Franco: del hombre al símbolo, por Blas Piñar López

Blas Piñar López

Publicado en la Revista “Fuerza Nueva” (nº 849, del 17 de septiembre al 1 de octubre de 1.983)

 

 

 

El uno de octubre de 1.936 Francisco Franco aceptaba la plena y supe­rior capitanía del Estado, entonces en gestación, del 18 de julio. Una monarquía -unidad de poder- con un Caudillo al frente, resumían y sintetizaban la esencia política del Régimen que se acababa de instaurar, de acuerdo no sólo con cuanto demandaba la guerra en curso, que sería larga, sino el talante histórico del pueblo español.

La obra de Franco está ahí, expuesta a la contemplación y al análisis. A partir del 20 de noviembre de 1.975, quien la reconozca como positiva no podrá ser acusado de adulación servil o interesada, y quien la vitupere, con el criterio comparativo que deparan al observador los años precedentes y subsiguientes, habrá de ser calificado de ciego por animadversión y soberbia.

De cara a este nuevo aniversario, parece oportuno alzarse de la obra ingente al autor de la misma. Hoy, y creo que es muy difícil ponerlo en duda, los españoles seguimos disfrutando de esa obra e, incluso, viviendo de sus ren­tas. Lo que sucede es que unos actúan contra ella con espíritu de revancha, lo que es empresa propia de mal nacidos; otros, habiendo colaborado en la misma, o se avergüenzan y ocultan, queriendo pasar al anonimato irresponsable, lo que es señal de cobardía, o se unen a la tarea reformista, con oportunismo despreciable; otros apuran sus últimos beneficios, sin recordar a su artífice, lo que es síntoma evidente de ingratitud; y otros, por último, con objetividad y sensatez, lo juzgan, apreciando sus errores -inherentes a la condición y actividad humanas-, pero también sus innumerables aciertos políticos, sociales y económicos.

El artífice de esa obra fue Francisco Franco. Si ha podido hablarse de un motor del cambio con respecto a la etapa que se inicia con la reforma, argumentos más convincentes nos llevan a considerar a Franco como el gestor, ina­sequible al desaliento, de una tarea ingente: galvanizar a un pueblo y elevarlo a la categoría de lo heroico; coronar con la victoria absoluta una Cruzada con­tra el comunismo y sus cómplices; crear un Estado nuevo al servicio de la Nación; elevar el nivel de vida de los españoles, sacándolos de la pobretería y de la miseria; erradicar el analfabetismo; recuperar el retraso industrial; terminar con el paro y la proletarización; llevar a cabo una política de la vivienda que transformó en pequeños propietarios a millones de obreros; inaugurar obras públicas de todo género, desde presas a altos hornos, desde carreteras a aeropuertos, desde trasvases a complejos fabriles; resolver con visión de futu­ro las consecuencias de la imprevisión pasada (incendio de Santander e inundaciones de Valencia); mantener la paz social y el orden público, jugar hábilmen­te en la política exterior, combinando la entereza con la habilidad y el valor con la prudencia.

Franco, el hombre, reunía cualidades extraordinarias para esa obra singular. Su pasión por España no supo de arrebatos pasajeros, sino de equili­brio sosegado y constante. Por eso, ni se envaneció con los éxitos ni titubeó o amilanó ante las dificultades.

Su vocación y profesión castrenses le depararon un conocimiento exac­to de las virtudes y defectos de los españoles, a los que aprendió a dirigir en las duras jornadas marroquíes y en los acuartelamientos militares. Si la disciplina fue su predicación constante, con la palabra y el ejemplo, también supo ponerla al servicio del honor, negándose a convertirla en cadena que lo ahogase. Si hay que obedecer a Dios antes que a los hombres; si “el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios”, la consecuencia para Franco no podía ser otra: poner como pretexto la disciplina para empeñar o pisotear el honor hubiera sido, en una coyuntura como la del 18 de julio, una afrenta al honor, un agravio al alma y un desprecio a Dios.

 

Su calidad de estadista se puso de manifiesto en su clara y acertada solución para los graves problemas de su tiempo, que es también y todavía el nuestro. De cara al interior, supo hacer una política social sin caer en la he­terodoxia socialista; una política de respeto a la libertad profunda del hombre, sin sacrificarla a la parodia del liberalismo; una política de integración na­cional y de respeto a las regiones; una política de inspiración cristiana sin beatería gazmoña. De cara al exterior, puso el dedo en la llaga al señalar la tragedia de un entendimiento militar con la Unión Soviética, que arrojaría en manos del comunismo, contra la voluntad de sus habitantes, todo el Oriente europeo, y dando pruebas de lealtad a sus convicciones, por un lado se negó a embarcarse en la disputa suicida de Occidente, y por otro, quiso enviar a la estepa una División de voluntarios; aguantó con fortaleza única el acoso de quienes se habían declarado hipócritamente sus amigos y aguardó paciente el regreso de los embajadores a Madrid; y acertó en su objetivo de acelerar el reencuentro de las naciones de la Comunidad hispánica.

Franco, el hombre, el español, el militar, el estadista, no está con nosotros, Pero Franco era y es sobre todo algo más que un hombre, un español, un militar y un estadista, Franco era y es, sobre todo, un símbolo; y el símbo­lo continúa, está aquí, con una presencia renovada y vitalizada cada día por el fervor o el insulto, no sólo a nuestra propia escala, sino a escala universal. A esa escala se es franquista o antifranquista, porque a esa escala, por encima de la historia de cada pueblo y más allá de todo aislamiento fronterizo, se está con una concepción del hombre, de la sociedad y del Estado, la que él repre­senta, o con otra concepción distinta, que representan quienes, en facciones dispares en apariencia, antes y ahora se declaran sus enemigos pertinaces.

El testamento de Franco es una de las páginas más bellas, más since­ras y más conmovedoras de la antología política. En cada una de sus frases se desborda el espíritu genial, y a la vez humilde, del Caudillo. Y a esas frases habrá que remitir, para que las medite, a quien, con pureza de intención, quie­ra entregarse al servicio de la Patria.

Franco, el símbolo. He aquí lo que importa en la etapa difícil. No nos preocupe demasiado, aunque nos indigne, lo que ha sucedido en Valencia. Si el hecho de enviar encapuchados a destruir y retirar la estatua ecuestre del Caudillo pone de manifiesto una conciencia culpable y un miedo insólito a enca­rarse no sólo con él, sino con su efigie, el acuerdo municipal iconoclasta y antifranquista es un reconocimiento oficial y público de Franco como símbolo.

Hay que repudiar al agnóstico y al blasfemo, pero repudiando a los dos, prefiero al último, porque el primero, en su indiferencia tolerante, no cree en Dios, mientras que el segundo cree, pues si no creyera en El, no le ofendería odiándole. Entre el agnosticismo político que dejase sin un recuerdo la imagen de Franco y la blasfemia política que supone arrancarla de cuajo, prefiero la última, porque sólo se odia aquello que tiene fuerza, carisma, capaci­dad de contagio, posibilidad de presente y de futuro; y porque Franco y el franquismo lo tiene, aquí en España y fuera de España, el revanchismo hace de las suyas; pero también de las nuestras, porque no sólo el fervor de la Plaza de Oriente, de Madrid, sino el atentado de la Plaza del Caudillo, de Valencia, confirman que Franco no sólo fue un hombre, un hombre excepcional, sino que era y sigue siendo un símbolo.


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