La integración de las dos zonas (II) Desmovilización, por Luis López Anglada

DESMOVILIZACIÓN

Cuando se hace público el célebre parte que dice «La guerra ha terminado» la más urgente labor que tuvo el gobierno fue la desmovilización de los cuantiosos medios que en personal, ganado y material, se había empleado y que ahora se necesitaba rápidamente para la reconstrucción de la vida nacional, tanto en el campo como en las ciudades y en los sectores industriales. Había que armonizar la rapidez de la desmovilización, tan merecida por los soldados que habían hecho la campaña al ser llama-das sus quintas, con el método y perfecta coordinación necesarias para no producir colapsos perjudiciales en muchos servicios. Era preciso reintegrar a las actividades normales a multitud de personas en beneficio de la economía nacional y reducir el enorme gasto ocasionado por el mantenimiento del aparato guerrero y para devolver a los particulares la maquinaria, vehículos, animales, establecimientos, etc., que les habían sido requisados para las necesidades de la guerra.

La desmovilización de personal, ganado y material se hizo simultáneamente. En los primeros meses de 1939 estaban en filas 12 reemplazos, desde el de 1927 al de 1942, ambos inclusive. Los primeros en recibir la orden de licenciamiento fueron los reemplazos de 1927 hasta 1936 inclusive y más tarde lo fueron los de 1937 y el primer semestre del de 1938 quedando para constituir las unidades permanentes del Ejército el segundo semestre de 1938, y los reemplazos completos de 1939, 1940 y 1941.

Para la desmovilización de los cuadros se dictó por el Ministerio del Ejército una disposición, según la cual los oficiales provisionales y de complemento podían solicitar la rescisión de su compromiso cuando fuera licenciado el reemplazo a que cada uno perteneciese. Los jefes y oficiales de la escala profesional en situación de reserva o retirado, que sobraban por la reorganización de unidades, fueron quedando en situación de disponibilidad. Se crearon unas comisiones de desmovilización industrial para todo lo concerniente a este aspecto. Los licenciamientos de personal dejaron sensiblemente reducidas las plantillas de las unidades y servicios, por lo que en 24 de julio de 1939, ya bien avanzado el proceso de desmovilización, se dictó un decreto disponiendo la reorganización del Ejército y la consiguiente constitución de las unidades permanentes de paz. Se enviaron nuevamente a Marruecos las fuerzas indígenas y de la Legión, así como los batallones de Cazadores, licenciándose de unas y otras los excedentes. Por último, se inició la incorporación a filas de los individuos que durante toda la guerra permanecieron en zona roja y que pertenecían a reemplazos movilizados en el Ejército Nacional.

En cuanto a los soldados y milicianos del Ejército rojo, al término de la guerra y según se producía la rendición en masa de las unidades combatientes, se les dio la orden de que todos se dirigieran a sus lugares de residencia donde deberían presentarse a las autoridades para restituirlos a sus puestos de trabajo o para responder de los cargos de delitos que pudieran haber cometido. Se vio entonces un doloroso desfile, contrario al que protagonizaban las unidades del victorioso ejército de Franco, de soldados derrotados que, a pie o por los medios a su alcance, se encaminaban a sus pueblos. Los que ocuparon puestos destacados en la Administración hubieron de presentar un «aval» de personas responsables para, después de ser sometidos a un expediente de depuración, integrarse en sus puestos de trabajo. Igualmente siguieron estas normas los centenares de miles de españoles que se habían «refugiado» en suelo extranjero y que regresaron casi inmediatamente a España al conocer la benevolencia de la justicia de Franco. En forma contraria a lo que ha venido difundiéndose por historiadores parciales, no hubo la espantosa «represión» ni mucho menos, la comisión de asesinatos en forma parecida a lo que en la zona roja había sucedido. Todos aquellos que fueron acusados de haber sido los autores de crímenes ajenos a su actuación en los frentes de combate, fueron a la acción de la justicia y tuvieron ocasión de probar su inocencia en su caso.

Terminada la incorporación de unos y otros a sus antiguos puestos de residencia y trabajo se tuvo conciencia, por parte de todos, de la necesidad de una urgente re-construcción nacional. La victoria de las fuerzas nacionales y la huida de los dirigentes republicanos que dejaron en el abandono a sus seguidores, después de haber alargado cruelmente la guerra, en espera del estallido de la guerra mundial, convencieron a unos y a otros de la necesidad de conjuntar los esfuerzos y lograr una patria común para todos. Si en los medios más humildes esto no tuvo ninguna dificultad, tampoco la hubo en el campo de la administración o de la cultura. Este es el testimonio que, cincuenta años más tarde, publicaría en un diario madrileño un escritor, afecto al gobierno de la república y combatiente él mismo en la zona roja: Ricardo Gullón, en artículo dirigido a Laín Entralgo recordando el tiempo en que este dirigía la revista «ESCORIAL», le dice:

«Una vez en Madrid, amigos entrañables, no sé bien si Luis Rosales, Felipe Vivanco o Leopoldo Panero, me pusieron en comunicación con dos jóvenes escritores, director y subdirector, respectivamente, de la revista “ESCORIAL”. Dionisio Ridruejo y tú mismo (Laín Entralgo), Vuestra acogida fue cordial, más como de reencuentro que de primer encuentro. Lo he dicho otras veces, pero voy a repetirlo, “Escorial” fue un recinto de libertad y de hermandad; no se recibía allí a rojos y azules, sí a amigos coincidentes en la voluntad de reducir las heridas por donde la patria se desangraba. Y más adelante declarará: “Blecua, Ferrater Mora, Sánchez Barbudo, Rodríguez Huéscar sirvan de ejemplos entre tantos como contribuyeron con plumas y palabras a restablecer los nexos culturales rotos por la guerra. Fuimos a los escritores maduros y nos acogieron entrañablemente: Manuel Machado, Pío Baroja, Azorín, aquí…”

Y el doctor Federico Castro y Bravo, en el discurso de inauguración de la facultad de Derecho en el nuevo curso de 1939, afirmaba:

«1939, Año de la Victoria, en que terminada la reconquista material, comienza la más larga y no menos ardua labor de conquistar, de modelar de nuevo y encauzar los espíritus bajo los signos de la fe y de la esperanza.» Para conseguirse esta eficacia en la integración de todos los españoles en la reconstrucción nacional que se precisaba, se dictó por el Gobierno de Franco una disposición sobre la organización de los ayuntamientos de aquellas ciudades que se fueran ocupando. Claro es que la única que podía ejercer esta facultad al término de la guerra fue la Autoridad militar de ocupación, pues numerosas provincias no tenían, en abril de 1939 designado Gobernador Civil que pudiera hacerlo. En previsión de ello se había dictado un decreto, en 23 de junio de 1938 en que así se establecía, sin que fuera obligatorio a aquella Autoridad, o al Gobierno Civil si ya existiera, el nombramiento de toda la Comisión Gestora, sino únicamente de su alcalde. Se consideraban competencia de esta Comisión Gestora el auxilio a todos los residentes en la localidad para la puesta en marcha de sus explotaciones agrícolas y de otra índole para la normalización de la vida doméstica. Eran también de su competencia la custodia y administración de los bienes abandonados «hasta en tanto funcionen los organismos de recuperación, por lo que se refiera a cosas sujetas a la actuación de estos.» Podría realizar gastos y ordenar pagos para las más urgentes atenciones ordinarias y extraordinarias «a cuenta del primer presupuesto que se forme» hasta que se normalizara la situación del Ayuntamiento.

Se buscó, pues, para el cargo de alcaldes a las personas que, por sus antecedentes pudieran garantizar el espíritu de reconstrucción nacional que se preconizaba, desterrando de los municipios todo sentido de revancha o desquite por los sufrimientos pasados y dejando la aplicación de la justicia exclusivamente a las fuerzas de Orden y a los tribunales encargados de ella. En este sentido es esclarecedor un capítulo que en sus memorias tituladas «Mis últimos caminos» relata un escritor, absolutamente imparcial en política antes de 1936, Bartolomé Soler que fue nombrado alcalde de Palau a la entrada de las tropas nacionales. Cuando le piden que acepte el nombramiento —da el nombre de D. Emilio Oromí— le explicaron la razón:

Usted no tiene tierras ni bienes en Palau. No tiene intereses que defender ni un pasado político que le comprometa, obligándole a estar con unos para estar contra otros. No estando con nadie, usted es el único hombre que podía estar con Palau, que es lo que nosotros perseguimos. Buscamos al hombre que le ahorre a Palau nuevos trastornos. Habrá hombres de la mejor buena fe, noblemente intencionados, pero no hay uno cuyo carácter y cuya inteligencia estén a la altura que reclaman las circunstancias. Y si lo hay, carece, puesto que cada uno tiene su pasado, de independencia. Nosotros entendemos que usted reúne las condiciones necesarias. Palau necesita un hombre que no esté obligado a nadie y que sea capaz de obligarlos a todos».

Según refiere Bartolomé Soler, intentó declinar un cargo tan lejano a sus deseos e inclinaciones, pero viéndose obligado a aceptar, por la insistencia de quienes le proponían, lo hizo con la condición de que sólo perma

 

 


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