Declaraciones de Francisco Franco sobre Petáin en “Arriba”

 
 
 
 
25 de febrero de 1951    
 
 
 
   Francia celebra ahora el aniversario de la batalla de Verdún, en la cual fue sin par figura el anciano Mariscal Felipe Pétain, hoy privado de su libertad en la nación vecina. Con este motivo, Su Excelencia el Generalísimo Franco ha concedido a nuestro director las siguientes declaraciones:   
 
 
   – Mi General: con motivo del trigésimo quinto aniversario de la batalla de Verdún que va a celebrarse en Francia, desearíamos poder publicar algo sobre la gran figura militar de aquella epopeya, tan decisiva en la Primera Guerra Mundial, y por considerarle un buen amigo de España y de V. E., nos atreveríamos a pedirle unas palabras sobre la vida del Mariscal en relación con nuestra Patria.  
 
 
   «Lo haré con gusto si puede servir, como espero, para definir una faceta más de su vida, que pocos conocen como yo. Por tratarse de un magnífico soldado y gran General, forzosamente tenía que ser patriota y  caballero; como patriota, supo elevarse sobre viejos prejuicios y patrioterías baratas de su país para creer que la amistad sincera y sin doblez entre nuestros países había de ser para España y Francia conveniente y fructífera, y así se pronunció desde todos los puestos superiores que en aquel Ejército desempeñó, y como caballero, repugnó cuanto pudiera empañar aquella lealtad que los amigos, como las naciones, se deben. De la colaboración establecida en norte de África con el General Primo de Rivera fue el más decidido paladín, y durante nuestra Cruzada, desde el alto puesto que ocupaba en el Consejo Superior de Guerra de Francia, se opuso a todas aquellas medidas intervencionistas que el Frente Popular quería tomar.»  
 
 
   -¿Cuándo le conoció Su Excelencia?   
 
 
   «Le conocí en Marruecos, cuando yo era todavía un joven teniente coronel y él ya un veterano mariscal de Francia. Desde entonces me distinguió con su amistad; más tarde nos encontramos en Paris, y aunque nos distanciaban los años y algunas veces las opiniones, por las distintas características psicológicas de nuestros Ejércitos, que cada uno de nosotros parecía encarnar, sin embargo, sabíamos estimarnos y comprendernos.»  
 
   -¿Supo comprender el Mariscal la trascendencia de la Cruzada española?   
 
 
   «No; le pasó como a otros muchos extranjeros: no la comprendió. No hay que olvidar que él era el más fiel representante del “gran mundo”, y, por otra parte, le desagradaba la actitud favorable alemana hacia nuestro bando; pero no por ello falló su buen criterio sobre la necesidad de la amistad entre nuestros pueblos y la conveniencia para Francia de no intervenir en un conflicto que, sin duda, la arrastraría a una conflagración general.»      
 
 
   -¿Entonces, todo lo que allí se pecó o toleró fue contra su voluntad?  
 
 
   «Desde luego. Yo creo que si hubiera estado en sus manos, que no lo estuvo, no hubiéramos tenido de qué quejarnos. Siguiendo su espíritu de caballero servía a Francia en primer lugar, evitándole para el futuro una tercera frontera.»  
 
 
   -¿Puede decirme algo de su obra como Embajador en España?  
 
 
   «El Mariscal Pétain fue, por cuanto antes le expresé, la figura que podía sernos más grata de la nación francesa y su nombramiento respondió a la inquietud de aquella hora en que había que desandar el camino de errores emprendido, ya que el tiempo había dado la razón al viejo Mariscal, y aquí vino lleno de buena fe; y lo que de Francia se consiguió en aquella hora, devolución por vía legal del oro de Mont-de-Marsan y otros servicios, a él en su mayor parte se debieron. Su presencia en España afianzó nuestra vieja camaradería de soldados, pese a que hasta el final de su estancia entre nosotros no pudo entender nuestro Movimiento.»  
 
 
   -¿Cuándo cree Su Excelencia que lo comprendió?  
 
 
   «Cuando presenció la derrota de su país; cuando le llamaron a Francia para liquidar la guerra perdida. y concertar el armisticio. Al apreciar las consecuencias de lo que desde aquí veníamos percibiendo:   la caída vertical del espíritu patriótico francés al compás que el país se parasitaba de maestros y alcaldes socialistas y comunistas. Entonces comprendió el grave mal que a Francia le aquejaba y la razón de nuestra Ley constitutiva del Ejército, que le confía no sólo la guarda del exterior, sino la defensa interior. Aquí, en este mismo despacho, tuve con él la última entrevista como Embajador, cuando vino a despedirse por haber sido llamado por la Asamblea francesa. Entonces fui testigo de excepción de la emoción, preñada de dolor, del glorioso soldado: «Mi patria ha sido derrotada y me llaman para hacer la paz y firmar el armisticio. Usted tenía razón. Esta es la obra treinta años de marxismo. Me llaman para hacerme cargo de la nación y vengo a despedirme.» (La emoción nublaba los ojos del viejo Mariscal.) Un consejo leal de camarada brotó de mis labios: «No vaya, Mariscal. Escúdese en sus muchos años; que los que dieron la guerra la liquiden y firmen el armisticio. Gracias a Dios estaba usted aquí apartado, sin responsabilidades. Es el soldado victorioso de Verdún; una su nombre a lo que otros perdieron”.» «Lo sé, mi General; pero me llama mi Patria y a ella me debo –me contestó–. Tal vez sea éste el último servicio que pueda prestarle.» Me abrazó muy emocionado y partió para, el sacrificio.»  
 
 
   -¿No lo ha vuelto Su Excelencia a ver desde entonces?  
 
 
   «Si, nos encontramos de nuevo en Montpellier, a regreso de Italia. Almorcé con él y pasamos unas horas juntos. Estaba bajo el calvario de la ocupación alemana, y una vez más me hizo presente sus buenos deseos hacia España, soñando con un futuro de buena amistad entre nuestras naciones, ofreciéndose en cuanto estuviera en su mano a corregir las injusticias históricas con nosotros cometidas.»         
 
 
   -¿Podríamos hacer los españoles algo por el viejo Mariscal?  
 
 
   «Poco, por tratarse de asunto íntimo y privativo de otra nación. Solamente nos cabe lamentar su desgracia y ofrecerle, por si llegara el caso, la hospitalidad de nuestro maravilloso clima mediterráneo, donde, mientras no se extinguiesen las pasiones, podría pasar, querido y respetado, los últimos años de su vida.»  
 
 
 
(Facilitado por Eduardo Palomar Baró)