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Franco o Don Juan: El dilema hamletiano del Príncipe Juan Carlos, por Miguel Espinosa García de Oteyza
Miguel Espinosa García de Oteyza
Escritor

Un soleado día de primavera, poco después del nacimiento del infante Felipe, mis padres almorzaron con Don Juan Carlos y Doña Sofía en el Club de Golf La Herrería, a los pies de la carretera de Robledo de Chavela.
Fue allí, al aire libre, custodiados por dos escoltas, en medio del silencio apenas roto por el gorjeo de los gorriones de ese exuberante vergel desde donde se divisa una frondosa arboleda y al fondo el majestuoso monasterio de El Escorial, en cuyo panteón reposan los restos mortales de tantos Reyes de España, donde mi madre le preguntó a Doña Sofía con toda naturalidad por su ‘chiquitín’.
Tras dar un respingo, la joven Princesa arqueó una ceja y con la copa de Vichy Catalán suspendida a la altura de los labios, contestó:
– ¿Se refiere al infante?
– Sí- fue su lacónica respuesta.
– Estupendamente. Gracias.
La conversación continuó fluyendo como si nada aunque mi madre comprendió no solo que había metido la pata hasta el corvejón sino algo mucho más importante: Doña Sofía tenía la firme voluntad de reinar y para ello era necesario ir haciéndose respetar.
Oficio no le faltaba.
Es hija y nieta de Reyes y su linaje se entrelaza con la mayoría de las casas reales del Viejo Continente.
Además del nacimiento de su hijo, otro acontecimiento -de signo diverso- había marcado recientemente su biografía: el incierto panorama de su hermano Constantino, Rey de Grecia, que tras el Golpe de los Coroneles liderados por Georgios Papadapoulos, se había visto obligado a exiliarse en España y desalojar el Palacio Tatoi donde transcurrió la niñez de los dos y en cuya memoria permanecía viva la imagen de los ciervos trotando entre los riscos y el perfume de los eucaliptos.
No hacía falta ser muy perspicaz para saber que Franco no designaría jamás heredero al Conde de Barcelona y si los Príncipes pretendían reinar algún día indefectiblemente tendrían que pagar un oneroso precio: la ruptura con Don Juan.
Pero parecían dispuestos a ello…
En 1969, Franco ya había cumplido 76 años y presentaba cada vez más síntomas de vejez.
Los tecnócratas apremiaban al Caudillo para que dejara cuanto antes resuelta la acuciante cuestión sucesoria.
Sin embargo, los disturbios y algaradas que se habían producido a principios de año en el País Vasco obligaron a decretar el estado de excepción.
En el Consejo de Ministros del 21 de marzo, ante la inminencia del trigésimo aniversario de la Victoria -el 1 de abril-, por fin, se levantó.
Se acercaba la hora de la verdad.
Y Franco lo hizo a su manera: lanzando una flecha al aire con la certeza de que daría en la diana.
A principios del mes de julio, durante una audiencia en El Pardo, Franco le confió al entonces alcalde de Jerez -y sobrino de José Antonio-, Miguel Primo de Rivera, su decisión de designar en breve a Don Juan Carlos sucesor a título de Rey, rogándole, eso sí, la máxima discreción pero persuadido de que se lo filtraría al Príncipe del que era íntimo amigo.
Y así sucedió.
Aunque mucho antes de lo previsto.
Nada más salir de El Pardo aquella calurosa mañana de verano en su vehículo, Miguel Primo de Rivera pisó con fuerza el acelerador, miró una y otra vez por el espejo retrovisor para cerciorarse de nadie le seguía y, tras dar un volantazo, embocó el camino que le conducía a la Zarzuela donde encontró al Príncipe en el jardín.
En cuanto le comunicó la buena nueva, los dos saltaron de júbilo y aunque Miguel Primo de Rivera llevaba puesto el chaqué de rigor para las audiencias en El Pardo, ambos se tiraron vestidos a la piscina.
Don Juan Carlos, eufórico, al fin tuvo la certidumbre de que un día no muy lejano sería Rey de España pero a buen seguro al salir del agua con la ropa empapada un pensamiento cruzaría su mente como un nubarrón ensombreciendo el sol: su padre.
Era como si aflorase con toda su crudeza el dilema hamletiano que le había atormentado toda su vida: Franco o Don Juan.
Aunque sus vacilaciones ya estaban disipadas, no podía evitar que su corazón abrigara sentimientos encontrados: de felicidad, por un lado, pero también de compasión hacia quien le había dado la vida.
Probablemente Don Juan Carlos tratase de ordenar las ideas que bullían en su cerebro.
Al fin y al cabo -pensaría- fueron Franco y Don Juan quienes el verano del 48 acordaron sobre la cubierta del Azor, anclado en las aguas de la bahía de San Sebastián, que viniera a estudiar a España cuando apenas contaba diez años.
Fue Don Juan quien al redactar el Manifiesto de Lausana se pegó un tiro en el pie enemistándose con Franco que tenía la sartén por el mango.
Y residía en la Zarzuela a cargo de los Presupuestos Generales del Estado.
Si le decía no a Franco, su primo Don Alfonso de Borbón ocuparía su lugar o Franco nombraría un regente.
¿Qué otra cosa podía hacer?
Sabía sobradamente por otras monarquías europeas, volátiles e itinerantes, lo penosa que era la experiencia de un Rey en el exilio, sin trono ni reino, sin corona ni cetro; de su futilidad y su patetismo, viviendo no pocas veces de la caridad de la aristocracia.
Don Juan, en el fondo, era el espejo al que rehuía mirarse.
El Generalísimo había ido tejiendo pacientemente una tupida tela de araña y cuando Don Juan Carlos se dio cuenta ya estaba atrapado.
Ese era exactamente el plan que había urdido Franco.
Y la pregunta que se formulaba a sí mismo el Príncipe no podía ser más retórica: ¿Qué prefería ser, un ‘don nadie’ o el Rey de España?
Cuando unos días después Franco le hizo saber su decisión en El Pardo, sus dudas estaban totalmente disipadas y, como era previsible, aceptó.
Al heredero solo faltaba una cosa por hacer, la más dolorosa: comunicárselo a su padre.
Y lo hizo a través de una carta que le entregó personalmente en Estoril el marqués de Mondéjar.
Tal vez lo que más le escoció de la misiva a Don Juan fue la despedida que se le clavó como una daga en el corazón.
Por vez primera su hijo no firmaba como ‘Juanito’ -así lo conocían- familiarmente- sino como Juan Carlos.
Años más tarde, Don Juan reconoció a Luis María Anson que si llega a saber que su hijo aceptaría la Corona directamente de Franco nunca le hubiera permitido venir a España.
O César o nada.
Lo que prueba la contumacia de Don Juan y la astucia de Franco.
El Generalísimo quería que Don Juan Carlos fuera su sucesor a toda costa y eso pasaba por no enseñar sus cartas.
De ahí su hermetismo, y también el mutismo que reclamaba a Don Juan Carlos: ‘Es preferible ser un Príncipe mudo que tartamudo’, le dijo el Caudillo a mi padre, entonces ministro de Hacienda, cuando le sugirió que el Príncipe debía tener más protagonismo en la vida pública.
Sin esos silencios, tanto el de Franco, como del Príncipe Juan Carlos, muy otro -nunca sabremos cuál- hubiese sido el devenir de la Historia de España.
Una mariposa batiendo las alas puede desatar un huracán.
Lo que si se infiere de esa confesión del Conde de Barcelona al que fuera su consejero áulico durante tantos años es que si Don Juan Carlos se ciñó un día la corona de España no fue por su padre biológico, Don Juan, sino por su padre putativo, Franco.
Se ha dicho muchas veces que Don Juan Carlos traicionó a Don Juan aunque en realidad fue el propio Don Juan quien se traicionó a sí mismo.
O cuando menos erró el cálculo no midiendo sus fuerzas, al subestimar, como tantos otros, a Franco.
Al poco de estallar la Guerra Civil, un joven Don Juan se ofreció a los nacionales por partida doble.
Primero a Mola, en agosto del 36, en Burgos, hasta donde se desplazó en un Bentley conducido por su chófer seguido por una caravana de monárquicos; y, posteriormente, a Franco, en diciembre de ese mismo año, a fin de enrolarse en la tripulación del acorazado Baleares, siendo en ambos casos rechazado.
Cuando el buque fue torpedeado tiempo después por la armada republicana, tiñendo de sangre las aguas del Mediterráneo, el Caudillo murmuró:
-Debería estarme agradecido…
Al acabar la contienda, Don Juan escribió a Franco felicitándolo efusivamente por la Victoria y concluyó la misiva proclamando: ¡Arriba España!
Solo al ser derrotadas las potencias del Eje por los Aliados en la Segunda Guerra Mundial en 1945, Don Juan tuvo a bien redactar el Manifiesto de Lausana, exigiendo a Franco, de manera ventajista, unas elecciones libres en España cuando aún supuraban las heridas de la Guerra Civil.
El Generalísimo no se planteó ni por asomo devolver la oportunidad de gobernar a quienes había derrotado tras la cruenta batalla que se había librado en España.
¿Lo hubieran hecho ellos?
Si después de llevar más de cuarenta años muerto lo sacaron de su tumba con escarnio, ¿qué no hubiesen hecho con él vivo?
