Imperio, Hispanidad y raza en la cosmovisión de Franco(II), por Francisco Torres García

Francisco Torres García

Historiador

 

No es difícil establecer la correlación de pensamiento entre Gomá, y toda la carga que arrastra, y los discursos de Franco. Detengámonos en el que pronuncia en 1939, en Zaragoza que se titularía Discurso a los pueblos de América. El Generalísimo insiste en que la «cruenta lucha que hemos mantenido» se ha hecho «en extrema defensa de la cristiandad y de la civilización heredada», esa es la de la Hispanidad:

«A los pueblos de América, salidos de nuestra misma estirpe, formados en la misma fe, educados en nuestra misma lengua y, por tanto, participantes de una misma cultura, quiero decir que nada de cuanto a ellos les sucede, ni nada tampoco de cuanto a nosotros nos sucedió, es indiferente -ni lo fue nunca para pueblo ninguno en condiciones parecidas de la historia- para nuestro futuro destino.

Dos siglos de bastarda cultura han insistido de manera suicida en cultivar todo lo que separa, olvidando todo lo que une; escindiendo primero a la ciencia de la fe, dividiendo después la cultura especulativa de la experimental, las almas de los cuerpos, y llegando, por último, a una especie de separatismo científico que tendía a destruir la unidad del antiguo, vital y armonioso árbol de la ciencia. De esta destructora labor, que trascendía a la historia y a la política, hemos padecido cada una de las partes y en todo el histórico árbol de las gentes hispanas, compuesto de una fe y de una cultura, de un cuerpo de raza y de una civilización original, de una natural armonía, que todos los separatismos, desde los de la filosofía a los de la política, han pugnado por destruir, impidiendo la libre, pero también homogénea, evolución de las partes.

Las mismas influencias extrañas y hostiles de las que nosotros, en la crudísima lucha de las armas y de los espíritus nos hemos liberado, pretendieron deformar a la vez nuestra fisonomía histórica y la vuestra en más de un siglo, que vio la humillación de nuestra estirpe bajo la infiltración de gentes e idas inferiores lanzadas en servicio de un positivismo grosero».

Más allá de la retórica, cuando se crea el Consejo de la Hispanidad hay que perfilar el discurso del mismo. Entre otras razones porque en no pocos países, donde se quiere replicar la fórmula y la presencia, hay prevención ante lo que pudiera ser una forma de injerencia o de intento de dominio por parte de España. Es el propio Franco el que se encarga de perfilar los parámetros de lo que él plantea.

En febrero de 1941, al recibir al embajador de Chile insiste en su idea de la Hispanidad como principio activo y no como continuación de una acción «situada exclusivamente en la vía muerta de la literatura estéril de los viejos Juegos Florales de la Raza». Pero, por otra parte, asume las palabras del embajador referentes al objetivo que debe asumir el Consejo de la Hispanidad: promocionar la «suma armonía de convivencia de España y de cada uno de los países de América, así como nuestras comunes aspiraciones».

«Todo este espíritu, que quiere avanzar más adelante y proyectarse en un futuro histórico grandioso, se ha de ir recogiendo en las disposiciones complementarias de la ley citada, y ya se ha expresado de una manera rotunda e inequívoca ante nuestras Falanges, en ocasión memorable. Esperamos que pronto sea realidad la máxima aspiración de ver constituida en América otra rama del Consejo de la Hispanidad, que trabaje con la española todo el vasto panorama de unas relaciones mucho más hondas que las que existente normalmente entre pueblos de distinta sangre. El mundo hispánico ha de ser algo único e indivisible, de pleno entendimiento universal, en que sean partes iguales España y cada uno de los pueblos de América libres, independientes y soberanos. Largo y difícil es el camino. Pero más largo y más difícil fue el primer viaje, y obtuvo el espléndido resultado de dar América a España y España a América».

Desde un punto de vista teórico la propuesta de Franco se va a alejar de las concepciones nacionalistas o panamericanas/panhispánicas, reconociendo la diversidad como fuente de unidad. Franco hablaba de un corpus fundamental de ideas comunes que se presentarían como una alternativa al materialismo y a la modernidad, cimentada en una comunidad espiritual y de linaje (la raza). En este sentido de comunidad permanente se expresaría ante el embajador peruano Pedro Irigoyen en diciembre de 1941:

«Hoy como ayer la fe y confianza en el ensueño, la resistencia y sobriedad, la hidalguía, el desprendimiento y el amor a Dios nos lo devuelve nuestro sentimiento en compenetración, en filial afecto. Porque en la cuna de la más avanzada de las civilizaciones aborígenes de América se siente y ama la tradición hispánica, sin menoscabo de ninguna característica propia, manteniendo en línea de trazo firme la continuidad histórica que proclama la labor del Perú en el esfuerzo de la civilización humana.

España, señor embajador, agradece el gesto cordial de vuestro país al admitir la doble nacionalidad de los españoles que allí residen, demostrando prácticamente que no ve incompatibilidad alguna entre los deberes de español y de peruano. España, en reciprocidad, se halla también dispuesta a restablecer aquella categoría honrosa de españoles por linaje que puedan dejar de ser españoles por adquirir nacionalidad en Hispanoamérica, pero como la lealtad que mantengan hacia el país de naturalización, España como el Perú, no la consideran incompatible con el vínculo de sangre hacia la Patria de origen, podrán si regresan a España recuperar la antigua nacionalidad, que, al fin y al cabo, lo que importa de uno y otro lado del Atlántico es su lealtad a esa comunidad espiritual y de linaje a al que pertenecemos hispanoamericanos y españoles, y que es la Hispanidad».

En no pocas ocasiones Franco insistirá en la raíz verdadera de la «misión imperial de España» en la que la Hispanidad se torna en concepto angular:

«Nadie debe pensar que nos atribuyamos un imperialismo agresivo, conquistador. ¡Lo que reivindicamos es un imperialismo esencialmente espiritual, capaz de hacer brillar las ideas que encarnan la Hispanidad! ¡Esta noción de Hispanidad, que hoy inspira y firma nuestra defensa de la civilización de Occidente, es la que mañana,  legitimará la misión imperial de España!

En esto consisten nuestras ansias de imperio. Para nosotros existen dos Imperios: el animado por ambiciones materiales de dominio, el Imperio que quita, y el integrado de avances espirituales y culturales, el Imperio que da. Cuando en los tiempos modernos hablamos de Imperio, nadie piense en sojuzgamiento de los pueblos, ni en hacer retroceder la marcha de la Historia en su constante camino de perfeccionamiento. No queremos ni ambicionamos nada de los otros. Nuestro Imperio es la obra espiritual de nuestro genio, de la inteligencia, del trabajo, de la proyección universal de nuestra cultura, de la aportación a la obra común de la civilización; no es el imperio que se teme y odia, sino el que se desea, se busca y se ama. Si España fue un día en la Historia la primera por sus recias virtudes, y demostró en su Cruzada la fortaleza de su fe, de su valor y de sus virtudes, a la altura de los mejores tiempos, sobre ella pone hoy sus obras espirituales, sociales y culturales, con las que aspira, por sus servicios a la verdad única y eterna, alcanzar su puesto preeminente en el respeto y conciencia de los pueblos».

La teoría de la Hispanidad seguirá presente en el discurso de Franco de forma reiterada. Al finalizar la II Guerra Mundial, con la crisis de una Europa que va a sufrir la expansión del comunismo que quiere marchar allende de Berlín, el Generalísimo presenta la Hispanidad como una nueva opción, como reserva de valores y principios perdidos:

«Volvemos de nuevo a plantear la gran misión de la Hispanidad, que nace en Europa y se desarrolla y acrecienta en el seno fecundo de América a través de la variedad geográfica y de la multiplicidad de matices de los nuevos vástagos, que no quebrantan la unidad, aunque centupliquen su valor, como los hijos, al salir del hogar, no lo destruyen creando familias, sino que lo acrecen con los renovados retoños. La Hispanidad participa de la savia de la vieja Europa y del vigor naciente americano. Hasta en lo geográfico ha querido la Providencia que sea un extremo de Europa el punto de salida y de enroque de lo viejo con lo nuevo. Si suprimiéramos en América el alma europea dejaríamos huérfana su cultura, sin abolengo su espíritu, sin cuna su ascendencia, sin calor su hogar y sin fundamento su fe.

Todo hace presagiar que Europa ha entrado en una gravísima crisis, se tambalea, al borde del naufragio, zarandeada por el oleaje materialista, enemigo de la libertad y del albedrío humano, y minada por el carácter de divisiones egoístas. Solo el mundo nuevo de la Hispanidad, el mundo que España sembró con la mejor simiente europea, se ofrece como puerto seguro para albergar la carga de la cultura occidental y cristiana que la nave lleva en su seno.

Si esta decisiva hora universal advierte que no cabe el aislamiento, porque aislarse es perecer, también nuestras comunidad racial debe extraer su consecuencia de realidad tan indiscutible. Por ello, el ejercicio de la Hispanidad debe ser, siguiendo aquella máxima de San Agustín, “la razón humana es una fuerza que lleva a la unidad”, una aspiración de síntesis, un acercamiento hacia una meta de activa armonía. Síntesis y armonía doblemente necesaria ahora, cuando la Historia encomienda al mundo nuevo de la Hispanidad el relevo de la única y verdadera causa de Europa que es la causa de la dignidad del hombre y de la dignidad de la vida de los pueblos. España, puente tendido entre Europa y América, punto de convergencia de dos mundos, viene cumpliendo desde el descubrimiento esta gloriosa empresa de trasvasar íntegros los valores espirituales que definen nuestra civilización. El mundo nuevo de la Hispanidad, lozano y maduro, se yergue hoy, generosamente, con su hermoso patriotismo de espíritu y cultura, que no desmerece ante ningún otro, como la única salvaguardia como fuerte esperanza de paz y salvación ante un futuro amenazado por impiedad del error y por la desolación de la materia».

Esa es también la raza de la que Franco habla y que trasladó a su novela. Nada tenía que ver con un hecho biológico o de superioridad y se alejaba de cualquier tipo de connotación xenofóbica. Franco estima, en su particular «filosofía histórica», que raza/linaje es un modo de ser, una espiritualidad. Una tesis que también encontramos en Maeztu y el cardenal Gomá:

«La raza -anota Gomá- no se define ni por el color de la piel ni por la estatura, ni por los caracteres autonómicos del cuerpo. Ni se contiene en unos límites geográficos, ni en un nivel determinado sobre el mar. La raza no es la nación, que expresa una comunidad regida por una forma de gobierno y por unas leyes; ni es la patria, que dicen, una especie de paternidad, de sangre, de lugar de instituciones, de historia. La raza, decimos apuntando al ídolo del racismo moderno, no es un tipo biológico […] La raza, la hispanidad, es algo espiritual que trasciende sobre las diferencias biológicas y psicológicas, y los conceptos de nación y patria […] Es algo espiritual, de orden divino y humano a la vez, porque comprende el factor religioso, el catolicismo en nuestro caso, por el que entroncamos en el catolicismo católico, si así puede decirse, y los otros factores meramente humanos, la tradición, la cultura, el temperamento colectivo, la historia, calificados y matizados por el elemento religioso como factor principal; de donde resulta una civilización específica, con un origen, una forma histórica y unas tendencias que la clasifican dentro de la historia universal».

Este fue siempre el planteamiento de Franco, de ahí que una de sus líneas de comportamiento en política exterior fuera su relación con los países hispanoamericanos, en los que buscó progresivo apoyo tras la condena de la ONU en diciembre de 1946. A lo largo de su vida, no pocos de ellos le condecorarían con sus máximas distinciones: Collar de la Orden del Libertador San Marín (1946, Argentina), Gran Cruz y Placa de Oro (Haití, 1950), Gran Cruz de la Orden Militar de Ayacucho (1951, Perú), Cruz con Placa de Oro de la Orden de Juan Pablo Duarte (1951, República Dominicana), Cruz Extraordinaria de la Orden de Mérito (1953, Ecuador); Gran Cruz de Rubén Darío (1953, Nicaragua); Gran Cruz Extraordinaria y banda de la Orden de Boyacá (Colombia), Gran Collar de la Orden de Pedro de Valdivia (1956, Chile), Gran Cruz de Oro del Conde de los Andes (1958, Bolivia).


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