El Tabú

 
 
Julio Camba Andreu
Escritor y periodista español 
 
 
 
   ¡Franco, Franco, Franco!… Una de las cosas que mejor demuestran la limpieza de nuestra vida pública es esta claridad con que pronunciamos todos el nombre del Caudillo. Franco. Francisco Franco Bahamonde. ¡Saludo a Franco! ¡Viva Franco!
 
   Se habla mucho de la democracia como de un sistema político donde no caben ambages, circunloquios, eufemismos ni anfibologías, es decir, donde al pan se le llama siempre pan y al vino, vino, y por lo que respecta a nuestra democracia, yo no dudo lo del vino ni lo del pan, pero ¿por qué no habíamos de llamarle a don Niceto Alcalá Zamora don Niceto Alcalá Zamora o a don Manuel Azaña don Manuel Azaña? Me refiero, claro está, a cuando don Manuel Azaña o don Niceto Alcalá Zamora eran presidentes de la República, que es cuando nadie se atrevía a designarlos por sus nombres ni por sus cargos. No es que hubiese en la Constitución ningún artículo que lo prohibiera, pero daba igual. Si no en la letra, la prohibición iba implícita en el espíritu del régimen y siendo tan sencillo decir “don Fulano de Tal” o bien “el jefe del Estado”, los periodistas se volvían locos buscando sinónimos y perífrasis con que referirse al jefe del Estado don Fulano de Tal.
 
   Era un lenguaje arcano, misterioso y sibilino, que sólo podrían entender algunos iniciados; un lenguaje de pitonisa o echadora de cartas que nos dejaba a casi todos en ayunas. ¿Cómo adivinar, en efecto, cuando se nos hablaba de unas esferas elevadísimas, a las que ni en sueños podría llegar nunca el común de los mortales, que esto constituía una alusión al bueno de don Niceto y no al profesor Pickard, ni a ningún otro intrépido explorador del espacio? Y cuando, sin nombrar las esferas ni los círculos, se nos decía simplemente “en las alturas”, esto es, más allá de las nubes, por encima del rayo mortífero y el trueno ensordecedor, ¿quién diablos iba a pensar en aquel señor Azaña, que dos días antes estaba aún en su fúnebre covachuela del ministerio de Instrucción pública, recibiendo a las gentes con la pluma en una oreja y los codos de la americana protegidos por unas sobremangas de percal?
 
   ¡En las alturas!… ¡En las más elevadas esferas!… “Tenemos entendido que en las alturas…”, decía un periódico. “Convenientemente  informador -escribía otro-, podemos asegurar que en las más elevadas esferas…”
 
   Como digo, ningún artículo de la Constitución prohibía citar con su verdadero nombre al jefe del Estado, y yo no sé si era un terror supersticioso lo que impedía a las gentes el hacerlo, como si de la enunciación de ese nombre no pudiera esperarse ninguna cosa buena, o si, por el contrario, se trataba de una medida política, serenamente calculada; pero lo es cierto es que el “tabú” funcionaba a las mil maravillas. Usted tomaba un ciudadano cualquier, lo ponía en la Presidencia de la República, y a los dos meses de perífrasis y circunloquios ya no sabía usted si el presidente de la República era aquel ciudadano que usted había sacado del café Regina o si era un dios de la Mitología pagana; si era un señor de carne y hueso o una fuerza de la naturaleza; si era una esfera o si era una persona, un hombre o un gas, un socio del Ateneo o, en fin, el propio Júpiter tonante que viste y calza… Mucho pan pan y mucho vino vino, mucha responsabilidad ante el país, mucho acabar con los secretos y las clandestinidades, pero, en aquella República tan laica, nadie podía pronunciar en vano el santo nombre del Presidente.
 
Artículo publicado en el ABC de Sevilla, el 11 de enero de 1938 
 
 
 
 
 

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