Ya lo dijo: Vicente Enrique y Tarancón, el 20 de noviembre de 1975

 
 
 
 
… “La vida de los justo está en manos de Dios”. Yo, que como sacerdote he pronunciado tantas veces estas palabras siento hoy una especialísima emoción al repetirlas ante el cuerpo de quien durante casi cuarenta años con una entrega total rigió los destinos de nuestra Patria. En esta hora nos sentidos todos acongojados ante la desaparición de esta figura auténticamente histórica. Nos sentimos, sobre todo, doloridos ante la muerte de alguien a quien sinceramente queríamos y admirábamos. Hay lágrimas en muchos ojos y yo quiero que mis primeras palabras de obispo, sean para recordar a todos, a la luz de nuestra fe cristiana, que los muertos no mueren del todo, que la muerte no es el fin, sino principio; que es la puerta de la vida verdadera, el ingreso en la casa del Padre. Todos nos vamos, todos caemos. Pero los creyentes sabemos que “hay alguien que acoge esa caída con suavidad inmensa entre sus manos”. Francisco Franco, después de una larga vida, cargada de enormes y de tremendas tareas y responsabilidades, está ya en las manos de Dios, manos justas y misericordiosas, manos paternales.
 
   Creo que nadie dudará en reconocer aquí conmigo la absoluta entrega, la obsesión diaria incluso, con la que Francisco Franco se entregó a trabajar por España, por el engrandecimiento espiritual y material de nuestro país, con olvido incluso de su propia vida.
 
   Este servicio a la Patria es también una virtud religiosa. No hay incompatibilidad entre el auténtico amor a la Patria y la fe cristiana. Si alguna forma de incompatibilidad existiera, es porque se entiende mal el amor a la Patria y la fe cristiana. Si alguna forma de incompatibilidad existiera, es porque se entiende mal el amor a la Patria o porque se vive mal la fe cristiana, porque el servicio a la comunidad degenera en falso nacionalismo o porque la fe se pone no al servicio del Evangelio, sino al de una ideología humana.  
 
 
   Quien tanto y tanto luchó hasta extinguirse por nuestra Patria, presentará hoy en las manos de Dios este esfuerzo, que habrá sido su manera de amar, con limitaciones humanas, como la de todos, pero esforzada y generosa siempre. Yo estoy seguro de que Dios perdonara sus fallos, premiará sus aciertos y reconocerá su esfuerzo. Nosotros, con nuestra oración de hoy, le acompañaremos para que ese perdón y se reconocimiento sea completo. Él ha muerto uniendo los nombres de Dios y de España, como acabamos de oír en el último mensaje. Gozoso porque moría en el seno de la Iglesia, de la que siempre ha sido hijo fiel.
 
 
   En esta hora decisiva para nuestro país y ante el cuerpo del hermano que acaba de abandonarnos, creo realizar el mayor homenaje hacia él y cumplir, al mismo tiempo, mi misión de obispo llamando a todos los españoles a la unión, a la concordia, a la convivencia fraterna… El destino de España en esta hora importante está en alas manos de Dios. Pero está también en las manos de todos nosotros.
 
 
   No es esta hora de tragedias ni de pánicos. Es hora de que todos los españoles cumplamos con nuestro deber de servicio a la comunidad. Yo pido este esfuerzo, como español, a todos los españoles. Yo os lo pido a todos los cristianos como obispo.   Este compromiso será, junto a nuestra oración, el mejor regalo, el mejor elogio que podemos hacer a quien acaba de dejarnos. Que a nosotros nos dé el coraje y a él el descanso. Que a nosotros y a él nos dé su paz.
 
(Vicente Enrique y Tarancón, Cardenal Arzobispo de Madrid 
Homilía de “Corpore in sepulto”
20 de noviembre de 1975, en la Capilla de El Pardo)
 

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