Pamplona
1º de Julio de 1937
Venerables hermanos:
1º. Razón de este documento
Suelen los pueblos católicos ayudarse mutuamente en días de tribulación, en cumplimiento de la ley de caridad de fraternidad que une en un cuerpo místico a cuantos comulgamos en el pensamiento y amor de Jesucristo. Órgano natural de este intercambio espiritual son los Obispos, a quien puso el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios. España, que pasa una de las más grandes tribulaciones de su historia, ha recibido múltiples manifestaciones de afecto y condolencias del Episcopado católico extranjero, ya en mensajes colectivos, ya de muchos Obispos en particular. Y el Episcopado español, tan terriblemente probado en sus miembros, en sus sacerdotes y en sus Iglesias, quiere hoy corresponder con este Documento colectivo a la gran caridad que se nos ha manifestado de todos los puntos de la tierra.
Nuestro país sufre un trastorno profundo: no es sólo una guerra civil creuntísima la que nos llena de tribulación; es una conmoción tremenda la que sacude los mismos cimientos de la vida social y ha puesto en peligro hasta nuestra existencia como nación.
Vosotros los habéis comprendido, Venerables Hermanos, y “vuestras palabras y vuestro corazones nos han abierto” diremos con el Apóstol, dejándonos ver las extrañas de vuestra caridad para con nuestra patria querida. Que Dios os lo premie.
Pero con nuestra gratitud, Venerables Hermanos, debemos manifestaros nuestro dolor por el desconocimiento de la verdad de lo que en España ocurre. Es un hecho, que nos consta por documentación copiosa, que el pensamiento de un gran sector de opinión extranjera está disociado de la realidad de los hechos ocurridos en nuestro país. Causas de este extravió podría ser el espíritu anticristiano, que ha visto en la contienda de España una partida decisiva en pro o contra de la religión de Jesucristo y la civilización cristiana; la corriente opuesta de doctrinas políticas que aspiran a la hegemonía del mundo; la labor tendenciosa de fuerzas internacionales ocultas; la antipatria, que se ha valido de españoles ilusos que, amparándose en el nombre de católicos, han causado enorme daño a la verdadera España. Y lo que más nos duele es que una buena parte de la prensa católica extranjera haya contribuido a esta desviación mental, que podría ser funesta para los sacratísimos intereses que se ventilan en nuestra patria.
Casi todos los Obispos que suscribimos esta Carta hemos procurado dar a su tiempo la nota justa del sentido de la guerra. Agradecemos a la prensa católica extrajera el haber hecho suya la verdad de nuestras declaraciones, como lamentamos que algunos periódicos y revistas, que debieron ser ejemplo de respeto y acatamiento a la voz de los Prelados de la Iglesia, las hayan combatido o tergiversado.
Ello obliga al Episcopado español a dirigirse colectivamente a los Hermanos de todo el mundo, con el único propósito de que resplandezca la verdad, oscurecida por ligereza o por malicia, y nos ayude a difundirla. Se trata de un punto gravísimo en que se conjugan no los intereses políticos de una nación, sino los mismos fundamentos providenciales de la vida social: la religión, la justicia, la autoridad y la libertad de los ciudadanos.
Cumplimos con ello, junto con nuestro oficio pastoral- que importa ante todo el magisterio de la verdad – con un triple deber de religión, de patriotismo y de humanidad. De religión, porque, testigos de las grandes prevaricaciones y heroísmo que han tenido por escena nuestro país, podemos ofrecer al mundo lecciones y ejemplos que caen dentro de nuestro ministerio episcopal y que habrán de ser provechosos a todo el mundo; de patriotismo, porque el Obispo es el primer obligado a defender el buen nombre de su patria “terra patrum”, por cuanto fueron nuestros venerables predecesores los que formaron la nuestra, tan cristiana como es, “engendrando a sus hijos para Jesucristo por la predicación del Evangelio”; de humanidad, porque, ya que Dios ha permitido que fuese nuestro país el lugar de experimentación de ideas y procedimientos que aspiran a conquistar el mundo, quisiéramos que el daño se redujese al ámbito de nuestra patria y se salvaran de la ruina de las demás naciones.
2º. Naturaleza de esta carta
Este Documento no será la demostración de una tesis, sino la simple exposición, a grandes líneas, de los hechos que caracterizan nuestra guerra y la dan su fisonomía histórica. La guerra de España es producto de la pugna de ideologías irreconciliables; en sus mismos orígenes se hallan envueltas gravísimas cuestiones de orden moral y jurídico, religioso e histórico. No sería difícil el desarrollo de puntos fundamentales de doctrina aplicada a nuestro momento actual. Se ha hecho ya copiosamente, hasta por algunos de los Hermanos que suscriben esta Carta. Pero estamos en tiempos de positivismo calculador y frío y, especialmente cuando se trata de hechos de tal relieve histórico como se han producido en esta guerra, lo que se quiere – se nos ha requerido cien veces desde el extranjero en este sentido – son hechos vivos y palpitantes que, por afirmación o contraposición, den la verdad simple y justa.
Por esto tiene este Escrito un carácter asertivo y categórico de orden empírico. Y ello en sus dos aspectos: el de juicio que solidariamente formulamos sobre la estimación legítima de los hechos; y el de afirmación “per oppositum”, con que deshacemos, con toda caridad, las afirmaciones falsas o las interpretaciones torcidas con que haya podido falsearse la historia de este año de vida de España.
3º. Nuestra posición ante la guerra
Conste antes que todo, ya que la guerra pudo preverse desde que se atacó ruda e inconsideradamente al espíritu nacional, que el Episcopado español ha dado, desde el año 1931, altísimos ejemplos de prudencia apostólica y ciudadana. Ajustándose a la tradición de la Iglesia y siguiendo las normas de la Santa Sede, se puso resueltamente al lado de los poderes constituidos, con quienes se esforzó en colaborar para el bien común. Y a pesar de los repetidos agravios a personas, cosas y derechos de la Iglesia, no rompió su propósito de no alterar el régimen de concordia de tiempo atrás establecido.
“Etiam dyscolis”: A los vejámenes respondimos siempre con el ejemplo de la sumisión leal en lo que podíamos; con la protesta grave, razonada y apostólica cuando debíamos; con la exhortación sincera que hicimos reiteradamente a nuestro pueblo católico a la sumisión legitima, a la oración, a la paciencia y a la paz. Y el pueblo católico nos secundó, siendo nuestra intervención valioso factor de concordancia nacional en momentos de honda conmoción social y política.Al estallar la guerra hemos lamentado el doloroso hecho, más que nadie, porque ella es siempre un mal gravísimo, que muchas veces no compensan bienes problemáticos, porque nuestra misión es de reconciliación y de paz: “Et in terra pax”.
Desde sus comienzos hemos tenido las manos levantados al cielo para que cese. Y el pueblo católico repetimos la palabra de Pío XI, cuando el recelo mutuo de las grandes potencias iba a desencadenar otra guerra sobre Europa: “Nos invocamos la paz, bendecimos la paz, rogamos por la paz”. Dios nos es testigo de los esfuerzos que hemos hecho para aminorar los estragos que siempre son su cortejo.
Con nuestros votos de paz juntamos nuestro perdón generoso para nuestros perseguidores y nuestros sentimientos de caridad para todos. Y decimos sobre los campos de batalla y a nuestros hijos de uno y otro bando la palabra del apóstol: “El Señor sabe cuánto os amamos a todos en las entrañar de Jesucristo”.
Pero la paz es la “tranquilidad del orden, divino, nacional, social e individual, que asegura a cada cual su lugar y le da lo que le es debido, colocando la gloria de Dios en la cumbre de todos los deberes y haciendo derivar de su amor el servicio fraternal de todos”. Y es tal la condición humana y tal el orden de la Providencia- sin que hasta ahora haya sido posible hallarle sustitutivo- que siendo la guerra uno de los azotes más tremendos de la humanidad, es a veces el remedio heroico, único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la paz. Por esto la Iglesia, aun siendo hija del Príncipe de la Paz, bendice los emblemas de la guerra, ha fundado las Ordenes Militares y ha organizado Cruzadas contra los enemigos de la fe.
No es este nuestro caso. La Iglesia no ha querido esta guerra ni la buscó, y no creemos necesario vindicarla de la nota de beligerante con que en periódicos extranjeros se ha censurado a la Iglesia en España. Cierto que miles de hijos suyos, obedeciendo a los dictados de su conciencia y de su patriotismo, y bajo su responsabilidad personal, alzaron en armas para salvar los principios de religión y justicia cristiana que secularmente habían informado la vida de la Nación; pero quien la acuse de haber provocado esta guerra, o de haber conspirado para ella, y aun de no haber hecho cuanto en su mano estuvo para evitarla, desconoce o falsea la realidad.
Esta es la posición del Episcopado español, de la Iglesia española, frente al hecho de la guerra actual. Se la vejó y persiguió antes de que estallara; ha sudo víctima principal de la furia de una de las partes contendientes; y no ha cesado de trabajar, con su plegaria, con sus exhortaciones, con su influencia, para aminorar sus daños y abreviar los días de prueba.
Y si hoy, colectivamente, formulamos nuestro veredicto en la cuestión complejísima de la guerra de España, es, primero, porque, aun cuando la guerra fuese de carácter político o social, ha sido tan grave su represión de orden religioso, y ha aparecido tan claro, desde sus comienzos, que una de las partes beligerantes iba a la eliminación de la religión católica en España, que nosotros, Obispos católicos no podíamos inhibirnos sin dejar abandonados los intereses de nuestro Señor Jesucristo y sin incurrir el tremendo apelativo de “canes muti”, con que el Profeta censura a quienes, debiendo hablar, callan ante la injusticia; y luego, porque la posición de la Iglesia española ante la lucha, es decir, del Episcopado español, ha sido torcidamente interpretada en el extranjero: mientras un político muy destacado, en una revista católica extranjera la achaca poco menos que a la ofuscación mental de los Arzobispos españoles, a los que califica de ancianos que deben al régimen monárquico y que han arrastrado por razones de disciplina y obediencia a los demás Obispos en un sentido favorable al movimiento nacional, otros nos acusan de temerarios al exponer a las contingencias de un régimen absorbentes y tiránico el orden espiritual de la Iglesia, cuya libertad tenemos obligación de defender.
No; esta libertad la reclamamos ante todo, para el ejercicio de nuestro ministerio; de ella arrancan todas las libertades que vindicamos para la Iglesia. Y; en virtud de ella, no nos hemos atado con nadie- personas, poderes o instituciones – aun cuando agradezcamos al amparo de quienes han podido librarnos del enemigo que quiso perdernos, y estemos dispuestos a colaborar, como Obispos y españoles, con quienes se esfuercen en reinstaurar en España un régimen de paz y justicia. Ningún poder político podrá decir que nos hayamos apartado de esta línea, en ningún tiempo.
4º. El quinquenio que precedió a la guerra
Afirmamos, ante todo, que esta guerra la ha acarreado la temeridad, los errores, tal vez la malicia o la cobardía de quien hubiesen podido evitarla gobernando la nación según justicia.
Dejando otras causas de menor eficiencia, fueron los legisladores de 1931, y luego el poder ejecutivo del Estado con sus prácticas de gobierno, lo que se empeñaron en torcer bruscamente la ruta de nuestra historia en un sentido totalmente contrario a la naturaleza y exigencias del espíritu nacional, y especialmente opuesto al sentido religioso predominante en el país. La Constitución y las leyes laicas que desarrollaron su espíritu fueron un ataque violento y continuado a la conciencia nacional. Anulando los derechos de Dios y vejada la Iglesia, quedaba nuestra sociedad enervada, en el orden legal, en lo que tiene de más sustantivo la vida social, que es la religión. El pueblo español que, en su mayor parte, mantenía viva la fe de sus mayores, recibió con paciencia invicta los reiterados agravios hechos a su conciencia por leyes inicuas; pero la temeridad de sus gobernantes había puesto en el alma nacional, junto con el agravio, un factor de repudio y de protesta contra un poder social que había faltado a la justicia más fundamental, que es la que se debe a Dios y a la conciencia de los ciudadanos.
Junto con ello, la autoridad, en múltiples y graves ocasiones, resignaba en la plebe sus poderes. Los incendios de los templos en Madrid y provincias, en Mayo de 1931, las revueltas de Octubre de 1934, especialmente en Cataluña y Asturias, donde reinó la anarquía durante dos semanas; le período turbulento que corre en Febrero a Julio de 1936, durante el cual fueron destruidas o profanadas 411 iglesias y se cometieron cerca de 3000 atentados graves de carácter político y social, presagiaban la ruina total de la autoridad pública, que se vio sucumbir con frecuencia a la fuerza de poderes ocultos que mediatizaban sus funciones.
Nuestro régimen político de libertad democrática se desquició, por arbitrariedad del Estado y por coacción gubernamental que trastocó la voluntad popular, constituyendo una máquina política en pugna con la mayoría política de la nación, dándose el caso, en las últimas elecciones parlamentarias, Febrero de 1936, de que, con más de medio millón de votos de exceso sobre la izquierdas, obtuviesen las derechas 118 diputados menos que el Frente Popular, por haberse anulado caprichosamente las actas de provincias enteras, viciándose así en su origen la legitimidad del Parlamento.
Y a medida que se descomponía nuestro pueblo por la relajación de los vínculos sociales y se desangraba nuestra economía y se alteraba sin tino el ritmo del trabajo y se debilitaba maliciosamente la fuerza de las instituciones de defensa social, otro pueblo poderoso, Rusia, empalmando con los comunistas de acá, por medio del teatro y el cine, con ritos y costumbres exóticas, por la fascinación intelectual y el soborno material, preparaba el espíritu popular para el estallido de la revolución, que se señalaba casi a plazo fijo.
El 27 de Febrero de 1936, a raíz del triunfo del Frente Popular, el KOMINTERN ruso decretaba la revolución española y la financiaba con exorbitantes cantidades. El 1º de Mayo siguiente centenares de jóvenes postulaban públicamente en Madrid “para bombas y pistolas, pólvora y dinamita para la próxima revolución”. El 16 del mismo mes se reunía en la Casa del Pueblo de Valencia representantes de la URSS con delegados españoles de la III Internacional, resolviendo, en el 9º de sus acuerdos: “Encargar a uno de los radios de Madrid, el designado con el número 25, integrado por agentes de policía en activo, la eliminación de los personajes políticos y militares destinados a jugar un papel de interés en la contrarrevolución”. Entre tanto, desde Madrid a las aldeas más remotas aprendían las milicias revolucionarias la instrucción militar y se las armaba copiosamente, hasta el punto de que, al estallar la guerra, contaba con 150000 soldados de asalto y 100000 de resistencia.
Os parecerá, Venerables Hermanos, impropia de un Documento episcopal la enumeración de estos hechos. Hemos querido sustituirlo a las razones de derecho político que pudiesen justificar un movimiento nacional de resistencia. Sin Dios, que debe estar en el fundamento y a la cima de la vida social; sin autoridad, a la que nada puede sustituir en sus funciones creadoras del orden y mantenedora del derecho ciudadano; con la fuerza material al servicio de los sin Dios ni conciencia, manejados por agentes poderosos de orden internacional, España debía deslizarse hacia la anarquía, que es lo contrario del bien común y de la justicia y orden social. Aquí han venido a parar las regiones españolas en que la revolución marxista ha seguido su curso inicial.
Estos son los hechos. Cotéjense con la doctrina de Santo Tomás sobre el derecho a la resistencia defensiva por la fuerza y falle cada cual en justo juicio. Nadie podrá negar que, al tiempo de estallar el conflicto, la misma existencia del bien común, – la religión, la justicia, la paz -, estaba gravemente comprometida; y que el conjunto de las autoridades sociales y de los hombres prudentes que constituyen el pueblo en su organización natural y en sus mejores elementos reconocían el público peligro. Cuanto a la tercera condición que requiere el Angélico, de la convicción de los hombres prudentes sobre la probabilidad del éxito, la dejemos al juicio de la historia: los hechos, hasta ahora, no le son contrarios.
Respondemos a un reparo, que una revista extranjera concreta al hecho de los sacerdotes asesinados y que podría extenderse a todos los que constituyen este inmenso transtorno social que ha sufrido España. Se refiere a la posible de que, de no haberse producido el alzamiento, no se hubiese alterado la paz pública: “A pesar de los desmanes de los rojos- leemos- queda en pie la verdad que si Franco no se hubiese alzado, los centenares o millones de sacerdotes que han sido asesinados hubiesen conservado la vida y hubiesen continuado haciendo en las almas la obra de Dios”. No podemos suscribir esta afirmación, testigo como somos da la situación de España al estallar el conflicto. La verdad es lo contrario; porque es cosa documentalmente probada que en el minucioso proyecto de la revolución marxista que se gestaba, y que habría estallado en todo el país, si en gran parte de él no lo hubiese impedido el movimiento cívico-militar, estaba ordenado el exterminio del clero católico, como el de los derechistas calificados, como la sovietización de las industrias y la implantación del comunismo. Era por Enero último cuando un dirigente anarquista decía al mundo por radio: “Hay que decir las cosas tal y como son, y la verdad no es otra que la de que los militares se nos adelantaron para evitar que llegáramos a desencadenar la revolución”.
Quede, pues, asentado, como primera afirmación de este Escrito, que un quinquenio de continuos atropellos de los súbditos españoles en el orden religioso y social puso en gravísimo peligro la existencia misma del bien público y produjo enorme tensión en el espíritu del pueblo español; que estaba en la conciencia nacional que, agotados va los medios legales, no había más recurso que el de la fuerza para sostener el orden y la paz; que poderes extraños a la autoridad tenida por legítima decidieron subvertir el orden constituido e implantar violentamente el comunismo; y, por fin, que por lógica fatal de los hechos no le quedaba a España mas que esta alternativa: o sucumbir en la embestida definitiva del comunismo destructor, ya planeada y decretada, como ha ocurrido en la regiones donde no triunfó el movimiento nacional, o intentar, es esfuerzo titánico de resistencia, librarse del terrible enemigo y salvar los principio fundamentales de su vida social y de sus características nacionales.
5º. El alzamiento militar y la revolución comunista
El 18 de Julio del año pasado se realizó el alzamiento militar y estalló la guerra que aún dura. Pero nótese, primero, que la sublevación militar no se produjo, ya desde sus comienzos, sin colaboración con el pueblo sano, que se incorporó en grandes masas al movimiento que, por ello, debe calificarse de cívico-militar; y segundo, que este movimiento y la revolución comunista son dos hechos que no pueden separarse, si se quiere enjuiciar debidamente la naturaleza de la guerra. Coincidentes en el mismo momento inicial del choque, marcan desde el principio la división profunda de las dos Españas que se batirán en los campos de batalla.
Aún hay más: el movimiento no se produjo sin que los que lo iniciaron intimaran previamente a los poderes públicos a oponerse por los recursos legales a la revolución marxista inminente. La tentativa fue ineficaz y estalló el conflicto, chocando las fuerzas cívico-militares, desde el primer instante, no tanto con las fuerzas gubernamentales que intentaran reducirlo como con la furia desencadenada de unas milicias populares que, al amparo, por lo menos, de la pasividad gubernamental, encuadrándose en los mandos oficiales del ejército y utilizando, a más del que ilegítimamente poseían, el armamento de los parques del Estado, se arrojaron como avalancha destructora contra todo lo que constituye un sostén en la sociedad.
Esta es la característica se la reacción obrada en el campo gubernamental contra el alzamiento cívico-militar. Es, ciertamente, un contraataque por parte de las fuerzas fieles al Gobierno; pero es, ante todo, una lucha en comandita con las fuerzas anárquicas que se sumaron a ellas y que con ellas pelearán juntas hasta el fin de la guerra. Rusia, lo sabe el mundo, se injertó en le ejercito gubernamental tomando parte en sus mandos, y fue a fondo, aunque conservándose la apariencia del Gobierno del Frente Popular, a la implantación del régimen comunista por la subversión del orden social establecido. Al juzgar de la legitimidad del movimiento nacional, no podrá prescindirse de la intervención, por la parte contraria, de estas “milicias anárquica incontrolables” – es palabra de un ministro del Gobierno de Madrid – cuyo poder hubiese prevalecido sobre la nación.
Y porque Dios es el más profundo, cimiento de una sociedad bien ordenada- lo era de la nación española- la revolución comunista, aliada de los ejércitos del Gobierno, fue, sobre todo, antidivina. Se cerraba así el ciclo de la legislación laica de la Constitución de 1931 con la destrucción de cuanto era cosa de Dios. Salvamos toda intervención personal de quienes no han militado conscientemente bajo este signo; sólo trazamos la trayectoria general de los hechos.Por esto se produjo en el alma una reacción de tipo religioso, correspondiente a la acción nihilista y destructora de los sin-Dios. Y España quedó dividida en dos grandes bandos militantes; cada uno de ellos fue como el aglutinante de cada una de las dos tendencias profundamente populares; y a su alrededor, y colaborando con ellos, polarizaron, en forme de milicias voluntarias y de asistencia y servicios de retaguardia, las fuerzas opuestas que tenían divida a la nación.
La guerra es, pues, como un plebiscito armado. La lucha blanca de los comicios de Febrero de 1936, en que la falta de conciencia política del gobierno nacional dio arbitrariamente a las fuerzas revolucionarias un triunfo que no había logrado en las urnas, se transformó, por la contienda cívico-militar, en la lucha cruenta de un pueblo partido en dos tendencias: la espiritual, del lado de los sublevados, que salió a la defensa del orden, la paz social, la civilización tradicional y la patria, y muy ostensiblemente, en un gran sector, para la defensa de la religión; y de la otra parte, la materialista, llámese marxista, comunista o anarquista, que quiso sustituir la vieja civilización de España, con todos sus factores, por la novísima “civilización” de los soviets rusos.
Las ulteriores complicaciones de la guerra no han variado más que accidentalmente su carácter: el internacionalismo comunista ha corrido al territorio español en ayuda del ejército y pueblo marxista; como, por la natural exigente de la defensa y por consideraciones de carácter internacional, han venido en ayuda de la España tradicional armas y hombres de otros países extranjeros. Pero los núcleos nacionales siguen igual aunque la contienda,siendo profundamente popular, haya llegado a revestir caracteres de la lucha internacional.
Por esto observadores perspicaces han podido escribir estas palabras sobre nuestra guerra: “Es una carrera de velocidad entre el bolchevismo y la civilización cristiana”. “Una etapa nueva y tal vez decisiva en la lucha entablada entre la Revolución y el Orden”. “Una lucha internacional en un campo de batalla nacional; el comunismo libra en la Península una formidable batalla, de la que depende la suerte de Europa”.
No hemos hecho más que un esbozo histórico, del que deriva esta afirmación: El alzamiento cívico-militar fue en su origen un movimiento nacional de defensa de los principios fundamentales de toda sociedad civilizada; en su desarrollo, lo ha sido contra la anarquía coaligada con las fuerzas al servicio de un gobierno que no supo o no quiso titular aquellos principios.
Consecuencia de esta afirmación son las conclusiones siguientes:
Primera:
Que la Iglesia, a pesar de su espíritu de paz, y de no haber querido la guerra ni haber colaborado en ella, no podía ser indiferente en la lucha: se lo impedía su doctrina y su espíritu el sentido de conservación y la experiencia de Rusia. De una parte se suprimía a Dios, cuya obra a de realizar la Iglesia en el mundo, y se causaba a la misma un daño inmenso, en personas, cosas y derechos, como tal vez no la haya sufrido institución alguna en la historia; de la otra, cualesquiera que fuesen los humanos defectos, estaba el esfuerzo por la conservación del viejo espíritu, español y cristiano.
Segunda:
La Iglesia, con ello, no ha podido hacerse solidaria de conductas, tendencias o intenciones que, en el presente o en lo porvenir, pudiesen desnaturalizar la noble fisonomía del movimiento nacional, en su origen, manifestaciones y fines.
Tercera:
Afirmamos que el levantamiento cívico-militar ha tenido en el fondo de la conciencia popular de un doble arraigo: el del sentido patriótico, que ha visto en él la única manera de levantar a España y evitar su ruina definitiva; y el sentido religioso, que lo consideró como la fuerza que debía reducir a la impotencia a los enemigos de Dios, y como la garantía de la continuidad de su fe y de la práctica de su religión.
Cuarta:
Hoy, por hoy, no ha en España más esperanza para reconquistar la justicia y la paz y los bienes que de ellas deriva, que el triunfo del movimiento nacional. Tal vez hoy menos que en los comienzos de la guerra, porque el bando contrario, a pesar de todos los esfuerzos de sus hombres de gobierno, no ofrece garantías de estabilidad política y social.
6º. Caracteres de la revolución comunista
Puesta en marcha la revolución comunista, conviene puntualizar sus caracteres. Nos ceñimos a las siguientes afirmaciones, que derivan del estudio de hechos plenamente probados, muchos de los cuales constan en informaciones de toda garantía, descriptivas y gráficas, que tenemos a la vista. Notamos que apenas hay información debidamente autorizada más que del territorio liberado del dominio comunista. Quedan todavía bajo las armas del ejército rojo, en todo o parte, varias provincias; se tiene aún escaso conocimiento de los desmanes cometidos en ellas, los más copiosos y graves.
Enjuiciando globalmente los excesos de la revolución comunista española afirmamos que en la historia de los pueblos occidentales no se conoce un fenómeno igual de vesania colectiva, ni un cúmulo semejante, producido en pocas semanas, de atentados cometidos contra los derechos fundamentales de Dios, de la sociedad y de la persona humana. Ni sería fácil, recogiendo los hechos análogos y ajustando sus trazos característicos para la composición de figuras crimen, hallar en la historia una época o un pueblo que pudieran ofrecernos tales y tantas aberraciones. Hacemos historia, sin interpretaciones de carácter psicológico o social, que reclamarían particular estudio. La revolución anárquica ha sido ‘excepcional en la historia’.
Añadimos que la hecatombe producida en personas y cosas por la revolución comunista fue ‘premeditada’. Poco antes de la revuelta habían llegado de Rusia 79 agitadores especializados. La Comisión Nacional de Unificación Marxista, por los mismos días ordenaba la constitución de las milicias revolucionarias en todos los pueblos. La destrucción de las iglesias, o a lo menos, de su ajuar, fue sistemática y por series. En el breve espacio de un mes se habían inutilizado todos los templos para el culto. Ya en 1931 la Liga Atea tenía en su programa un articulo que decía: ‘Plebiscito sobre el destino que hay que dar a las iglesias y casas parroquiales’; y uno de los Comités provinciales daba esta norma: ‘El local o locales destinados hasta ahora al culto destinarán a almacenes colectivos, mercados públicos, bibliotecas populares, casas de baños o higiene pública, etc.; según convenga a las necesidades de cada pueblo’. Para la eliminación de personas destacadas que se consideraban enemigas de la revolución se habían formado previamente las “listas negras”. En algunas, y en primer lugar, figuraba el Obispo. De los sacerdotes decía un jefe comunista, ante la actitud del pueblo que quería salvar a su párroco: “Tenemos orden de quitar toda su semilla”.
Prueba elocuentísima de que de la destrucción de los templos y la matanza de los sacerdotes, en forma totalitaria fue cosa premeditada, es su número espantoso. Aunque son prematuras las cifras, contamos unas 20.000 iglesias y capillas destruidas o totalmente saqueadas. Los sacerdotes asesinados, contando un promedio del 40 por 100 en las diócesis desbastadas en algunas llegan al 80 por 100 sumarán, sólo del clero secular, unos 6.000. Se les cazó con perros, se les persiguió a través de los montes; fueron buscados con afán en todo escondrijo. Se les mató sin perjuicio las más de las veces, sobre la marcha, sin más razón que su oficio social.
Fue “cruelísima” la revolución. Las formas de asesinato revistieron caracteres de barbarie horrenda. En su número: se calculan en número superior de 300.000 los seglares que han sucumbido asesinados, sólo por sus ideas políticas y especialmente religiosas: en Madrid, y en los tres meses primeros, fueron asesinados más de 22.000. Apenas hay pueblo en que no se haya eliminado a los más destacados derechistas. Por la falta de forma: sin acusación, sin pruebas, las más de las veces sin juicio. Por los vejámenes: a muchos se les han amputado los miembros o se les ha mutilado espantosamente antes de matarlos; se les han vaciados los ojos, cortado la lengua, abierto en canal, quemado o enterrado vivos, matado a hachazos. La crueldad máxima se ha ejercido en los ministros de Dios. Por respeto y caridad no queremos puntualizar más.
La revolución fue “inhumana”. No se ha respetado el pudor de la mujer, ni aún la consagrada a Dios por sus votos. Se han profanado las tumbas y cementerios. En el famoso monasterio románico de Ripoll se han destruido los sepulcros, entre los que había el de Wifredo el Velloso, conquistador de Cataluña, y el del Obispo Morgades, restaurador del célebre cenobio. En Vich se ha profanado la tumba del gran Balmes y leemos que se ha jugado al fútbol con el cráneo del gran Obispo Torras y Bages. En Madrid y en el cementerio viejo de Huesca se han abierto centenares de tumbas para despojar a los cadáveres del oro de sus dientes o de sus sortijas. Algunas formas de martirio suponen la subversión o supresión del sentido de humanidad.
La revolución fue “bárbara”, en cuanto destruyó la obra de civilización de siglos. Destruyó millares de obras de arte, muchas de ellas de fama universal. Saqueó o incendió los archivos imposibilitando la rebusca histórica y la prueba instrumental de los hechos jurídico y social. Quedan centenares de telas pictóricas acuchilladas, de esculturas mutiladas, de maravillas arquitectónicas para siempre deshechas. Podemos decir que el caudal de arte, sobre todo religioso, acumulado en siglos, ha sido estúpidamente destrozado en unas semanas, en las regiones dominadas por los comunistas. Hasta el Arco de Bará, en Tarragona, obra romana que había visto veinte siglos, llevó la dinamita su acción destructora. Las famosas colecciones de arte de la Catedral de Toledo, del Palacio de Liria, del Museo del Prado, han sido torpemente expoliadas. Numerosas bibliotecas han desaparecido. Ninguna guerra, ninguna invasión bárbara, ninguna conmoción social, en ningún tiempo: una organización sabia, puesta al servicio de un terrible propósito de aniquilamiento, concentrado contra las cosas de Dios, y los modernos medios de locomoción y destrucción al alcance de toda mano criminal.Conculcó la revolución lo más elementales principios del “derecho de gentes”. Recuérdense las cárceles de Bilbao, donde fueron asesinado por las multitudes, en forma inhumana, centenares de presos, las represalias cometidas en los rehenes custodiados en buques y prisiones, sin más razón que un contratiempo de guerra; los asesinatos en masa, atados los infelices prisioneros e irrigados con el chorro de balas de las ametralladoras; el bombardeo de ciudades indefensas, sin objetivo militar.
La revolución fue esencialmente ‘antiespañola’. La obra destructora se realizó a los giros de “¡Viva Rusia!”, a la sombra de la bandera internacional comunista. Las inscripciones murales, la apología de personajes forasteros, los mandos militares en manos de jefes rusos, el expolio de la nación a favor de extranjeros, el himno internacional comunista, son prueba sobrada del odio al espíritu nacional y al sentido de patria.
Pero, sobre todo, la revolución fue “anticristiana”. No creemos que en la historia del Cristianismo y en el espacio de unas semanas se haya dado explosión semejante, en todas las formas de pensamiento, de voluntad y de pasión, del odio contra Jesucristo y su religión sagrada. Tal ha sido el sacrilegio estrago que ha sufrido la Iglesia en España, que el delegado de los rojos españoles enviado al Congreso de los “sin – Dios”, en Moscú, pudo decir: “España ha superado en mucho la obra de los Soviets, por cuanto la Iglesia en España ha sido completamente aniquilada”.
Contamos los mártires por millares; su testimonio es una esperanza para nuestra pobre patria; pero casi no hallaríamos en el Martirologio romano una forma de martirio no usada por el comunismo, sin exceptuar la crucifixión; y en cambio hay formas nuevas de tormento que han consentido las sustancias y máquinas modernas.
El odio a Jesucristo y a la Virgen ha llegado al paroxismo, y en los centenares de Crucifijos acuchillados, en las imágenes de la Virgen bestialmente profanadas, en los pasquines de Bilbao en que se blasfemaba sacrílegamente de la Madre de Dios, en la infame literatura de las trincheras rojas, en que se ridiculizan los divinos misterios, en la reiterada profanación de las Sagradas Formas, podemos adivinar el odio del infierno encarnado en nuestros infelices comunista. “Tenía jurado vengarme de ti” – le decía uno de ellos al Señor encerrado en el Sagrario; y encañonado la pistola disparó contra él, diciendo: “Ríndete a los rojos; ríndete al marxismo”.
Ha sido espantosa la profanación de las sagradas reliquias: han sido destrozados o quemados los cuerpos de San Narciso, San Pascual Bailón, la Beata Beatriz de Silva, San Bernardo Calvó y otros. Las formas de profanación son inverosímiles, y casi no se conciben sin subestación diabólica. Las campanas han sido destrozadas y fundidas. El culto, absolutamente suprimido en todo el territorio comunista, si se exceptúa una pequeña porción del norte. Gran número de templos. Entre ellos verdaderas joyas de arte, han sido totalmente arrasados: en esta obra inicua se ha obligado a trabajar a pobres sacerdotes. Famosas imágenes de veneración secular han desaparecido para siempre, destruidas o quemadas. En muchas localidades la autoridad ha obligado a los ciudadanos a entregar todos los objetos religiosos de su pertenencia para destruirlos públicamente: pondérese lo que esto representa en el orden del derecho natural, de los vínculos de familia y de la violencia hecha a la conciencia cristiana.
Nos seguimos, venerables Hermanos, en la crítica de la actuación comunista en nuestra patria, y dejamos a la historia la fiel narración de los hechos en ella acontecidos. Si se nos acusaran de haber señalado en forma tan cruda estos estigmas de nuestra revolución, nos justificaríamos con el ejemplo de San Pablo, que no duda en vindicar con palabras tremendas la memoria de los profetas de Israelí que tiene durísimos calificativos para los enemigos de Dios; o con el de nuestro Santísimo Padre que, en su Encíclica sobre el Comunismo ateo habla de “una destrucción tan espantosa, llevada a cabo, en España, con un odio, una barbarie y una ferocidad que no se hubiese creído posible en nuestro siglo”.
Reiteramos nuestra palabra de perdón para todos y nuestro propósito de hacerles el bien máximo que podamos. Y cerramos este párrafo con estas palabras del “Informe Oficial” sobre las ocurrencias de la revolución en sus tres primeros meses: “No se culpe al pueblo español de otra cosa más que de haber servido el instrumento para la perpetración de estos delitos”… Este odio a la religión y a las tradiciones patrias, de las que eran exponente y demostración tantas cosas para siempre perdidas, ‘llegó de Rusia, exportando por orientales de espíritu perverso’. En descargo de tantas víctimas, alucinadas por “doctrinas demonios”, digamos que al morir, sancionados por la ley, nuestros comunistas se han reconciliado en su inmensa mayoría con el Dios de sus padres. En Mallorca han muerto impenitentes sólo un dos por ciento; en las regiones del sur no más de un veinte por ciento, y en las del norte no llegan tal vez al diez por ciento. Es prueba del engaño de que ha sido víctima nuestro pueblo.
7º. El movimiento nacional: sus caracteres.
Demos ahora un esbozo del carácter del movimiento llamado “nacional”. Creemos justa esta denominación. Primero, por su espíritu; porque la nación española estaba disociada, en su inmensa mayoría, de una situación estatal que no supo encarnar sus profundas necesidades y aspiraciones; y el movimiento fue aceptado como una esperanza en toda la nación; en las regiones no liberadas sólo espera romper la coraza de las fuerzas comunistas que le oprimen. Es también nacional por su objetivo, por cuanto tiende a salvar y sostener para lo futuro las esencias de un pueblo organizado en un Estado que sepa continuar dignamente su historia. Expresamos una realidad y un anhelo general de los ciudadanos españoles; no indicamos los medios para realizarlo.
El movimiento ha fortalecido el sentido de patria, contra el exotismo de las fuerzas que le son contrarias. La patria implica una paternidad; es el ambiente moral, como de una familia dilatada, en que logra el ciudadano su desarrollo total; y el movimiento nacional ha determinado una corriente de amor que se ha concentrado alrededor del nombre y de la sustancia histórica de España, con aversión de los elementos forasteros que nos acarrearon la ruina. Y como el amor patrio, cuando se ha sobrenaturalizado por el amor de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, toca las cumbres de la caridad cristiana, hemos visto una explosión de verdadera caridad que ha tenido su expresión máxima en la sangre de millares de españoles que le han dado la grito de “¡Viva España!” “¡Viva Cristo Rey!”
Dentro del movimiento nacional se ha producido el fenómeno, maravilloso, del martirio – verdadero martirio, como ha dicho el Papa – de millares de españoles, sacerdotes, religiosos y seglares; y este testimonio de sangre deberá condicionar en lo futuro, so pena de inmensa responsabilidad política, la actuación de quienes, depuestas las armas, hayan de construir el nuevo estado en el sosiego de la paz.
El movimiento ha garantizado el orden en el territorio por él dominado. Contraponemos la situación de las regiones en que ha prevalecido el movimiento nacional a las denominadas aún por los comunistas. De estas puede decirse la palabra del Sabio: “Ubi non est gubernatur, dissipabitur populus”; sin sacerdotes, sin templos, sin culto, sin hambre y la miseria. En cambio, en medio del esfuerzo y del dolor terrible de la guerra, las otras regiones viven en la tranquilidad del orden interno, bajo la tutela de una verdadera autoridad, que es el principio de la justicia, de la paz y del progreso que prometen la fecundidad de la vida social. Mientras en la España marxista se vive sin Dios, en las regiones indemnes o reconquistadas se celebra profusamente el culto divino y pululan y florecen nuevas manifestaciones de la vida cristiana.
Esta situación permite esperar un régimen de justicia y paz para el futuro. No queremos aventurar ningún presagio. Nuestros males son gravísimos. La relajación de los vínculos sociales; las costumbres de una política corrompida; el desconocimiento de los deberes ciudadanos; la escasa formación de una conciencia íntegramente católica; la división espiritual en orden a la solución de nuestros grandes problemas nacionales; la eliminación, por asesinato cruel, de millares de hombres selectos llamados por su estado y formación a la obra de la reconstrucción nacional; los odios y la escasez que son secuelas de toda guerra civil; la ideología extranjera sobre el Estado, que tiende a descuajarle la idea y de las influencias cristianas; serán dificultada enorme para hacer una España nueva injertada en el tronco de nuestra vieja historia y vivificada por su savia. Pero tenemos la esperanza de que, imponiéndose con toda su fuerza el enorme sacrificio realizado, encontraremos otra vez nuestro verdadero espíritu nacional. Entramos en él paulatinamente por una legislación en que predomina el sentido cristiano en la cultura, en la moral, en la justicia social y en el honor y culto que se debe a Dios.
Quiera Dios ser en España el primer bien servido, condición esencial para que la nación sea verdaderamente bien servida.
8º. Se responde a unos reparos
No llenaríamos el fin de esta Carta, Venerables Hermanos, si no respondiéramos a algunos reparos que se nos han hecho desde el extranjero.Se ha acusado a la Iglesia de haberse defendido contra un movimiento popular haciéndose fuerte en sus templos y siguiéndose de aquí la matanza de sacerdotes y la ruina de las iglesias. – Decimos que no. La irrupción contra los templos fue súbita, casi simultánea en todas las regiones, y coincidió con la matanza de sacerdotes. Los templos ardieron porque eran casas de Dios, y los sacerdotes fueron sacrificados porque eran ministros de Dios. La prueba es copiosísima. La Iglesia no ha sido agresora. Fue la primera bienhechora del pueblo, inculcando la doctrina y fomentando las obras de justicia social. Ha sucumbido – donde ha dominado el comunismo anárquico – víctima inocente, pacífica, indefensa.
Nos requieren del extranjero para que digamos si es cierto que la iglesia en España era propietaria del tercio del territorio nacional, y que el pueblo se ha levantado para librarse de su opresión.- Es acusación ridícula. La Iglesia no poseía más que pocas e insignificantes parcelas, casas sacerdotales y de educación, y hasta de esto se había útilmente incautado el Estado. Todo lo que posee la Iglesia en España no llenaría la cuarta parte de sus necesidades, y responde a sacratísimas obligaciones.
Se le imputa a la Iglesia la nota de temeridad y partidismo la mezclarse en la contienda que tiene dividida a la nación.
– La Iglesia se ha puesto siempre del lado de la justicia y de la paz, y ha colaborado con los poderes del Estado, en cualquier situación, al bien común. No se ha atado a nadie, fuesen partidos, personas o tendencias. Situada por encima de todos y de todo, ha cumplido sus deberes de adoctrinar y exhortar a la caridad, sintiendo pena profunda por haber sido perseguida y repudiada por gran número de sus hijos extraviados. Apelamos a los copiosos escritos y hechos que abonan estas afirmaciones.Se dice que esta guerra es de clases, y que la Iglesia se ha puesto del lado de los ricos.