¿Era Franco buen o mal militar? (I), por José Javier Esparza

José Javier Esparza
 
Franco no fue un mal militar. Tampoco fue el Gran Capitán. Franco fue un oficial valeroso hasta lo temerario, un jefe muy eficaz –también muy duro- y un general eficiente aunque sin gran brillo estratégico. No era, ciertamente, Rommel ni Napoleón. Lo suyo no eran las estrategias de gran estilo, sino lo que Johnson llama “las tripas de la guerra”, es decir, la táctica, la logística, la organización. Cualidades –y carencias- que llevó consigo, por cierto, al ejercicio de la política.
 
Hace tiempo que en España es muy difícil hablar de Franco con libertad. Casi tanto como cuando él mandaba. Ayer era obligatorio cubrirle con las virtudes de un César. Hoy, invariablemente, hay que cargar al personaje con todos los defectos posibles, aunque sean irreales, so pena de convertirte en sospechoso de “franquismo”. Todo eso ha distorsionado la imagen del personaje en perjuicio del frío juicio histórico. La deformación llega al extremo de cuestionar incluso lo obvio, a saber, sus cualidades militares. En la nueva historiografía oficial, Franco no aparece como un militar de nivel respetable –lo que objetivamente era-, sino como una especie de frío carnicero atenazado por sus complejos personales, cuyo heroísmo en Marruecos era en realidad un invento de la prensa burguesa (sin duda para preparar el camino de la dictadura, ¿eh?), obsesionado por implantar por todas partes una disciplina cruel, de inteligencia muy limitada, cauteloso como una rata, incapaz de planificar estrategias de gran aliento, habituado a poner las vidas de sus soldados al servicio de sus propias ambiciones personales, muy inferior a los geniales estrategas del Frente Popular (Miaja y Rojo), etc. Eso hay que decir que fue Franco. Así lo manda la autoridad.
 
Es un retrato tan acibarado que cuesta entender que a este tipo, cargado con semejantes tachas, le hicieran capitán con 22 años, comandante con 23 y general con 34. Que Millán Astray le escogiera de entre la miríada de oficiales “africanistas” para crear la Legión o que, más tarde, se le entregara la dirección de la Academia Militar. Que todo el mundo tratara de granjearse su apoyo en la conspiración de 1936 y que después, pese a sus vacilaciones, se le designara jefe absoluto del ejército sublevado. Que lograra, en fin, ganar una guerra que comenzó en clamorosa inferioridad de tropas y, sobre todo, de recursos. ¿Es ese el currículum de un militar mediocre? La leyenda negra, simplemente, no encaja con la hoja de servicios. O miente la realidad, o miente la leyenda. Lo asombroso es que hoy tanta gente prefiera pensar que es la realidad la que miente.
 
Un cadete poco habitual
 
Bueno o malo, Franco era ante todo y sobre todo un militar, y nunca quiso ser otra cosa. Conforme a la tradición familiar, y como sus dos hermanos, Nicolás y Ramón, intentó entrar en la Armada. Sólo Nicolás lo consiguió. No porque los otros dos, Francisco y Ramón, no dieran la nota, como deja entender alguna biografía, sino porque en 1907 se suprimió por razones presupuestarias el acceso a la Escuela Naval –que era un barco: la Asturias-, y no habría nuevas oposiciones hasta 1913. Francisco y Ramón acudieron al Ejército, a la Academia de Toledo (el segundo, como es sabido, acabará en la Aviación, donde escribirá hazañas sin cuento). Francisco Franco resultó un cadete poco habitual, muy lejos del canon bélico: canijo, flaco, de voz aflautada… Tampoco sus calificaciones fueron sobresalientes: el número 251 de los 312 de la promoción. A cambio, nadie le niega una desmesurada fuerza de voluntad y una enorme capacidad de sacrificio. El 13 de julio de 1910 obtiene el despacho de segundo teniente de Infantería, o sea, alférez. Tiene 17 años.
 
Es muy posible que la experiencia de la Academia, junto con sus propias características físicas e intelectuales, orientara el tipo de militar que Franco resultó ser. El ejército español de la época, tan pobre en recursos como en moral, venía de la traumática derrota del 98 frente a los Estados Unidos y en la época en que Franco se gradúa, 1910, acababa de sufrir en Melilla el desastre del Barranco del Lobo (27 de julio de 1909), típico ejemplo de cómo hacer la guerra con muy poca cabeza. Basta leer la crónica de este episodio melillense para constatar las carencias del ejército español: tropas compuestas por reclutas de leva nulamente motivados (la movilización había desencadenado la célebre “semana trágica”), tácticas muy rudimentarias, escasísimo apoyo técnico (en aquel barranco, por ejemplo, se maniobró sin apenas artillería), gravísimas carencias logísticas, errores garrafales en fortificación de posiciones… Una calamidad. Si creemos al Galdós de Los Arapiles, la escasa aplicación de la inteligencia a la disciplina militar venía siendo una de las taras permanentes del ejército español.
 
Pero en la Academia de Toledo ejerce como director desde 1907 uno de los escasos talentos militares del momento: Villalba Riquelme, obsesionado por modernizar la fuerza armada a base de educación física, racionalización extrema de la fortificación y de la logística, instrucción avanzada de los reclutas, tecnificación del tiro, renovación continua de los ejercicios tácticos… Franco no fue un alumno brillante, pero, a juzgar por los hechos posteriores y por su manera de conducir tropas y campañas, no cabe duda de que sacó buen provecho de todas estas enseñanzas. Después de dos años de destino rutinario en El Ferrol, Franco, con una recomendación bajo el brazo, busca pasar a Marruecos, donde la guerra colonial abre oportunidades de gloria. Se presenta ante el jefe del regimiento África 68. Es precisamente Villaba Riquelme, su antiguo profesor. Bajo sus órdenes llega a Melilla. Corre febrero de 1912 y Franco comienza una carrera que va a llevarle al generalato en catorce años de campaña africana.
 
 
África
 
Los años africanos de Franco son absolutamente cruciales para entender al personaje. La guerra de Marruecos era una sórdida carnicería. Para uso de las nuevas generaciones, recordemos que aquella no era una guerra de España contra el reino de Marruecos, sino contra las cabilas bereberes que ocupaban el territorio del Rif, en el norte del país, y que aspiraban a su independencia. En un complejísimo juego de política colonial entre Francia, Inglaterra y Alemania, Marruecos había terminado convertido en protectorado –pero con soberanía nominal del sultán alauita- y a España le había tocado en el reparto precisamente aquella zona norte, el Rif, una cadena montañosa que oscila entre los parajes semidesérticos y las cumbres boscosas: una franja del tamaño de la comunidad valenciana en el norte de África, desde el Atlántico hasta la frontera con Argelia. ¿Y qué nos jugábamos en el Rif? Un poco de todo. Desde el punto de vista del prestigio nacional, una compensación moral a la pérdida de Cuba y Filipinas. Desde el punto de vista geopolítico, un colchón protector para las plazas tradicionales de Ceuta y Melilla que permitiera controlar las dos orillas del Mediterráneo. Y desde el punto de vista económico, los intereses mineros, particularmente los encarnados por Romanones y Güell. El Rif no es una tierra pobre –abundan los cultivos-, pero tampoco es Eldorado. Y sin embargo, había que estar allí.
 
En términos puramente técnicos, la tarea no era particularmente compleja: controlar territorio, asegurar comunicaciones, vigilar caminos, proteger poblaciones… Un trabajo para la guardia civil, podríamos decir. El problema, evidentemente, eran los rifeños: una veintena de tribus que llevaba mil años haciendo la guerra contra todo vecino e incluso entre sí mismas. La guerra rifeña no se parecía en nada a la europea, ni siquiera a la que España había librado en Cuba: aquellas tribus, escindidas a su vez en clanes, practicaban una economía de pillaje y saqueo que incluía la guerra como uno más de sus hábitos; una guerra propiamente “asimétrica”, basada en golpes de mano y expediciones de rapiña. Para una vieja potencia colonial como España, el paisaje no resultaba desconocido: bastaba pactar con tal o cual jefe, un soborno aquí y otro allá, y generalmente el campo quedaba libre. Pero en el Rif concurrían dos circunstancias que cambiaban las cosas. La primera, que alemanes e ingleses, en los años previos y como lubricante de sus enjuagues políticos, habían llenado la región de fusiles modernos, ametralladoras y hasta piezas artilleras de pequeño calibre, lo cual convertía a las cabilas rifeñas en un enemigo nada despreciable. La segunda, que desde mediados de la década de 1910 el Rif vivía una intensa efervescencia nacionalista, y eso aumentaba la belicosidad de los naturales del país.
 
No sobran acentos para subrayar la dureza del combate. Los rifeños atacan en bandas bien organizadas y bien armadas, conocen su terreno y con frecuencia utilizan en su provecho la indefinición geográfica que separa la zona española de la francesa. Además, no han abandonado los viejos hábitos de la guerra tribal, que incluyen, por supuesto, la captura de prisioneros a modo de rehenes por los que cobrar rescate, pero también costumbres brutales como la tortura de los presos, la emasculación de los cadáveres, la decapitación, etc. Lo que hay enfrente es una tropa española mal armada y peor dirigida, compuesta por tropa de leva que no entiende qué hace allí –y no era fácil entenderlo- y que sobrelleva como puede el terror que los rifeños le inspiran.
 
La “baraka”
 
Franco se estrena como alférez en el África 68. Brilla de inmediato porque es combativo, ordenado, frío y eficaz. Como la tropa española es muy poco efectiva, el mando decide crear unidades de voluntarios marroquíes: los Regulares. Franco pide plaza en el nuevo cuerpo y se le concede. Es abril de 1913. Tiene 20 años. Acaba de ascender a teniente por antigüedad: el único ascenso por escalafón de su carrera, porque todos los demás serán por méritos. En los regulares da el do de pecho. Podemos imaginar la cara con la que mirarían los moros a ese jovencito canijo de voz infantil. Pero el canijo se pone al frente de la tropa, ordena cargar a la bayoneta y su figura se agiganta. Para sus moros, Franco se convierte en un héroe de leyenda. Las cosas en aquellas unidades de regulares son muy simples: si ganas, te siguen hasta la muerte; si pierdes o flaqueas, se amotinan o desertan. Franco lo entiende muy rápidamente.
 
En refriegas que son auténticas ensaladas de tiros, el joven teniente nunca elude la primera línea. Gana una Cruz al Mérito Militar. Enseguida, en 1915, asciende a capitán por méritos de guerra. Tiene 22 años: el capitán más joven del ejército. La sangría es enorme: en dos años y medio de combates, de los 41 oficiales que componen la plantilla de los regulares, 35 han resultado muertos o heridos. Él no. Él tiene “baraka”, como dicen los moros. Y para enardecer más a sus tropas, adopta la costumbre de cabalgar sobre un caballo blanco cuando arranca el fuego. Su carrera está a punto de pararse en seco en junio de 1916, en las lomas del Biutz, cuando una bala le perfora el vientre. Gana el combate, pero se desvanece al borde de la muerte. Le salvó el agotamiento, curiosamente: el jadeo movió su diafragma de tal manera que una bala mortal de necesidad entró y salió sin tocar ningún órgano vital. Por la acción obtendrá –después de mucho insistir- su ascenso a comandante. Y era, una vez más, el comandante más joven de España.
 
Como en Marruecos no hay plaza libre de comandante, se le envía de nuevo a la península: al regimiento del Príncipe en Oviedo. Allí le sorprende otro suceso que influirá decisivamente en sus ideas políticas: la huelga general de 1917, en cuya represión participa. Pero lo que Franco quiere es volver a África. En un curso de tiro en Valdemoro conoce al teniente coronel Millán Astray, que estaba intentando sacar adelante en España algo parecido a la Legión Extranjera francesa. Franco y Millán Astray son personalidades enteramente distintas, pero se entienden, quizá porque se complementan. Millán Astray propondrá a Franco como segundo jefe de la Legión. Ésta, bajo el nombre de Tercio de Extranjeros, queda finalmente creada en enero de 1920. El que firma la orden es Villalba Riquelme, el viejo profesor y jefe de Franco, que mientras tanto había sido nombrado Ministro de la Guerra.
 
Novio de la muerte
 
La Legión cambió la forma de hacer la guerra en Marruecos. Esa unidad, formada enteramente por voluntarios venidos de cualquier parte sin necesidad de acreditar otra cosa que buena salud, permitía una facilidad de maniobra muy superior a la de las tropas de leva. Una instrucción extremadamente exigente y una disciplina férrea hicieron el resto. Por primera vez los rifeños se van a encontrar con unos soldados que no tienen miedo a morir –es bien conocido el cortejo de la muerte que caracteriza al legionario-. Aún más, aquellos legionarios de primera hora no retrocederán a la hora de usar los mismos procedimientos brutales de los rifeños, como atestiguan las fotografías de moros decapitados.
 
Las victorias se suceden: Xauen, Benilai, Bujarraz… La Legión opera en el lado occidental del Protectorado asegurando las posiciones que defienden Tetuán, Tánger y Larache. No son batallas realmente importantes, pero la ocasión vendrá pronto. En 1921 se produce el desastre de Annual: una retirada muy mal planificada por el general Silvestre que dejó a las tropas españolas a merced de los rifeños, para entonces organizados ya bajo el mando de Abd el Krim. La ofensiva rifeña llega a las puertas de Melilla. La ciudad pide socorro. Se envía una bandera de la Legión: la que manda Franco. En tiempo récord, los legionarios marchan de Xauen a Tetuán, allí cogen un tren hasta Ceuta, embarcan y llegan a Melilla justo a tiempo de evitar el desastre. Cien kilómetros en día y medio. Franco es recibido como un héroe y se lanza al combate. El Tercio –con otras tropas llegadas de la península- salva Melilla, contraataca, pone en fuga a los rifeños, que asombrosamente han dudado ante una Melilla inerme, e incluso recupera varias posiciones. Con Millán Astray herido en la toma de Nador, Franco se hace cargo provisionalmente de la Legión. Entrega el mando al teniente coronel Valenzuela y vuelve a Oviedo. Pero Valenzuela muere en combate y Franco vuelve al escenario. Esta vez, como teniente coronel. Y jefe de la Legión.
 
Franco es un jefe singular. No tiene nada que ver con la estampa tópica del militar en campaña. Franco no bebe. Franco no juega. Franco no fuma. Franco no frecuenta burdeles. Cuando tocan retreta, pide un vaso de leche y se mete en su tienda cargado de planos, expedientes y estadillos. Imperturbable y hermético, ese hombre pequeño de vocecilla atiplada no retrocede ni rehúye la primera línea, pero tampoco arriesga inútilmente la vida de sus hombres. Con Franco no falta comida, no falta agua, no falta una buena alambrada o un buen cobertizo. Incluso crea escuelas para los legionarios. Pero Franco tampoco tolera la menor falta de disciplina: exige mucho, castiga fuerte y es un juez severísimo. Es fama –lo contó algún legionario- que muchos hubieran deseado meterle un tiro por la espalda, pero ninguno se atrevía por si, en ese momento, Franco se daba la vuelta. Estamos hablando de un tipo que acaba de cumplir los 30 años. En febrero de 1925, con 32, asciende a coronel por méritos de campaña.
 
La siguiente página en este historial es el desembarco de Alhucemas, una vasta operación conjunta hispano-francesa para acogotar a Abd el-Krim y sus rifeños. Será en septiembre de 1925. El despliegue técnico impresiona: más de cien barcos, 162 aeronaves, 17 carros de combate, 13.000 hombres. Por parte francesa manda el contingente el mariscal Pétain. En Alhucemas se cubren de gloria la Legión y su jefe: Franco. Francia le hará comendador de la Legión de Honor. El 13 de febrero de 1926 es ascendido a general de brigada. El más joven de Europa. Ese mismo año su hermano Ramón, con Ruiz de Alda y Rada, ha protagonizado otra hazaña: el primer vuelto trasatlántico entre España y América.
 
El ascenso a general apartó a Franco de África y le sumergió literalmente en otro mundo: el de las responsabilidades políticas, aun dentro del estamento militar. Empezaba otra vida.
 
Pero eso lo veremos en la próxima entrega.
 
 

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