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Francisco Torres García
Historiador
En el discurso que se fue configurando en la España nacional desde los primeros meses de la guerra afloraron conceptos como imperio, hispanidad y raza. Todos ellos formaban parte del discurso ideológico de los grupos políticos sociales alzados, sublevados, en julio de 1936. Sin duda constituían un nexo de unión entre todos ellos. A la reivindicación de la «idea imperial», de la «concepción imperial», que establecía un inmaterial cordón umbilical con la España del siglo XVI y una equiparación reivindicativa con el momento refundacional de los Reyes Católicos, se sumaba la idea de la Hispanidad. Esta sería el alma de esa nueva visión imperial, de corte más metafísico que territorial, con toques de modernidad geoestratégica; idea difundida por Maeztu, García Morente o el cardenal Gomá, entre otros muchos. De su difusión había hecho bandera la revista ideológica Acción Española de la que Franco era lector.
El grupo político emergente, catalizador de la movilización civil, Falange Española recurría con reiteración a los conceptos de imperio e Hispanidad. Tras el Decreto de Unificación, la primera definición ideológica del Nuevo Estado que se pretendía crear tenía su base en la denominada norma programática falangista. Hasta los años cincuenta el discurso, con variantes, tendría como referente el punto número 3 de dicho documento que, literalmente, afirmaba:
«Tenemos voluntad de Imperio. Afirmamos que la plenitud histórica de España es el Imperio. No soportaremos ni el aislamiento internacional ni la mediatización extranjera. Respecto a los países de Hispanoamérica, tenderemos a la unificación de cultura, de intereses económicos y de poder. España alga su condición de eje espiritual del mundo hispánico como título de preeminencia en las empresas universales».
Ya antes, de la mano de Manuel Hedilla y su grupo de propaganda, en la revista FE. Doctrina Nacionalsindicalista, aunque con algunas reivindicaciones heredadas del «colonialismo español» del XIX y principios del XX sobre el norte de África, asumían que el concepto falangista de Imperio no era de orden territorial; reivindicaba, sin usar el concepto, la idea de Hispanidad y la necesidad de contribuir en los países hispanos a sustituir las influencias externas: «Acabar allí con el monroísmo [la influencia de los EEUU] para sentar en su lugar nuestra afirmación lo hispano, para los hispanos».
La Hispanidad, el imperio y la raza fueron conceptos/ideas utilizados de forma conjunta con asiduidad tanto durante la guerra como en los primeros años del régimen de Franco, hasta llegar a convertirse en categorías absolutas que adquirirían valor político con su sola mención. Hubo en esos años, ciertamente, un imperio de retórica, papel y discurso de contornos tan difusos como imprecisos, que algunos han utilizado para dar realidad a un inexistente «imperialismo franquista», sin entrar, por supuesto, a desentrañar a qué se refería Franco cuando utilizaba esos conceptos. A ello dediqué un largo capítulo en mi trabajo Raza la novela escrita por Francisco Franco (SND Editores, 2021).
El concepto de imperio está en Franco íntimamente unido al de Hispanidad; hasta tal punto que uno no se entiende sin el otro. Era así antes de que en el verano de 1940 afloraran las «tentaciones» de un pequeño y relativo imperio colonial en el norte de África, a resultas de una posible rectificación del mapa colonial diseñado por el eje franco-británico en función de la suerte final de la guerra europea. Aunque en el caso de Franco enlazara con la idea-concepto, previa en él y defendida de las páginas de la revista que dirigía en los años veinte (África. Revista de Tropas Coloniales), del protectorado como forma de hacer progresar a las gentes de aquellas tierras y no solo como espacio de explotación («Yo os prometo que el bienestar que pueda tener en España cualquier español lo tendréis también vosotros», afirmó en 1950 en su visita al Aiún y Sidi-Ifni).
Es durante la guerra cuando Franco fija su propio discurso sobre el concepto de imperio y su relación con la idea de la Hispanidad que marcará una de las líneas de su política exterior. Asume la tesis de que el imperio a buscar y realizar estaría dentro de la propia España y no fuera. El imperio, en este sentido, sinónimo de potencia y presencia, era desarrollar toda la potencialidad de la nación y de los españoles, acordes con las virtudes de la raza, para colocarla en el mundo como si fuera un espejo de su posición en el siglo XVI. Esa era la «misión imperial» a cumplir, no la conquista/ocupación de territorios: «Cuando hablamos de España Imperial no soñamos con apoderarnos de ningún territorio, sino en desarrollar los de nuestra Patria, que puede fácilmente alimentar a cuarenta millones de españoles. Nuestro anhelo imperial es espiritual».
La exaltación del imperio español pretérito no implicaba una idea de reconstrucción, de creación de un nuevo imperio territorial, sino como ejemplo del proceso a seguir. Y en ello es evidente la influencia de pensadores como García Morente, para quien ese fue el tiempo en que «los españoles, la nación española, enseñan al mundo de entonces los principios teóricos y la realización práctica de la moderna política “imperialista”». Trescientos años después a España le correspondía la misma «misión imperial», una vez que se restaurase a sí misma. Y pieza clave en esa misión imperial aparecía la Hispanidad. Esta, como señalamos, debía constituir la base de uno de los ejes clave de la política exterior del Nuevo Estado. Algo que es fácil percibir si nos retrotraemos a las declaraciones efectuadas por Franco al corresponsal del diario argentino La Prensa en 1937:
«Con los de América, nuestra intención y deseo es unirnos apretadamente, en hermandad de haz, cuyas espigas salieron de la misma semilla y germinaron en el mismo surco.
Hermanos de raza, hermanos, en la mayoría de los casos de pensamiento; nuestro deseo de compenetración con los pueblos hispanos, en este momento, es parte esencial de nuestro programa de mirada hacia el futuro. Cuando termine la guerra, no intentaremos la empresa de redescubrir América, sino de acercarnos a ella, y tender nuestros brazos hacia las naciones salidas de nuestra entraña, como a hijas a quienes se ve luego del camino áspero y largo, con más amor que antes, con una comprensión más viva y más abierta de los mutuos afanes, dolores e ideales.
España resurge. En España se levanta un nuevo sol. Yo sé que formadas las naciones sudamericanas entre vientos de enciclopedia y liberalismo, tardarán algún tiempo en comprendernos. Pero, la fuerza de nuestra lengua, el poder de la misma raza, ha de derribar las barreras, y cuando los pueblos americanos vean como se llega a la verdadera democracia sin verbalismos engañosos y sin explotaciones ruines; cuando contemplen restaurado el prestigio español y nuestros barcos, y nuestros pensadores lleven nuestra cultura a aquellos mares, y se hable en España como se hablaba antaño y nuestras clases medias y humildes disfruten de un bienestar real y de una legislación humana, entonces comprenderá la América española la gran epopeya nacional y conocerá el valor de nuestra lucha, que salva a Europa y América de la más grave de las amenazas».
Prescindiendo de lo coyuntural y de la expresión del momento es interesante el texto porque marca un camino. En 1938 Franco volverá a la misma idea identificando las razones de la guerra en España, su sustrato ideológico, con las de la Hispanidad, lo que se convertirá en uno de los motivos para escribir su novela Raza y transformarla en película de la mano del Consejo de la Hispanidad pues uno de sus objetivos era precisamente difundir en América el sentido de la raza/linaje que hermanaba a los hispanos (algo muy claro en la escena en que un señor mayor, emigrante, tras morir sus hijos que acudieron a luchar en España, educados en ese amor y en esos valores de raza/linaje, llega para sustituirlos en el combate):
«En esta magna empresa nos sentimos asistidos por el recio espíritu de los países americanos que, como nosotros, comprenden la magnitud de la contienda. Este honor nuestro es honor de la raza, y su prestigio abarca por igual a todos los pueblos de origen hispánico. De nuevo la potencia creadora de nuestro pueblo se ha puesto en tensión y llama otra vez con espíritu de hermandad a todos los pueblos americanos, para que juntamente con España trabajen por la ingente obra de la hispanidad, que es fe, cultura, preocupación por el pueblo y hondo patriotismo. España, al recobrar su confianza en sus propios destinos, se reafirma también en la potencia creadora de los pueblos americanos y tiene fe ciega en que la lengua española será vehículo de un recio pensamiento y de una fuerte cultura que imponga al mundo el respeto debido a los altos valores espirituales de la gran comunidad hispanoamericana. Preciso es que conozca América el hondo sentido humano y justo de nuestra guerra».
En diciembre de 1938, en su larga y célebre entrevista con Manuel Aznar, Franco habla de su intención de tener relaciones cordialísimas con Portugal y también se plantea las relaciones con los países de América: «medito mucho en las relaciones de España con aquellos pueblos. Permítame que me extienda en esta cuestión porque deseo algún día decir palabras muy concretas, inspiradas por el deseo de llevar una renovación importante a la llamada política hispanoamericana».
Esa reflexión que Franco comenta a Manuel Aznar tiene unas bases que no se pueden obviar. En la España de antes de la guerra, en la España en que Franco se forma, estaba la conmemoración habitual del 12 de octubre como Día/Fiesta de la Raza a ambos lados del océano. Se hacía en equivalencia con la noción de Hispanidad. En su novela Raza, en el sustrato ideológico, y en sus discursos es fácil enlazar sus palabras con la línea conceptual de García Villada, Zacarías de Vizcarra, Ramiro de Maeztu, Manuel García Morente, Machado, Unamuno, Santiago Montero Díaz o el cardenal Gomá. La Hispanidad es en el pensamiento de Maeztu y de Zacarías de Vizcarra, lo común que los pueblos hispanos tienen, un «conjunto de cualidades» que los hacen distintos de los demás, aunque estén divididos en diversas naciones.
Nadie duda que durante la guerra el cardenal Gomá ejerció notoria influencia sobre Franco, pero este era, además, un notorio teórico de la Hispanidad que había pronunciado sobre ello una serie de conferencias en Buenos Aires reproducidas en la revista Acción Española y que, sin duda, Franco había interiorizado. Gomá se sitúa en la línea de Maeztu y Zacarías de Vizcarra. Según Gomá existe una «relación de igualdad entre hispanidad y catolicismo y es locura todo intento de hispanización que lo repudie»; para él y también para Franco, el «fondo único de todos los problemas del americanismo» es la oposición entre dos concepciones «de la vida y de la historia»: por un lado, «el concepto materialista», por otro el «espiritualista». Esta idea, a escala universal, será una constante en los discursos de Franco a lo largo de su vida. La tesis explicativa de Gomá, que enlaza con toda una tradición interpretativa, sobre la obra y el papel de España en América, será la mantenida durante décadas:
«América es la obra de España por derecho de invención […] esta es la característica de la obra de España en América: darse toda, y darlo todo, haciendo sacrificios inmensos que tal vez trunquen en los siglos futuros su propia historia, para que los pueblos aborígenes se den todos y lo den todo a España; resultando de este sacrificio mutuo una España nueva, con la misma alma de la vieja España, pero con distinto sello y matiz en cada una de las grandes demarcaciones territoriales.
[…] Fusión de sangre, porque España hizo con los aborígenes lo que ninguna nación del mundo hiciera con los pueblos conquistados: cohibir el embarque de españolas solteras para que el español casara con mujeres indígenas, naciendo así la raza criolla. Fusión de lengua […] con la fusión de lengua vino la fusión mejor, la transfusión de la religión […] Y a todo esto siguió la transfusión del ideal: el ideal personal del hombre libre, que no se ha hecho para ser sacrificado ante ningún hombre, ni siquiera ante ningún dios, sino que se vale de su libertad para hacer de sí mismo un dios, por imitación del Hombre-Dios. Y el ideal social, que consiste en armonizarlo todo alrededor de Dios, el Super Omnia Deus, para producir en el mundo el orden y el bienestar y ayudar al hombre a la conquista de Dios… Esto es la suma de la civilización, y esto es lo que hizo España en estas Indias».
Para Gomá, en la línea de todos los pensadores de la época, «entendida así la hispanidad, diríamos que es la proyección de la fisonomía de España fuera de sí y sobre los pueblos que integran la hispanidad. Es el temperamento español, no el temperamento fisiológico, sino el moral e historio, que se ha transfundido a otras razas y a otras naciones y a otras tierras y las ha marcado con el sello del alma española, de la vida, y la acción española. Es el genio de España que ha incubado el genio de otras tierras y razas, y, sin desnaturalizarlo, lo ha elevado y depurado y lo ha hecho semejante a sí. Así entendemos la raza y la hispanidad […] Y así definida la hispanidad, yo digo que es una tentación y un deber, para los españoles y americanos, acometer la hispanización de la América latina […] Destruido el prejuicio de las falsas historias, hay que revalorizar el espíritu netamente español en las Américas […] No seamos parásitos ni importadores de cultura extranjera […] España no aspira al predominio, sino a una convivencia y a una colaboración en que prospere y se abrillante el genio de la raza, que es el mismo para todos […] La historia de nuestra vieja hispanidad es esencialmente católica, y ni hoy ni nunca podrá hacerse hispanidad verdadera de espaldas al catolicismo […] Catolicismo que es el denominador común de los pueblos de raza latina […] Una confederación de naciones, ya que no en el plano político, porque no están los tiempos para ello, de todas las fuerzas vivas de la raza para hacer prevalecer los derechos de Jesucristo en todos los órdenes sobre las naciones que constituyen la hispanidad».