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Obras son amores por Enrique García-Máiquez
Enrique García-Máiquez
Entre el arreón de noticias inquietantes del panorama internacional, nacional, regional y local, ha brotado últimamente un runrún esperanzador. Las generosas –casi bíblicas– lluvias de las últimas semanas han traído consigo, además del agua, un efecto secundario refrescante: se ha mentado copiosamente a Francisco Franco, y no por los cansinos eslóganes políticos, sino por algo más tangible y duradero: las infraestructuras que dejó construidas, tanto para almacenar el agua como para evitar inundaciones. Los pantanos, presas y sistemas hidráulicos, Dios se los pague, han resistido el tiempo por partida doble: su antigüedad y el peso de las precipitaciones torrenciales. Y ha cundido el agradecimiento popular por aquellas obras, recordándonos que lo sólido permanece, mientras las palabras se las lleva el viento o las arrastra el agua.
De forma estrictamente paralela, con la misma intensidad con que ha llovido la gratitud, ha corrido la recriminación hacia José Luis Rodríguez Zapatero por haber desmantelado el Plan Hidrológico Nacional. El balance de su no gestión es desolador: se han perdido los hectómetros cúbicos equivalentes al consumo anual completo de nuestro país. El agua que tanto celebramos ahora podría haber sido mucha más. Tampoco se han ahorrado reproches a Mariano Rajoy, que tuvo en sus manos la posibilidad de retomar aquel proyecto y optó por la prudencia excesiva, o sea, por la inacción. La encrucijada no está en los colores, sino en hacer o en deshacer; en construir o en paralizar.
Esta súbita revalorización de los hechos resulta un alivio frente a una política que se contenta con regates en corto al contrario, donde los discursos se convierten en espectáculos televisivos y la publicidad suplanta al programa de gobierno con sentido de nación. Al final de cada mandato, cuando se apagan los focos y se silencian los micrófonos, quedan las obras: el pantano que contiene, el puente que une, la carretera que acerca, el tren que llega, la educación que educa, la clase media que se fortalece, la demografía que crece. La realidad acaba imponiéndose al discurso, por muy efectista que éste haya sido. El ciudadano común tiene mejor memoria de lo que algunos piensan (y les conviene).
He tenido la fortuna de poder soltar mi consejillo de vejete a amigos o conocidos que inauguraban un cargo público, ya fuese de responsabilidad municipal, regional o nacional. Siempre les digo lo mismo: «Tú, haz algo, quiero decir, lo que sea, una cosa concreta, que deje una huella, una memoria, una gratitud». Les empujo a que no pierdan cuatro años en gestionar lo elemental y en defenderse o contraatacar del navajeo cotidiano de frente, por la espalda y desde los lados. Agustín Blázquez Paúl, el bisabuelo de mi mujer, cuando fue alcalde de Cádiz, construyó la Alameda Apodaca, ese balcón sobre el Atlántico. Hasta sus tataranietos están orgullosos de él. En la misma ciudad, Teófila Martínez se empeñó en construir un segundo puente. Y ahí ha quedado, sólido y airoso, mientras los discursos y los contra discursos se disiparon en el aire.
La política de hoy está muy ideologizada y, por supuesto, un buen político tiene que enfrentarse a la oposición y luchar, además, por las posiciones en las encuestas y pactar con quien querría verle fracasar. Es complejo, trabajoso y meritorio. Sin embargo, hay que dar un plus y obcecarse en dejar una constancia palpable de nuestros desvelos por el bien común.
La buena noticia de estos días es que el pueblo soberano ni se olvida de agradecer el bien que se hizo ni deja de denigrar las omisiones tremendas por torpeza, pereza, intereses alicortos o mala administración. Al final, siempre nos queda el refranero: «Obras (públicas) son amores y no buenas razones».
