Franco y el Estado, por Gonzalo Fernández de la Mora y Mon

Gonzalo Fernández de la Mora

Boletín Informativo F.N.F.F. nº 17

 

El ex Ministro de Franco, GONZALO FERNÁNDEZ DE LA MORA, uno de los escritores políticos más rigurosos de nuestro tiempo, en quien la fuerza de la lógica y la claridad en el raciocinio son virtudes de un pensamiento que se ex-presa siempre en un lenguaje de noble calidad publicó el pasado 20 de noviembre en el diario «ABC», y bajo el título que antecede estas líneas, el artículo que, por su alto interés, nos honramos en reproducir seguidamente:

El Estado no es un fin en sí mismo, no es algo a cuya forma armónica deban sacrificarse los individuos, como creen muchos totalitarios y no pocos demócratas. Para que el Estado sea más o menos simétrico no se debe pagar precio alguno. Lo que importa no es que sea bonito; es que sirva. El Estado es sólo un instrumento para proporcionar al ciudadano un orden cada vez más justo y próspero; pero es socialmente un instrumento principalísimo, porque articula a todos los demás instrumentos, desde la pala al computador.

El buen gobierno consiste en lograr dos objetivos: uno es perfeccionar el instrumento estatal para que funcione y otro es ponerlo al servicio del bien común. Sobre lo que sea el bien común puede haber opiniones diferentes, pero no sobre lo que sea un Estado en forma. Con ideologías diferentes, Suiza y Formosa son dos Estados eficaces. Y en política, como en cualquier actividad, por ducho que sea el artesano, no es fácil hacer obra buena con herramienta mala.

Nuestro pasado es aleccionador en esta materia. Gracias a los Reyes Católicos, España fue el primer país que tuvo un Estado nacional moderno, y con él se logró la unidad, la hegemonía mediterránea y América. Felipe II desarrolló aquel instrumento hasta convertirlo en la compleja y operativa administración imperial. Carlos III sustituyó los objetivos divinales por los terrenales, pero acrecentando en vez de destruir la capacidad del Estado. En el siglo XIX, algún hombre excepcional, como Mon o Cánovas, sobreponiéndose a la incapacidad partitocrática, incorporaron a nuestro aparato administrativo algunas mejoras esenciales. Al cabo de un siglo de bruscos altibajos, el Estado fue rehecho por Primo de Rivera y funcionó durante un quinquenio en el que parecía que España volvía a ser Europa. La II República fue un período de descomposición estatal: deterioro de algunos Cuerpos e instituciones fundamentales, politización, desmoralización y paralización de la burocracia pública, crisis del principio jerárquico en la Administración y el desorden de los Estatutos regionales. Los frente-populistas perdieron la guerra civil porque, aunque tenían coraje, ideales, oro y apoyo exterior, no tenían Estado.

Que Franco, muerto hoy hace un lustro, dio a España el orden más justo y más próspero de toda nuestra historia es algo que atestigua la aritmética y que cada día resulta más evidente para más españoles. Pero tan alto logro ¿fue sólo el fruto del arte personal de un político extraordinariamente hábil o fue también la consecuencia de la sabia construcción técnica de una máquina estatal operante? En mi opinión, más lo segundo que lo primero. El prudencialismo de Franco es ya un lugar común de los historiadores mínimamente objetivos, pero aún no se ha destacado su dimensión de estadista en sentido estricto; o sea, de hombre que, independientemente de las ideologías, coordinó el montaje y la puesta a punto de un Estado eficaz.

Durante el mandato de Franco, el Estado adquirió una capacidad funcional como no había tenido nunca en España y una eficacia socioeconómica muy superior a la media de los Estados europeos. Así se acortaron drásticamente las distancias. También esto se demuestra con rudimentos de aritmética. El llamado «milagro económico español», que transformó en gran potencia industrial a un pobre país agrícola, no fue un inexplicable toque taumatúrgico, sino la obra racional de un gobernante que dotó a su país de un Estado dinámico, flexible, enjuto, barato y eficaz.

Se sentaron las nuevas bases constitucionales: unidad nacional, unidad de Poder, unidad sindical, representación de intereses y prioridad a las libertades reales sobre las formales. Nuevos Ministerios económicos, como los de Vivienda, Turismo y Plan de Desarrollo. Nuevos Cuerpos técnicos, como los de comercio, turismo, los economistas y los magistrados del Trabajo. Nuevos entes de capacitación, como la Escuela de Administración Pública, la Escuela Judicial, la Escuela Diplomática, la Escuela de Organización Industrial y la Escuela Oficial de Turismo. Nuevos centros de promoción cultural, como el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el Instituto de Estudios Políticos, el Instituto de Cultura Hispánica, el Instituto Nacional del Libro, el Instituto de Estudios de Administración Local y el Instituto de España. Nuevas Facultades, como las de Política, Economía y Periodismo, doce Universidades y cuatro Universidades laborales. Nuevos órganos de acción pública, como el Instituto Nacional de Emigración, el Instituto Nacional de Conservación de la Naturaleza, el Fondo de Ordenación de Producciones Agrarias y la Junta de Energía Nuclear. Y una profunda reforma de las estructuras, de la que son prueba, además de las Leyes Fundamentales, la ley de Régimen Jurídico de la Administración (también llamada López Rodó), la de Régimen Local, la de Jurisdicción Contencioso-Administrativa, la de Funcionarios Civiles, la de Contratos del Estado, la General de Educación y otras básicas, aunque menores, entre las que citaré la de Autopistas y la de Carreteras, que me son especialmente caras. Sólo el Instituto Nacional de Industria y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas llenan dos capítulos de la economía y de la cultura de la España contemporánea.

Esa máquina estatal edificó centenares de miles de viviendas y de plazas hospitalarias, embalsó millones de metros cúbicos de agua, reconstruyó pueblos devastados, colonizó comarcas, electrificó ferrocarriles, abrió autopistas, super puertos y aeropuertos, repobló montes, transvasó ríos, restauró monumentos, irrigó secanos, levantó centrales térmicas, fábricas, altos hornos y polos de desarrollo, abrió mercados exteriores, multiplicó las escuelas, creó la industria turística, etc. El saldo final es tan colosal como simple: unidad nacional, integración en el mundo libre, industrialización, transformación de anchos estratos del proletariado en burguesía, pleno empleo, seguridad social generalizada, escolarización total y el crecimiento de la renta nacional más elevado de Occidente. Y esta revolución económica y social se logró con una austeridad administrativa y un estímulo a la iniciativa privada que permitieron mantener la presión fiscal más baja de Europa: el gasto total de los Presupuestos del Estado en 1974 fue del orden del déficit que tendrá el sector público en 1980.

Sin una máquina estatal eficiente cualquier programa político, ya sea marxista, ya liberal, se queda en verbalismo utópico. Una Administración capaz, disciplinada y operativa en un Estado sólido y eficaz: esa fue la obra básica de Franco. Con ese instrumento fue posible lo demás. A estas alturas de la Historia universal, lo mismo en el Este que en el Oeste, cuando falla la funcionalidad del Estado se camina hacia el caos. El resto es retórica.


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