y parte del XX. Destrucción del tejido productivo y ampliación de la burocracia clientelar hasta extremos inasumibles; politización e instrumentalización de la justicia; toma de todas las instituciones del estado hasta impedir la alternancia y los contrapesos de poder; endeudamiento y descapitalización del país; un sistema parlamentario y autonómico que arruina y dificulta la gobernación de España; una desvertebración de la nación que amenaza su futuro y un empobrecimiento generalizado con un sistema impositivo confiscatorio.
¡Ese es su legado Majestad!, no precisamente para presumir, aunque la responsabilidad sea compartida con una clase política a su altura, o, aún peor. Suerte tendrá si la historia no le equipara a Fernando VII, y cualquier día no le sale un Sánchez Guerra en el parlamento para certificar, en virtud de la Ley de Memoria Democrática, “no más atormentar mi alma, del sol que apagar se puede, ni más servir a señores que en villanos se convierten: son herederos de Franco”. Y Luis María Ansón, el último monarquicano e instigador de “una monarquía de todos”, dirá solemne: “Si la Monarquía se convierte en un problema, y deja de ser una solución, no tiene razón de permanecer”. ¡Vae Victis!
