Pío Moa
Y ya que nos centramos en el caso especial de España, haremos una breve exposición sobre el régimen franquista, que se definió como “democracia orgánica”. En ella los votos no iban a los partidos, tildados de montajes “artificiales”, sino que se ejercía a través de los organismos “naturales” como la familia (donde se nace), el municipio (donde se vive) o el sindicato (donde se trabaja), o las corporaciones profesionales y culturales. El sindicato vertical agrupaba a obreros y empresarios, y en los municipios se elegían los concejales, pero el alcalde, sin sueldo, era designado desde el gobierno.
La institución superior de las Cortes, con 556 “procuradores” sin sueldo, se componía de representantes de los tres “tercios”; sindicatos, municipios y familias (este, desde 1967), más presidentes de los consejos supremos de Justicia y Economía, rectores de universidad, representantes de las Reales Academias y del CSIC, de colegios de abogados, médicos e ingenieros, arquitectos, agentes de Bolsa, científicos, etc., más personas distinguidas en los ámbitos militar, eclesiástico o administrativo y “los cuarenta de Ayete” designados directamente por Franco. Como puede observarse, se trataba de combinar la elección desde abajo con la presencia de personas a las que, por sus tareas culturales o administrativas, se les atribuía una visión más amplia de los intereses generales. El principio electivo, que podía dar el poder a oligarquías demagógicas, se contrapesaba con lo que podía llamarse una “oligarquía natural” meritocrática, menos dada, se esperaba, a veleidades populacheras.
En teoría, el voto orgánico, al ejercerse en ámbitos conocidos por las personas, por estar integradas en ellos, tenía ventajas sobre el voto inorgánico demoliberal, ejercido por masas anónimas de individuos aislados que eligen a personas y aparatos de poder de los que saben muy poco y a menudo erróneo. Hannah Arendt, en su estudio sobre el totalitarismo, achaca a la democracia liberal la producción de individuos desarraigados a partir de la propia concepción de los Derechos del Hombre, fundados supuestamente en la misma naturaleza humana. Con ellos, el individuo quedaba único dueño de sí mismo y árbitro de su conducta frente a la religión, la historia y la costumbre, contrarias supuestamente a “la naturaleza”. Pero esos derechos serían abstractos y sin garantía real, pues el estado, que debe asegurarlos, tiende también a vulnerarlos. Además, los individuos quedan así atomizados y aislados, manipulables y por ello propensos a seguir a demagogos fuertes y seguros que prometen paraísos totalitarios. Ortega, en La rebelión de las masas, hace una fuerte crítica del mismo tipo de individuo, el “hombre masa” “vaciado de su propia historia”, “falto de un “dentro”, de intimidad y vida personal”, que “tiene solo apetitos, cree que tiene solo derechos y no cree que tiene obligaciones” y víctima probable de cualquier demagogia.
Contra una opinión corriente, la idea de democracia orgánica tiene carácter más bien izquierdista. En España parte de la Institución Libre de Enseñanza, inspirada en el filósofo alemán Karl Krause; uno de sus promotores fue el intelectual socialista Fernando de los Ríos, miembro de la ILE. Teorizador destacado fue también Salvador de Madariaga, que en su obra Anarquía o jerarquía, quiere salvar el liberalismo a costa de la democracia. Según él, el sufragio universal movilizaba a masas ignorantes de la política y en el fondo desinteresadas de ella, lo que las inclinaba a seguir a dictadores. Votaban, además a pequeñas listas de personas seleccionadas secretamente por la “gente parcial e irresponsable” de los partidos: “Todos sabemos a qué descrédito ha llevado este sistema a los Parlamentos”. Por ello proponía limitar el voto a quienes demostrasen interés político, por ejemplo mediante “servicio voluntario a alguna institución pública de enseñanza o de beneficencia”. Sin embargo su voto sería solo municipal. Luego, los concejales elegirían a los diputados regionales, estos al Parlamento y este, en fin, al gobierno, con lo cual se impondría una jerarquía de los mejores o más expertos. Habría además un Consejo Económico Nacional. A su juicio, “El modo de regir un país para su máximo rendimiento en orden, salud física y mental y prosperidad se va haciendo cada vez materia menos opinable y más cognoscible por el estudio y la reflexión”, una idea que recogerá Fernández de la Mora y conducente a alguna forma de tecnocracia. Ya hemos visto también que comunistas y nazis partían de concepciones no alejadas en la forma, aunque sí en el contenido: con ellos la política pasaba a convertirse en ciencia, que eliminaba cualquier oposición o división de opiniones. Aunque conocemos los frutos de tales concepciones, el problema teórico del contraste entre la minoría más o menos sapiente y la masa más o menos ignorante, es real y permanente.
La democracia orgánica tiene sin embargo varias dificultades, porque el poder queda dividido en dos estratos, uno limitado al nivel sindical y municipal, que difícilmente puede tratar los intereses generales de la nación, y otro superior para el conjunto nacional, que en realidad queda autónomo y de casi imposible control para los ciudadanos. Por otra parte no impide conflictos internos a todos los niveles, como observaba el sociólogo J. J. Linz.
Este tipo de democracia permitiría en principio una mayor efectividad en cuanto a logros prácticos para la sociedad, evitando las querellas y obstrucciones de partido, pero al mismo tiempo, y por ello mismo, debería restringir, incluso drásticamente, las libertades políticas, a fin de impedir las oposiciones juzgadas perturbadoras. Finalmente la oligarquía o élite más especializada en la política sería la que decidiera qué corporaciones tendrían derecho a representación, sobre todo cuando intentasen crearse algunas nuevas de acuerdo con la evolución espontánea de la sociedad.
La democracia orgánica franquista, pues, aspiraba a armonizar las dos fuerzas: la de la masa mayormente ignorante, excepto de sus intereses más particulares (municipales, familiares o sindicales), pero afectada por el poder y con algo que decir sobre él; y la minoría mucho más experta y con más amplia visión, pero inclinada a la demagogia por la necesidad de ganar los votos de los insipientes. El problema es real y nunca resuelto del todo en ningún sistema.
Definiendo la esencia de la democracia como consentimiento popular, es obvio que el franquismo dispuso de un consentimiento muy mayoritario hasta el final, pero es más dudoso que el mismo brotara a través de la democracia orgánica. Probablemente había tres fuentes de tal consentimiento: el prestigio y la adhesión a Franco (la misma oposición le mostraba un respeto supersticioso, dando por sentado que nunca conseguiría derrocarle ni cambiar nada esencial mientras viviera); la sensación de que el régimen representaba efectivamente la unidad nacional frente a injerencias externas o presiones balcanizantes; y el hecho real de la reconstrucción del país en su primera etapa y el extraordinario desarrollo económico en la segunda. Había un elemento más, negativo: el recuerdo de la república y el Frente Popular, disuasorio para la gran mayoría. Porque los mecanismos prácticos de democracia orgánica nunca despertaron demasiado interés en la población.