El Generalísimo y el Barça. Deus ex machina, por Miguel Espinosa García de Oteyza

Miguel Espinosa García de Oteyza

La Galerna

 

 

Como tantas otras cosas cuando uno es un niño, esa palabra esdrújula de cuatro sílabas era entonces un arcano para mí. Recuerdo perfectamente la primera vez que la oí. Fue el caluroso verano de 1.965. Mis padres habían alquilado un chalet a las afueras de Madrid, en Villaviciosa de Odón, y dos jóvenes reporteras de la revista “Ama” vinieron en un seiscientos a entrevistar a mi madre, la esposa del flamante ministro de Hacienda.

Apenas una semana antes, el 7 de julio, festividad de San Fermín, Franco había remodelado su Gobierno.

En mitad de la distendida charla, mientras tomaban un piscolabis en el jardín a la sombra de un pino, junto al reluciente Citroën Tiburón familiar a bordo del cual, Rafael, un chófer enjuto y fumador, nos llevaría los cuatro años siguientes al colegio, una de las periodistas preguntó a mi madre:

—¿Te gusta la política, Amalia?

Sin titubear, a la vez que tejía unos patucos con sus largas agujas de punto para el bebé que estaba esperando, mi madre contestó con un lacónico:

—No.

—Pero si es la ciencia encaminada al logro del bien común… —insistió, bolígrafo en ristre, la periodista.

—Si solo fuera eso…

Amalia entrevista Ama

Lógicamente, mi madre no se refería a la política “stricto sensu”, sino a su lado oscuro, a todas esas pulsiones que subyacen tras la cosa pública: la codicia, el arribismo, las traiciones, las intrigas, las conspiraciones…

Aunque era madrileña como mi padre —ambos habían sido vecinos en la calle Lagasca, junto al Parque del Retiro—, todavía sentía nostalgia de los trece años que residieron en Barcelona, donde se establecieron, recién casados, el frío invierno del 44 en un piso de alquiler en la calle Infanta Carlota, nada más aprobar mi padre las oposiciones de Inspector del Timbre.

—Los mejores años de nuestra vida… —suspiraba mi madre evocando el título de la mítica película de William Wyler mientras hojeaba, con un brillo de melancolía en la mirada, los álbumes de fotos en blanco y negro de esa época: los aperitivos en la terraza del Sandor; la noria del Tibidabo, desde cuya cazoleta divisaban en lontananza el mar azul; el colegio Nelly, al que asistieron mis hermanos mayores; las palomas revoloteando en la plaza de Cataluña; la brisa salitre de las playas del Mediterráneo alborotándole el pelo… todos esos instantes formaban parte de su acervo sentimental y también, cómo no, la lacrimógena cena de despedida que les ofrecieron su legión de amigos en Can Culleretes.

Amalia y Juan José Espinosa San Martín

Sí, porque su vida dio un giro inesperado cuando en la crisis de gobierno de febrero del 57, el nuevo ministro de Hacienda, Mariano Navarro Rubio, tras jurar el cargo le propuso a mi padre ser el jefe de su gabinete, lo que significó su vuelta a la capital y el salto política.

Dos años más tarde, en octubre del 59, fue nombrado director general del Tesoro, y el 7 de julio de 1.965, ministro de Hacienda, sucediendo al propio Navarro Rubio, el artífice, junto a Alberto Ullastres, del Plan de Estabilización que supuso un punto de inflexión en el franquismo, oxigenando la economía española hasta ese momento asfixiada por la autarquía.

Juan José Espinosa Ya ministro

Pero volvamos al verano del 65.

Por aquel entonces no existían las discotecas en España y al caer la tarde, mis hermanas mayores se divertían con su pandilla haciendo guateques bajo la pérgola del jardín, junto a un barreño de sangría.

Los sesenta fueron la década de la explosión del pop español y en el tocadiscos de vinilo se sucedían los “singles” de Los Brincos, Los Bravos, Los Mustang, Los Sírex o el Dúo Dinámico.

Entre las “lentas”, la más solicitada era una balada italiana: “Il Mondo“, de Jimmy Fontana.

Aunque Conchita Velasco echó el resto  desgañitándose con su “Chica ye-yé“, la canción del verano fue sin duda alguna “La Yenka“, un baile “naif” que popularizaron dos rubicundos hermanos holandeses, cuyo estribillo iba acompasado de saltitos a uno y otro lado.

La fatalidad, sin embargo, se cebó con el espigado Johnny que hubo de conformarse con alcanzar la gloria póstuma, ya que falleció esa Semana Santa, sólo tres meses antes de que la pegadiza canción arrasara en las listas de éxitos, como consecuencia de las secuelas del aparatoso accidente de tráfico que sufrió con su hermano Charley en el tramo de la nacional 340 que une Reus y Salou.

Yo mientras tanto vivía feliz en mi mundo imaginario jugando a las chapas que se deslizaban raudas y veloces a base de papirotazos por los circuitos que trazaba arrastrando las manos sobre la tierra del jardín, con curvas serpenteantes y rectas interminables, hasta acabar con las rodillas desolladas.

Mi ídolo de entonces era José Pérez Francés, el apuesto corredor del equipo Ferrys —”el Rodofo Valentino de la ruta”, le llamaban— que el 2 de julio protagonizó una gesta en el Tour de Francia al fugarse del pelotón en solitario más de doscientos kilómetros, durante la etapa comprendida entre la localidad occitana de Ax-les-Thermes y la ciudad condal, sacando de sus casas a miles de barceloneses que lo jalearon en las calles, dándole palmaditas en la espalda o echándole cubos de agua para paliar el sofocante calor hasta que, exhausto, alzó los brazos al cruzar la meta de Montjuich.

José Pérez Francés cubo agua

Entretanto, la política, esa palabra entonces indescifrable para mí, asociada al mundo de los adultos, transitaba por otros derroteros.

Franco, como era habitual, tras festejar el 18 de julio en el Palacio de La Granja —donde por vez primera asistieron mis padres—, inició sus vacaciones estivales en el Pazo de Meirás, aprovechando esos días de descanso para jugar al golf, ir a los toros, navegar en el Azor o entregarse a la pesca fluvial.

El viernes 13 de agosto hubo Consejo de Ministros y a primera hora de esa soleada mañana, los titulares de cada departamento partieron en sus coches oficiales, precedidos por un enjambre de motoristas, desde el Hotel Finisterre, donde estaban hospedados, hasta el Pazo.

En medio de un denso silencio, apenas roto por el gorjeo de las aves y rodeada de una frondosa arboleda, se alzaba sobre una ladera la Torre de la Quimera, sancta santorum de la Condesa de Pardo Bazán, su antigua propietaria, y desde donde la eximia escritora naturalista gallega, retirada del mundanal ruido,  alumbró, entre otras obras, “Los Pazos de Ulloa”.

Tras aparcar junto a la escalinata, los ministros descendieron de sus vehículos y a continuación posaron para la prensa, bronceados y risueños, flanqueando a Franco.

Después de departir unos instantes en el vestíbulo, el ayudante solemnemente les anunció:

—Su Excelencia ha pasado a la sala de Consejos.

Y acto seguido se dirigieron hasta el comedor donde se celebraban las reuniones.

El Generalísimo les aguardó en pie, junto a la puerta, y fue estrechando ceremoniosamente la mano de todos y cada uno de sus dieciocho ministros, entre los cuales había seis oficiales del Ejército: el Vicepresidente del Gobierno, Agustín Muñoz Grandes, que comandó la División Azul en el frente ruso —el mismo que se entrevistó con Hitler en su cuartel general de Rastenburg, “la guarida del lobo”, y fue condecorado por el Fürher con una de las más altas distinciones de la Alemania nazi: la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro con Hojas de Roble—; el almirante Pedro Nieto Antúnez, “Pedrolo”, íntimo amigo de Franco, ferrolense como el Caudillo, y su compañero favorito de pesca en el Azor; el ministro de la Gobernación, el teniente general Camilo Alonso Vega, otro de los hombres de máxima confianza del Generalísimo; el ministro del Ejército, el general Camilo Menéndez Tolosa; el ministro del Aire, teniente general Lacalle Larraga; y el ministro de la Presidencia, el almirante Luis Carrero Blanco, que dos años después, tras la renuncia de Muñoz Grandes, se convertiría en la mano derecha de Franco hasta que fue asesinado por la ETA el 20 de diciembre de 1.973.

Todos ellos habían participado en la Guerra Civil y fueron condecorados por su valor en la contienda.

También cumplimentaron a Franco, los ministros que estaban al frente de las carteras económicas, los tecnócratas, que dieron una pátina de modernidad al Régimen: el ministro de lndustria, el ingeniero Gregorio López Bravo; el Comisario del Plan de Desarrollo y ministro sin cartera, el catedrático de Derecho Administrativo barcelonés, Laureano López Rodó —en todos los gobiernos de Franco hubo al menos un catalán, de quienes el Generalísimo tuvo siempre un magnífico concepto por su diligencia y laboriosidad—; el ministro de Comercio, el abogado del estado, Faustino García-Moncó; y el ministro de Hacienda, Juan José Espinosa San Martín, padre del autor de estas líneas.

Juan José Espinosa y Franco

Los cuatro miembros del Opus Dei.

Encabezando el sector azul del gabinete, el ministro secretario general del Movimiento, el egabrense José Solís Ruiz, “la sonrisa del Régimen”; y el ministro de Información y Turismo, que ejercía de portavoz del gobierno, Manuel Fraga Iribarne, fundador junto a otros ex ministros de Franco de Alianza Popular, embrión del actual Partido Popular.

Para completar la lista: Silva Muñoz (Obras Públicas); Castiella, (Asuntos Exteriores); Oriol (Justicia); Romeo Gorría (Trabajo); Díaz-Ambrona (Agricultura); Martínez Sánchez-Arjona (Vivienda); y el profesor Lora Tamayo (Educación y Ciencia).

Una vez ocuparon sus asientos, los ministros extrajeron papeles e informes de sus gruesas carteras negras. Sobre la mesa había blocs con el membrete del Consejo de Ministros, además de jarras de agua, vasos y cuencos con bombones y caramelos para aplacar la ansiedad de los fumadores.

Aun así, Muñoz Grandes tenía el privilegio de ausentarse de vez en cuando a fumar un cigarrillo dejando la puerta entreabierta para escuchar las deliberaciones desde la sala anexa.

Ante el Jefe del Estado había un viejo despertador metálico —Franco no usaba reloj—, un timbre manual y una bandeja de lápices con las puntas afiladas, con los que los ministros tomaban notas y en ocasiones se distraían haciendo garabatos. Carrero dibujaba minuciosamente árboles y mi padre conservó alguno de ellos dedicados por el almirante.

De las paredes colgaban platos, trofeos de caza y bodegones pintados por el Caudillo para solazarse en sus ratos de ocio.

Consejo Ministros Franco

Franco siempre comenzaba los Consejos de Ministros con una breve disertación acerca de los temas de actualidad de la semana y luego permanecía en silencio.

Entre los asuntos a tratar en el orden del día aquel viernes 13 de agosto, figuraba el crítico momento que atravesaba el club de fútbol Barcelona, que se hallaba al borde de la bancarrota.

Pero… ¿cómo era posible que una institución de la solera del Barça hubiera llegado a semejante situación?

Todo empezó con las elecciones a la presidencia del club que se celebraron en 1.953. El candidato Miró Sans basó su campaña en el proyecto de levantar un nuevo campo para construir el nuevo Barcelona. Los éxitos del “Barça de las cinco copas”, con su legendaria delantera formada por Basora, César, Kubala, Moreno y Manchón, que inmortalizó Serrat en su hermosa canción “Temps era Temps“, tenía la “culpa” de que el campo de Las Corts se hubiese quedado pequeño.

Por si fuera poco, la reciente construcción de Chamartín, en 1947, bajo el mandato de su nuevo presidente, el audaz y brioso Santiago Bernabéu, había puesto los dientes largos al club azulgrana.

—¡Por el mejor estadio del mundo! —fue el eslogan escogido en la campaña electoral por Miró Sans, un joven empresario falangista conocido por su facundia.

Enfrente, el veterano Amat Casajoana, septuagenario, más prudente y sensato, era partidario de limitarse a ampliar el aforo reformando el campo.

De alguna manera, ambos encarnaban esa dualidad tan propia de la idiosincrasia catalana: el seny y la rauxa.

Por un estrecho margen de votos —apenas trescientas papeletas— venció Miró Sans que se puso de inmediato manos a la obra, encomendando la tarea de levantar el nuevo estadio a su primo —y vecino en la calle Amigó— el reputado arquitecto Francesc Mitjans Miró.

Mitjans —que no era aficionado al fútbol— viajó por las principales ciudades de Europa y Suramérica, visitando sus estadios más emblemáticos a la vez que remitía a su primo postales con observaciones anexas escritas a mano.

Londres, París, Roma, Berlín, Zurich, Lisboa, Viena… ninguno de los campos que veía le satisfacía plenamente hasta que se quedó boquiabierto cuando apareció ante sus ojos el majestuoso Maracaná.

En las gradas del bello estadio de Río de Janeiro, todavía resonaba el eco de los lamentos de los aficionados cariocas que presenciaron desolados e incrédulos como en el minuto 79 de la final de la Copa del Mundo del 50, el delantero charrúa Alcides Ghiggia batió por bajo a su arquero Moacir Barbosa, arrebatándoles en su propio feudo el preciado trofeo. El célebre “Maracanazo”, que provocaría una oleada de suicidios entre la Torcida.

Sin embargo, a Mitjans no le convenció el diseño circular del monumental estadio brasileño porque dificultaba la visibilidad de algunos espectadores.

Por eso, sugirió a su primo que comprara los terrenos adyacentes para ensanchar así el futuro estadio que tenía en la mente. Necesitaba más espacio.

Maqueta Camp Nou Miro Sans

—El campo tiene que respirar —advirtió Mitjans.

Lo que encarecía considerablemente la operación, que empezó a adquirir tintes cuasifaraónicos.

Aun así, el impetuoso presidente, poseído por sus delirios de grandeza, estaba dispuesto a liarse la manta a la cabeza y pidió a los socios que hicieran un sacrificio anticipando varias cuotas.

—¡Todo por el Barça! —clamó cegado por la pasión Miró Sans.

En 1954 colocó la primera piedra. Originariamente la idea era llamarlo Joan Gamper, en honor del suizo que fundó el Barcelona con un grupo de amigos en 1.899. O, sencillamente, estadio del Fútbol Club Barcelona. Sin embargo, cuando la gente pasaba por delante del esqueleto del campo, que poco a poco iba tomando cuerpo, empezó a referirse al futuro estadio como el “campo nuevo” —en relación al antiguo de Las Corts, inaugurado en 1.922—, y fue así cómo el habla popular de los barceloneses, antes de que concluyeran las obras, lo acabó bautizando: el Camp Nou.

Sin embargo, problemas derivados del subsuelo, demora en la construcción, encarecimiento de los materiales dispararon el presupuesto inicial.

Tras no pocas vicisitudes, el 24 de septiembre de 1.957, festividad de la Virgen de la Mercè, patrona de Barcelona, se inauguró el estadio con la asistencia, entre otras ilustres personalidades, del ministro secretario general del Movimiento, José Solís Ruiz, en representación del Jefe del Estado, y el alcalde de la ciudad, José María de Porcioles, que apenas llevaba unos meses al frente del consistorio.

LA IDEA ERA LLAMARLO JOAN GAMPER O, SENCILLAMENTE, ESTADIO DEL FÚTBOL CLUB BARCELONA. SIN EMBARGO, CUANDO LA GENTE PASABA POR DELANTE DEL ESQUELETO DEL CAMPO EMPEZÓ A REFERIRSE AL FUTURO ESTADIO COMO EL “CAMPO NUEVO” (CAMP NOU)

El cuero, entretanto, seguía rodando.

Fueron los años de gloria de su eterno rival, el Real Madrid, que liderado por Alfredo Di Stefano, el mejor jugador del momento, arrasaba en Europa. Y los nervios empezaron a aflorar en Can Barça.

Las desavenencias del entrenador, el vehemente Helenio Herrera, con el secretario técnico del club, José Samitier, y su rutilante estrella, Laszlo Kubala, unido al mal ambiente que reinaba en la Casa, llevaron a Miró Sans a dimitir en el año 60, unos meses después de que los merengues conquistaran la quinta Copa de Europa consecutiva frente al Eintracht de Fránkfurt en la memorable final de Glasgow.

La Quinta Zarraga, Canario, Marquitos 1960

Se abrió entonces un periodo de interinidad en el cual el club azulgrana pasó a manos de una gestora que convocó nuevos comicios en los cuales únicamente podían participar los socios compromisarios.

Se impuso por un puñado de votos el adinerado empresario textil Enric Llaudet, de “Hilaturas Llaudet”, falangista de la primera hora, como su antecesor, Miró Sans.

Pero el flamante presidente no pudo entrar con peor pie. Sólo una semana después de la fatídica final de la Copa de Europa disputada en el estadio Wankdorf de Berna el 31 de mayo de 1961 —la primera que jugaba el Barcelona en su historia—, en la cual el infortunio persiguió como un maleficio a los delanteros húngaros del Barça —Kubala, Kocsis y Czibor— que estrellaron tres balones en los palos cuadrados de la meta del Benfica, entrenado por el turco Bela Guttmann, quien un año más tarde —y ya con Eusebio en sus filas— ajusticiaría también al Real Madrid en la final europea.

El barcelonismo se quedó en estado de shock. Y emprendió su particular travesía del desierto. A las dificultades económicas, se sumó la sequía de títulos.

Llaudet no tuvo más remedio que desmantelar la sección de baloncesto.

La situación era cada vez más angustiosa.

Ahogado por las deudas, que ascendían a más de doscientos treinta millones de pesetas, el club lo fio todo a la venta del antiguo terreno de Las Corts —declarado zona verde— como edificable. Lo contrario supondría una debacle.

Tocaba “jugar” en los despachos…

Cuando las reuniones de Enric Llaudet con Porcioles parecían llegar a buen puerto toparon de nuevo con la oposición de diversas entidades.

AHOGADO POR LAS DEUDAS, QUE ASCENDÍAN A MÁS DE 230 MILLONES DE PESETAS, EL BARÇA LO FIO TODO A LA VENTA DEL ANTIGUO TERRENO DE LAS CORTS —DECLARADO ZONA VERDE— COMO EDIFICABLE. LO CONTRARIO SUPONDRÍA UNA DEBACLE

Aunque el alcalde realizó esfuerzos ímprobos por echar una mano al club —tan es así que le hicieron socio de honor—, el conflicto definitivamente se había enquistado…

Compartir el Camp Nou con sus vecinos “pericos” —como hacen el Inter y el Milán en el Giuseppe Meazza—, fue la propuesta del entonces directivo del Español y presidente de Matesa, el empresario de moda, Juan Vilá Reyes, pero el Barcelona se negó en redondo.

Cuando todo parecía definitivamente perdido, entró en escena un personaje que acabaría resultando clave: Juan Gich Bech de Careda, un periodista culto y refinado, crítico de arte, colaborador de TeleExpress y La Vanguardia, que además formaba parte del sanedrín culé.

Gich —hijo de un médico rural asesinado por el bando republicano en la Guerra Civil—, se valió de su amistad con Torcuato Fernández Miranda, entonces director de Promoción Social, para que el asunto llegase a la mesa del Consejo de Ministros que debía celebrarse el 13 de agosto en el Pazo de Meirás.

Lo que demandaba encarecidamente el Barça era la recalificación del solar de Las Corts: su tabla de salvación.

Aquella tórrida jornada, mientras los españoles combatían la canícula remojándose en las playas del litoral peninsular, al presidente del Barcelona no le llegaba la camisa al cuello. Lo que estaba en juego era nada menos que la supervivencia del club. Su ser o no ser.

Al mismo tiempo, en los transistores de toda España, como si de un guiño del destino se tratara, sonaba incesantemente la canción que acababan de lanzar al mercado Los Beatles: “Help!

I need somebody

Help!

Not just anybody

Help!

Necesito a alguien

¡Socorro!

No cualquier persona

¡Socorro!

Help The Beatles

Imploraba la letra compuesta por John Lennon, uno de los integrantes del “cuarteto de melenudos” —como los definió el NO-DO—, que justo ese verano actuaron en España.

Ciertamente, sólo Franco —y su gobierno— podían salvar al Barça de la ruina.

Y lo hicieron…

A última hora de la tarde, compareció ante la prensa el titular de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, comunicando las resoluciones adoptadas por el Consejo de Ministros, entre las cuales figuraba la aprobación del decreto ley que daba luz verde a la reconversión de Las Corts.

No sé si esa calurosa noche de verano se desató una tormenta, como sucedió cuando Alejandro Magno cortó con su espada el nudo gordiano, pero de lo que estoy seguro es de que al enterarse de la buena nueva, no hubo un ser más dichoso sobre la faz de la tierra que Enric Llaudet. Al fin podría dormir tranquilo. El Barça se había salvado.

Deus ex machina es una locución latina cuyo significado es “el dios baja de la máquina” y tiene su origen en el teatro griego y romano cuando desde fuera del escenario una grúa introducía a un actor que encarnaba una deidad para resolver una situación desesperada.

Fueron Esquilo y Sófocles los primeros en emplear este recurso. Y después, Eurípides, que en “Medea” libra a su heroína de la muerte enviándole un carro de fuego a través de Helios.

Así pues, como en el teatro clásico, el Generalísimo “descendió de la máquina” para socorrer al Barça cuando estaba a punto de precipitarse al abismo.

CIERTAMENTE, SÓLO FRANCO —Y SU GOBIERNO— PODÍAN SALVAR AL BARÇA DE LA RUINA. Y LO HICIERON

Aquel viernes 13 de agosto, al declinar el día, Franco se despidió sobre la escalinata del Pazo de sus ministros, mientras las Sanglas de los motoristas que formaban parte de la comitiva emitían sus suaves rugidos.

Al día siguiente, tras pernoctar en el Hotel Finisterre, los titulares de cada departamento partieron a sus respectivos lugares de veraneo, con la excepción del almirante Nieto Atunez y el teniente general Alonso Vega, que permanecieron una semana en el Pazo,  acompañando al Jefe del Estado.

Esos días, Franco y sus dos íntimos amigos, además de salir a navegar, presenciaron a través de la pequeña pantalla la eliminatoria de Copa Davis que enfrentó a España y Estados Unidos en el Real Club de Tenis Barcelona —”la pista talismán”, como diría el inolvidable Juan José Castillo—, donde en el punto decisivo de dobles, Manolo Santana y “Lis” Arilla derrotaron a la pareja estadounidense en un vibrante y agónico partido.

Al cabo de un año, el verano del 66, el Barcelona hizo realidad su anhelado sueño: vender el solar de Las Corts como zona edificable. El factótum de la inmobiliaria Hábitat, José María Figueras, fue quien compró el terreno por doscientos veintiocho millones de pesetas, con lo cual el club azulgrana saldó la deuda que le ahogaba.

Poco después, se procedió a la demolición del vetusto estadio de Las Corts, por donde las ratas campaban a sus anchas, y sobre el mismo solar en el que otrora hicieron las delicias de la afición culé, Biosca, Gonzalvo lll o Ramallets, la constructora levantó inmuebles con pisos de tres y cuatro dormitorios a pagar en doce años.

Torcuato Fernández Miranda, el enlace de Gich con el gobierno, fue nombrado socio de honor del club azulgrana.

El 1 de julio de 1968, José María de Porcioles,  impuso la Medalla de Oro de la ciudad de Barcelona a mi padre, como recoge en su portada “La Vanguardia”.

—El hombre que está hoy al frente del departamento de Hacienda —proclamó el alcalde en el histórico Salón de Ciento— ha dedicado siempre, ya en su etapa en la delegación de Hacienda de Barcelona y posteriormente en el ministerio, una atención singular hacia los problemas de la ciudad condal para los que ha mostrado siempre comprensión y un trato preferencial.

En su discurso de agradecimiento, mi padre, entre otras cosas, afirmó:

—Entiendo que esta condecoración se le concede a un viejo barcelonés más que a un ministro de Hacienda. Un cúmulo de recuerdos viene hoy a mi memoria… En esta ciudad han nacido siete de mis once hijos y aquí he forjado las mejores amistades de mi vida. Porque Cataluña es un pueblo que rinde culto a la amistad…

A continuación, en la cena de gala con la que fue agasajado en el Palacio Albéniz, tuvo unas palabras de recuerdo para Ricard Permanyer, su maestro en lengua catalana y autor del poemario “Més enllà dels sentits”, galardonado con el Premio Ciudad de Barcelona.

Decía Jean Cocteau que “la historia está hecha de verdades que tarde o temprano llegarán a ser mentiras y la mitología de mentiras que con el paso del tiempo se convierten en verdades”.

Acusar al Real Madrid de ser el equipo del Régimen, como ha hecho recientemente Laporta, para desviar el foco del caso Negreira,  estableciendo una dicotomía Franco-Barça, de manera que el Real Madrid representaría el franquismo y el Barcelona a un club sometido por la dictadura; o sostener, como en su día escribió Vázquez Montalbán en un célebre artículo, que “el Barça es el ejército desarmado de Cataluña”, pretendiendo dotarlo así de una armazón ideológica, no es más que una manipulación burda y grosera de la Historia.

Anexo al “Mira, chato” de hoy

¿Dónde se ha visto que los oficiales de un ejército condecoren al general del bando enemigo?

En la final de la Copa del Generalísimo, disputada el año 51 en Chamartín, donde se enfrentaron el Barcelona y la Real Sociedad, tras la conquista del trofeo por el conjunto culé, el entonces mandamás azulgrana, Agustín Montal Galobart,  embargado por la emoción, en un arrebato se quitó de la solapa la insignia de oro y brillantes del club y se la puso a un atónito Franco.

Su vástago, Agustín Montal Costa, que también fue presidente del Barça años después, no quiso ser menos que su progenitor y condecoró al Jefe del Estado por partida doble, primero el 27 de mayo de 1971, como agradecimiento por la ayuda prestada por el gobierno a fondo perdido de 43 millones de pesetas para las obras del Palau Blaugrana y, posteriormente, el 27 de febrero de 1974, con ocasión de las bodas de platino del club.

En ambas ocasiones, en El Pardo, y entre lisonjas, florilegios y ditirambos al Caudillo que hoy causan alipori.

Tal vez por eso, para expiar su sentimiento de culpa, el Barcelona hace unos años, bajo el mandato de Josep Maria Bartomeu, decidió retirar al Generalísimo los honores con los que fue untuosamente distinguido en vida, como si de repente les urgiera guardar el haz de flechas que algunos de sus mandatarios lucieron en el pecho de su camisa azul mahón en el carcaj de la Historia.

“Fue adorado en vida con tanta vileza como ultrajado a su muerte”, dijo Tácito de Vitelio.

¿DÓNDE SE HA VISTO QUE LOS OFICIALES DE UN EJÉRCITO CONDECOREN AL GENERAL DEL BANDO ENEMIGO?

Más allá de la nostalgia de lo inexistente, de la prevaricación intelectual y de la “falacia ad populum”, propalada machaconamente como un mantra, y amplificada por los medios afines, hay algo todavía más obsceno —si cabe— que la tergiversación de la Historia: la ingratitud.

El escepticismo que mi madre mostró sobre la política a esas dos jóvenes reporteras de la revista “Ama” cuando fueron a entrevistarla el verano del 65 a Villaviciosa de Odón, tenía algo de premonitorio.

Ese gobierno, enfrentado por la sucesión de Franco, cuatro años más tarde saltó por los aires.

Con el paso del tiempo —y ahora que ya sé de qué se trata—, he llegado a la misma conclusión que mi madre —como en tantas otras cosas— acerca de la política: a mí tampoco gusta.

Y todavía menos cuando se pretende confundir aviesamente con el deporte.

Ha llovido mucho desde ese largo y cálido verano, en el que yo me pasaba tardes enteras jugando a las chapas —de Pepsi, de Mirinda, de Cinzano…—, con las rodillas hincadas en la tierra del jardín, mientras fantaseaba con emular algún día la épica escapada protagonizada por Pérez Francés en el Tour de Francia.

El mundo, entretanto, ha seguido —y seguirá— girando, como en la balada de Jimmy Fontana, como esos “singles” que al caer la tarde daban vueltas y vueltas en el tocadiscos de vinilo de los guateques de mis hermanas…

 

Fotografías: Miguel Espinosa García de Oteyza y Getty Images.


Publicado

en

por

Abrir chat
Hola 👋
¿En qué podemos ayudarte?