Hablemos del Franco intelectual, del Franco lector que tenía una Biblioteca personal de más de 7.000 volúmenes

 

                                                                                                 El Correo de España

                                                                                  Julio Merino      

LAS «OPINIONES» Y LOS «HECHOS»

«Franco fue un asesino» (esto es una opinión), «Franco ha sido el mejor gobernante que ha tenido España en toda su historia» (esto es otra opinión) … «Franco fue jefe del Estado desde 1939 a 1975» (esto es un hecho).

«Azaña fue un loco que llevó a España al desastre» (esto es una opinión), «Azaña fue el mejor político de su tiempo» (esto es otra opinión) … «Azaña fue el segundo presidente de la II República» (esto es un hecho).

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«Alfonso XIII fue el mejor rey que ha tenido España» (esto es una opinión), «Alfonso XIII se cargó la monarquía» (esto es otra opinión)… «Alfonso XIII fue declarado culpable de alta traición y fuera de la ley por la República» (esto es un hecho). Y para que no queden dudas de que esto fue un hecho, reproduzco el texto final que las Cortes Constituyentes aprobaron por mayoría absoluta la noche del 19 al 20 de noviembre (a las 3,30 de la madrugada) y que publicó el Diario de Sesiones al día siguiente: 

***

“Las Cortes Constituyentes declaran culpable de alta traición, como fórmula jurídica que resume todos los delitos del acta acusatoria, al que fue Rey de España, quien ejercitando los poderes de su magistratura contra la Constitución del Estado ha cometido la más criminal violación del orden jurídico de su país, y, en consecuencia, el Tribunal soberano de la nación declara solemnemente fuera de la Ley a don Alfonso de Barbón Habsburgo y Lorena. Privado de la paz política, cualquier ciudadano español podrá aprehender a su persona, si penetrase en el territorio nacional.

Don Alfonso de Borbón será degradado de todas las dignidades, derechos y títulos que no podrá ostentar legalmente ni dentro ni fuera de España, de los cuales el pueblo español, por boca de sus representantes elegidos para votar las nuevas normas del Estado, le declaran decaído, sin que pueda reivindicarlos jamás para él ni para sus sucesores.

De todos los bienes, derechos y acciones de su propiedad que se encuentren en el territorio nacional se incautará en su beneficio el Estado, que dispondrá del uso más conveniente que deba dárseles.

Esta sentencia se aprueba en las Cortes soberanas Constituyentes. Después de sancionadas por el Gobierno provisional de la República será impresa y fijada en todos los Ayuntamientos de España y comunicada a los representantes diplomáticos de todos los países, así como a la Sociedad de Naciones.”

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Curiosamente, este texto ha sido silenciado por la mayoría de los historiadores «profesionales».

Pero volviendo al principio, los ejemplos de diferencias entre opiniones y hechos son infinitos y podríamos remontarnos hasta los tiempos de Viriato. Pero, no se trata de eso. Se trata de puntualizar que para entrar en la historia, para escribir de acontecimientos o personajes históricos, hay que hacerlo sabiendo distinguir y separando con bisturí las «opiniones» y los «hechos», porque las primeras, aunque sean honestas, no dejan de ser opiniones, y los segundos, aunque nos duelan, están ahí.

Es verdad que la historia la han escrito siempre los vencedores y que los vencedores también han manipulado los hechos, pero así como las opiniones son versátiles y pueden cambiar de un día para otro, los «hechos» son tercos y tan resistentes como el hierro. Se disfrazan, se embellecen, se blanquean, se ocultan… todo lo que se quiera y, sin embargo, «aunque la mona se vista de seda, mona se queda».

Napoleón llegó al poder por un Golpe de Estado (el 18 Brumario de 1799) y por más que él mismo y sus allegados y ser­ viles forofos quisieron revestir el acto de fuerza de «legalidad» la historia lo ha puesto en su sitio: aquello fue un Golpe de Estado. Se dice que la Segunda República española llegó en 1931 sin disparar un tiro y democráticamente, pero la historia no olvida que las elecciones municipales del 12 de abril las ganaron los monárquicos y que, por tanto, la República llegó ilegalmente.

Los resultados reales y oficiales de las elecciones celebradas el 12 de abril fueron estos:

Concejales monárquicos: 22.150

Concejales republicanos: 5.755

Antes, el día 5, habían sido proclamados por el artículo 29, es decir, sin confrontación electoral, por listas únicas, los siguientes concejales:

Concejales monárquicos: 14.018

Concejales republicanos: 1.832

Lo que demuestra claramente que los republicanos no ganaron las elecciones, aunque triunfaran en casi todas las ciudades y que, por tanto, el cambio de régimen fue antidemocrático e ilegal.

Y digo todo esto porque estoy cansado de leer «libros de historia» en los que las opiniones se superponen a los hechos hasta, en muchos casos, hacerlos desaparecer. La imparcialidad y la objetividad ya no se llevan, hoy se escribe, incluso, la historia desde posiciones ideológicas y partidistas. Si el que escribe es comunista, Stalin fue un gran gobernante. Si el que escribe es socialista, el GAL no existió. Si el que escribe es de derechas, Aznar tuvo razón en lo de la guerra de Irak… y lo mismo pasa con los medios de comunicación, donde a veces un mismo hecho se presenta de forma totalmente diferente: Rafael Vera fue un gran servidor del Estado o Rafael Vera se aprovechó del Estado para hacerse rico (como finalmente la Justicia así ha determinado).

A eso le llaman, para justificarse, pluralismo, sin darse cuenta de que el pluralismo es bueno en materia de opiniones pero nunca cuando se entra en el campo de los hechos. Los hechos tienen que ser sagrados para todos… y lo que está pasando ahora mismo en España es justo lo contrario. Quizá porque dar una opinión no necesita esfuerzo y, además, confirmar o ratificar un hecho exige una gran labor de investigación. Las opiniones no cuestan nada y se reparten gratuitas por las calles o en los bares. Los hechos cuestan tiempo y dinero.

Pues bien, éste ha sido mi norte al escribir siempre sobre Franco. Ni fui, ni soy franquista ni antifranquista, eso sí, 35 años de mi vida las pasé bajo el Régimen de Franco, porque yo como tantos españoles más, no pudimos marcharnos al extranjero y menos estudiar en la Sorbona, en Oxford, en Harvard o en Yale. Franco es para mí un personaje más de la Historia y como tal pienso que hay que tratarlo. Naturalmente, tengo mi opinión sobre Franco, pero acepto y aplaudo, incluso, que haya otras opiniones, pero no que se desfiguren los hechos contrastados… y un hecho contrastado es que Franco fue uno de los militares más brillantes de la Guerra de Marruecos y un intelectual que, además, en tres ocasiones salvó a la República. Otra cosa sería si se hablase de su participación en el llamado Alzamiento Nacional, en la dirección militar de los denominados «nacionales» durante la Guerra Civil o sus casi cuarenta años como jefe del Estado español.

Para un lector imparcial las cosas deben estar muy claras: las opiniones son libres, pero los hechos son sagrados.

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EL PERSONAJE FRANCO

Pero, antes de entrar en el tema central de este mini-informe, me parece fundamental dedicar unas palabras al «personaje Franco» y al marco histórico en que se desarrolló su vida, pues de lo contrario corremos el riesgo de dislocar las cosas -a favor o en contra- como les ha sucedido a tantos de sus biógrafos y a gran parte de los historiadores, quienes por una previa orientación ideológica, por rutina o por comodidad han centrado sus comentarios y su trabajo sólo en su persona y en sus bondades o maldades naturales. No, Franco no puede estudiarse aislado del contexto histórico que marca su vida y sin aceptar que para bien o para mal fue y será para siempre un «personaje», uno de los grandes personajes mundiales del siglo XX. Intentar ambas cosas -sacarle del marco histórico en el que se desarrolla su vida y no reconocerle su importancia de «personaje»- sólo puede conducir adonde han desembocado muchos de sus biógrafos panegiristas o sus enemigos declarados: al desconocimiento integral del personaje.

Francisco Franco nació a la vida pública cuando España se lamía aún las heridas del «desastre del 98» y los intelectuales hablaban y escribían de «regeneración», «renovación», «nueva política» y «revolución» (desde arriba o desde abajo)… cuando los males de la nación estaban tocando fondo y los españoles más jóvenes pensaban que había que hacer «borrón y cuenta nueva», renovarse o morir. Son los años críticos de don Miguel de Unamuno, de Ramiro de Maeztu, de José Martínez Ruiz Azorín, de Antonio Machado, de Pío Baroja, de Ortega y Gasset, de Marañón, de Pérez de Ayala, etc., y los de Antonio Maura, Canalejas, Pablo Iglesias, Melquíades Álvarez, Azaña, Azcarate, Lerroux y tantos más. O sea, el primer período de la difícil última centuria de la historia de España.

Pero es también la etapa crucial de Europa, la encrucijada donde se encuentran y chocan todos los «ismos» habidos y por haber, desde el capitalismo al marxismo pasando por el modernismo, el cubismo, el expresionismo o el aeromodelismo, el expansionismo y el fascismo… amén del comunismo, que va a ser la «bestia negra» a partir de la Revolución Rusa de 1917. Son los años que preceden y siguen a la Primera Gran Guerra, aquella que puso fin a la belle époque y, aunque con retraso, al siglo XIX. Un cuarto de siglo que conmociona y revoluciona el mundo de las artes, las ideologías, la técnica, la industria, la agricultura, la navegación, el arte de la guerra, las costumbres, la geografía y, ¡cómo no!, la política.

Pues bien, en ese marco histórico, sin duda uno de los más revolucionarios de la historia de la humanidad, es donde hay que situar a Francisco Franco para entenderle como «personaje», sin olvidar, claro está, que ese marco se ampliaría después hasta abarcar una guerra colonial, dos guerras mundiales, una guerra civil y el choque a muerte entre los fascismos y el capitalismo y el comunismo. Como tampoco hay que obviar, por supuesto, los nombres que suenan durante los años de su primera juventud y los posteriores de sus etapas de gestación y gestión, es decir, los de Lenin, Trosky, Stalin, Churchill, Mussolini, Hitler, Roosvelt, Petain, Mao, De Gaulle, etc. Es curioso pensar, por ejemplo, que el ascenso de Franco a comandante coincide en el tiempo con el acontecimiento más importante, quizá, de este siglo: la Revolución Rusa del mes de febrero de 1917, la que destrona al zar Nicolás y al sistema monárquico (la otra revolución, la de los comunistas de Lenin, la de la matanza de Ekaterimburgo, sería, como se sabe, en el mes de octubre).

Franco es, además, protagonista destacado en la guerra de África, siendo el general más joven de Europa en 1926, el salvador de la República en 1934, el Generalísimo en 1936 y el jefe del Estado entre 1936 y 1975 (uno de los mandatos más largos de la historia de España, incluidos los Reyes de la Casa de Austria y los Borbones), es decir, sesenta años de ininterrumpido protagonismo histórico. Por tanto, ¿quién puede negarle a Franco su categoría de «personaje histórico» sin caer en el ridículo?

Por lo que se refiere a lo personal, el personaje Francisco Franco no puede entenderse sin tener presente las líneas maestras de su conducta y su pensamiento (un pensamiento modelado y sostenido, como se demostrará en este libro, en las intensas lecturas de sus mejores años) como hombre, como padre de familia, como creyente, como militar, como político y como español. Porque no hay que olvidar lo que Franco opina sobre la libertad, la familia, la religión, el deber y la disciplina militares, el gobierno de la nación y el ser español. Veamos.

Sobre lo primero dirá un día: «Nosotros no negamos la democracia; nosotros queremos ser fieles a la democracia. ¡Ah!, pero no queremos que las libertades se pierdan en la anarquía; amamos la libertad, pero una libertad compatible con el orden, porque en el desorden naufragan todas las libertades…»

Respecto de la familia dice: «Para nosotros la familia constituye la piedra básica de la Nación. En los umbrales del hogar quedan las aficiones y las hipocresías del mundo, para entrar en el templo de la verdad y de la sinceridad. No en vano sobre la fortaleza de los hogares se ha levantado nuestra mejor historia. Al correr los años, nuestra Nación ha sido, más que una suma de individuos, una suma de hogares, de familias con un apellido común, con sus generaciones y jerarquías naturales y sagradas, con la solidaridad que mueve a unos en servicio y ayuda de los otros y que hace sentir con más fuerza que si fueran propias las desgracias o los sufrimientos de los demás…»

Como creyente opinará siempre que España y el catolicismo son dos cosas consustanciales: «La Iglesia Católica ha sido crisol de nuestra propia nacionalidad… la historia de España está íntimamente ligada a su fidelidad a Nuestra Santa Iglesia. Cuando España fue fiel a su fe y su credo, alcanzó las más grandes alturas de su historia; en cambio, cuando olvidando o negando su fe, se divorció del verdadero camino, España cosechó decadencia y desastres.»

Como militar fijará su posición exacta en dos delicadas circunstancias. Cuando le cesan como general director de la Academia de Zaragoza, y ante la encrucijada vital de 1936. En la primera ocasión dice: «¡Disciplina!… nunca bien definida y comprendida. ¡Disciplina!… que no encierra mérito cuando la condición del mando nos es grata y llevadera. ¡Disciplina!, que reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando. Ésta es la disciplina que os inculcamos. Ésta es la disciplina que practicamos.»

Y durante la celebración en Sevilla del primer aniversario del 18 de julio dirá:

«Al ejército no le es lícito sublevarse contra un partido ni contra una Constitución porque no le gusten; pero tiene el deber de levantarse en armas para defender a la Patria cuando esté en peligro de muerte.»

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Como político, Franco tendrá dos obsesiones: el comunismo y la ingobernabilidad del Estado. «El comunismo -diría un día­ es un peligro universal y evitar que triunfe en España es el mejor servicio que podemos prestar al mundo occidental…» «Ocurrirá lo que tiene que ocurrir, señor presidente -le dirá a don Niceto Alcalá Zamora en 1936, el día que va a despedirse de él para incorporarse a su nuevo destino en Canarias, como comandante general- pero, desde luego, donde yo esté no habrá comunismo.»

La otra obsesión queda enmarcada en estas palabras: «Nunca nos han preocupado las palabras, sino los hechos. En política, las palabras son fáciles: libertad, autoridad, fraternidad, derecho, progreso, justicia, y así, sucesivamente se pueden combinar de muchas maneras en discursos elocuentes. Nuestros archivos parlamentarios están llenos de ellas; pero hay que leer al mismo tiempo el resto de la crónica de aquellos años. Se puede hablar de democracia y luego interpretarla cada uno a su manera: democracia liberal, parlamentaria, popular, socialista, dirigida, gobernada, etc. Lo que es difícil es darle a un pueblo en un momento dado, la realidad de una mejor economía, de una más auténtica justicia social, de una más efectiva participación, de una mayor cultura, de una verdadera libertad… los hechos, y no las palabras, son los que avalan para bien o para mal el sistema democrático.»

Y sobre el ser español y sobre los españoles dice: «El Cid es el espíritu de España… aquel espíritu que no se hinca de rodillas y exige el juramento de Santa Gadea o aquel que se pone en pie de guerra para expulsar al invasor Napoleón…»

O también: «Los españoles somos solidarios en el destino y no podemos hurtamos a los dictados de la geografía y de la historia; a golpe de invasiones se forjó nuestra nacionalidad. Mucho antes que otros pueblos, España ya era nación, y al templarse nuestro carácter en la lucha fuimos fieros de nuestra independencia y proyectamos nuestro ingenio por el mundo, hasta que la invasión de doctrinas extrañas acabó sumiéndonos en la decadencia. El secreto para anulamos o vencemos fue siempre el mismo: el dividirnos interiormente; así perdimos los mejores años en que el mundo se transformaba, con un siglo de constantes luchas intestinas.»

 

Éste es Franco. Éste fue Francisco Franco. Un hombre de ideas muy claras y de pocos pero firmes principios. Lo demás, todo aquello que quieran poner en su «haber» los adictos o cuanto pongan en el «debe» de su biografía los enemigos, sólo será fruto o consecuencia de la circunstancia histórica que vivió y de los graves acontecimientos con que hubo de enfrentarse. De ahí que tan error sería subirle a los altares como borrarle de la historia.

Franco fue simplemente un hombre… el hombre que protagonizó los destinos de España durante gran parte del siglo XX y «personaje» que en la vida y en la muerte convivirá ya para siempre con los grandes personajes de nuestra última centuria.

Pero, insisto, el personaje Franco sigue siendo, a pesar de todo, un gran desconocido, para muchos, incluso, un misterio, un ser de reacciones imprevisibles, encerrado en sí mismo y tímido hasta la saciedad… y, ¿por qué?, sencillamente, porque nadie se entretuvo en estudiar a fondo su formación intelectual y sus largas horas de lectura y meditación. Franco para la mayor parte de sus biógrafos sólo fue un militar, aquel soldado que al decir del político socialista Indalecio Prieto llegaba en los momentos decisivos a la «fórmula suprema del valor». Y, sin embargo, se silencia que Franco fue un lector empedernido de Galdós, de Valle-Inclán, de Unamuno, de Machado, de Pemán y, a través de ellos, de los grandes pensadores europeos de su tiempo. Lo cual me parece fundamental para conocer al «personaje» y entender su vida y su obra… pero, de todo esto hablaremos a continuación.

LAS LECTURAS Y

 LOS ESCRITOS DE FRANCO

 

Vaya por delante una aclaración previa: las lecturas y escritos a los que me voy a referir son los del Franco joven, es decir, el Franco que va desde la infancia gallega hasta el 18 de julio de 1936. Tampoco quiero detenerme en las cartas privadas o en la correspondencia política que mantiene en la etapa conspiratoria (aunque ello también merecería un estudio exhaustivo) que precede al Alzamiento militar. Creo que lo importante para conocer mejor al personaje son las lecturas no militares del hombre en formación, pues ello sí puede contribuir a descifrar algunas de las lagunas de su personalidad… aquella extraña y a veces sorprendente personalidad.

Naturalmente, en la vida de Franco como en la de cualquier ser humano, tienen mucho que ver los factores hereditarios, el entorno familiar, las circunstancias ambientales y la formación recibida durante los decisivos años de la infancia y la primera juventud… hasta el punto de que el Franco persona, el Franco militar y el Franco político u hombre de estado, serían incomprensibles sin el estudio de estas influencias de todo tipo que recibe del exterior a lo largo de esos años que, según Ortega y Gasset, sirven de pórtico a la entrada en la historia. Pero realmente, ¿puede conocerse a un hombre sin saber lo que lee en los años de formación? ¿Pueden entenderse los comportamientos de un hombre sin saber qué enseñanzas (personales o librescas) ha recibido a lo largo de su juventud e incluso en la «etapa de gestación»?… ¿De dónde le venía a Paquito la afición por la lectura? ¿Por qué siempre, durante toda su vida, se enfrascará en los libros en cuanto tiene una oportunidad?

Y, sin embargo, de todo esto apenas se sabe nada. Sabemos, eso sí, que Franco nace en 1892, en la noche del 3 al 4 de diciembre, en el seno de una familia burguesa acomodada y conservadora, en la que la madre es piedra angular y soporte espiritual de todos. Sabemos que el padre, don Nicolás Franco Salgado-Araujo, fue un competente marino en tierra que ya en su madurez rompió algunos «tabúes» sociales y vivió su propia vida. Sabemos que Franco fue bautizado el 17 de diciembre de 1892 en la iglesia de San Francisco de El Ferrol (Galicia) con los nombres de Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde Salgado Pardo. Sabemos que el ambiente que vivió en aquel Ferrol natal fue viciado por las malas noticias del «desastre del 98» y que allí fue donde soñó -como tantos niños­ con ser marino de mar adentro. También sabemos que el destino y las leyes de los hombres le arrancaron muy pronto sus sueños de marino y le arrastraron, con tan sólo quince años, a la Academia de Infantería de Toledo (El Alcázar), como, asimismo, hicieron sus dos hermanos, Nicolás y Ramón. Sabemos que fue un estudiante «normal» y que antes de cumplir los dieciocho años (julio de 1910) ya era segundo teniente de infantería. Sabemos que su primera intervención militar en Marruecos fue en 1912 en la toma del poblado de Hadde-allal-u Kaddur, entre el monte Arruit y el recodo del Kert, a las órdenes del general Berenguer…, y a partir de ese momento lo sabemos casi todo de su vida militar por la hoja de servicios pero, en realidad, ¿qué se sabe de la vida íntima y espiritual de aquel muchacho conocido como el africano? Poco, muy poco.

 

La afición por la lectura

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Sabemos que ya antes de salir de El Ferrol para Toledo era «Un chico serio, ensimismado, casi tímido, que prefería la lectura a cualquier tipo de juego»; sabemos, por George Hills, su mejor biógrafo de la etapa toledana, y por Ricardo de la Cierva, quizá el mejor conocedor de su amplia biografía, que «el mozo ferrolano traía ya de lejos su afición a concentrarse en la lectura» y que «muchos años después sus compañeros recuerdan sus tardes de meditación y estudio privado, en los que el alumno de primer curso se dedicaba a sus dos asignaturas favoritas: la topografía y la historia militar y política»; sabemos que durante su estancia en Toledo prefirió siempre la lectura al chicoleo por la plaza de Zocodover y que ya desde entonces sintió una gran pasión por el análisis político de la situación de España; sabemos que durante sus largas estancias en África es uno de los pocos oficiales y jefes que dedica gran parte de su escaso tiempo libre a la lectura y a la meditación…, y por la misma doña Carmen Polo de Franco sabemos que el mayor defecto de su marido era «que le gusta demasiado África y estudiar unos libros que yo no comprendo».

También sabemos que años después, cuando ya era el general más joven de Europa (treinta y tres años) y reside por primera vez en Madrid, como jefe de la primera Brigada de Infantería (1926-1928), dedica la mayor parte de su tiempo a leer y completar su biblioteca personal (más de 7.000 ejemplares); sabemos que aquel generalito llama poderosamente la atención en sus «viajes de estudio» a Alemania y Francia por sus extensos conocimientos históricos, políticos y militares; sabemos que durante sus años de general director de la Academia General Militar de Zaragoza pasa más tiempo encerrado en su despacho o en la biblioteca que en los campos de entrenamiento, y también sabemos que su retiro forzoso a Oviedo de 1931-1932, lo aprovecha al máximo para ponerse al día en estudios de economía política y organizar su buena biblioteca de historia. Allí se encontró con su primo y confidente Franco Salgado-Araujo y con su amigo de penas Camilo Alonso Vega.

Y así podríamos seguir hasta el final de sus días, pues hasta el final -según relató su propia hija Carmen al autor- aprovechó todos los ratos libres para leer o escribir. Pero ¿qué leía aquel Franco? Eso lo vamos a descubrir enseguida, aunque antes, no me resisto a reproducir algunos testimonios de entonces y las primeras entrevistas periodísticas que le hacen, gracias a las que podremos conocer mejor a este personaje.

 

Primeras declaraciones a la prensa

 

En 1923 Franco concede una de sus primeras entrevistas periodísticas a Juan Ferragut de la revista Nuevo Mundo. Según cuenta el historiador Ricardo de la Cierva en su libro Francisco Franco, un siglo de España, la interviú fue realizada en enero de 1923, cuando Franco pasaba por Madrid en su segundo traslado de Marruecos a Oviedo. Es curioso leer -como lo podrá ver el lector- las palabras «falange» y «caudillo» en boca del periodista y teniendo en cuenta la edad de Franco: treinta y un años. De aquella entrevista son estos párrafos:

 

*****

 

Así como Millán Astray fue el cerebro creador y el verbo entusiasta del Tercio de Extranjeros, el comandante Franco ha sido el corazón de esa falange gloriosa que en horas tristes de fracaso, cuando todo se derrumbaba, supo servir de escudo y defensa, de orgullo y estímulo de los prestigios de España.

Franco, el héroe de la campaña marroquí, está ahora en Madrid. Va para Oviedo, destinado a un regimiento de aquella guarnición. No piensa, por ahora, volver a África.

Como Sanjurjo, como Millán Astray, Franco deja la guerra. ¿Por qué? La guerra en Marruecos tiende a la burocracia, a la acción política, a esas componendas y pactos que una y otra vez dieron tan funestos resultados… Y por eso y porque la mediocridad envidiosa les acorrala y les estorba, los mejores, los caudillos, los que cuando el pánico de la derrota vergonzosa cundía supieron ser fuertes, héroes y españoles, abandonan Marruecos…

Al estrechar por vez primera la mano recia y leal de Franco, él me dice:

– ¡Tenía ganas de conocer al auténtico Juan Ferragut!

– ¿Cómo? -le interrogo extrañado-. ¿Es que hay otro?

– Sí, ya lo creo. Yo he conocido varios. Cuando usted escribía sus «Memorias» en Nuevo Mundo y conservaba el misterio de su pseudónimo, hubo allá en Melilla quienes se lo apropiaban… Recuerdo de un legionario que se hacía pasar por usted, y llegó a conseguir licencias para estar en la plaza y, a título de periodista, iba a todas partes y entraba en los teatros… El hombre hasta se permitía dedicar novelas de usted… Al cabo, un día, le descubrimos la combinación y le mandamos a dormir en el calabozo su embriaguez literaria…

Reímos. Yo le pregunto después a Franco:

– ¿Por qué ha dejado usted la Legión? Duda, vacila un momento y me contesta:

– La verdad: porque allí ya no hacemos nada. No hay tiros. La guerra se ha convertido en un trabajo como otro cualquiera, pero aún más fatigoso. Ahora no se hace más que vegetar…

– ¿Y a usted le gusta la acción?

– Sí… hasta ahora por lo menos. Yo creo que el militar tiene dos épocas: una la de la guerra, y otra, la del estudio. Yo ya he hecho la primera y ahora quiero estudiar. La guerra antes era más sencilla, se resolvía con un poco de corazón. Pero hoy se ha hecho más complicada, es, quizá, la ciencia más difícil de todas…

Treinta años tiene Franco y parece aún un niño. Su rostro moreno, sus ojos negros y brillantes, su pelo rizado, cierta cortedad de gesto y de palabra y la sonrisa pronta y franca, le infantilizan. Ante el elogio, Franco se ruboriza como una muchacha por el piropo.

– ¡Pero si yo no he hecho nada! -exclama como asombrado-. Los peligros son menores de lo que cree la gente. Todo se reduce a aguantar un poco…

– ¿Cuál ha sido el día que más emoción le ha causado en esta campaña?

Duda un poco, como eligiendo en sus recuerdos, y me dice:

– Ha habido varios momentos difíciles… Yo recuerdo siempre el día de Casabona, tal vez el más duro de esta guerra… aquel día fue el que vimos lo que era la Legión…, los moros apretaron de firme y llegamos a combatir a veinte pasos. Íbamos una compañía y media y nos hicieron cien bajas… caían a puñados los hombres, casi todos heridos en la cabeza y en el vientre y ni un solo momento flaqueó la fuerza… los mismos heridos, arrastrándose ensangrentados, gritaban: ¡Viva la Legión! Viéndoles tan hombres, tan bravos, yo sentía que la emoción me ahogaba… Ése ha sido el mejor para mí de esta guerra.

– ¿Y el peor?

– El de mi despedida, cuando he abrazado a los legionarios antes de embarcar…

Franco no lleva puesta más condecoración que la Medalla Militar, cercada de brillantes, regalo de los hombres que con él se han jugado la vida…

– ¿Usted -le interrogué- ha sentido el miedo?

Se sonríe con una expresión de pueril extrañeza, como si le hablara de un mundo desconocido. Y, tímidamente, vacilando, contesta:

– No sé… El valor y el miedo no se sabe lo que son… en el militar, todo eso se resume en otra cosa: concepto del deber, patriotismo…

Yo insisto, preguntándole al hombre que no sabe lo que es el miedo, al héroe que dice no saber lo que es el valor.

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– ¿Y ha pensado en que podían matarle?

– Sí -afirma seguro-. Yo, como todos los que fuimos a Melilla, estaba convencido de que nos quedábamos allí. La guerra se presentaba larga y dura y, además, en Marruecos tal vez por contagio de los moros, todos nos hacemos un poco fatalistas…

No es posible hacer hablar a Franco de sus acciones de guerra. Su modestia no tiene nada que ver con esos pudores hipócritas del vanidoso que busca mayor insistencia en el halago. Para él, la guerra ha sido un deber que se cumple alegremente, un juego gallardo y fácil en que sólo se arriesga el corazón… Y, sin embargo, su corazón tenía raíces aquí en España: una madre que reza, una novia que espera…

– ¿Está usted enamorado, Franco?

– ¡Hombre! ¡Calcule usted! Ahora voy a Oviedo a casarme.

Y torna a sonreír, como a sus recuerdos, a sus esperanzas…

¡Comandante Franco! ¡Bienvenido! Cuando yo escribía las Memorias de un legionario era usted el inspirador de muchos relatos…, por eso he sentido una gran emoción al abrazarle hoy, en que usted, como un paladín de leyenda, vuelve triunfante de la guerra y camina hacia la felicidad. Pocos hombres como usted se la han ganado tan cumplidamente. Es usted joven y fuerte, y ha merecido bien de su Patria.

 

*****

 

Años más tarde, ya en 1928, cuando Franco es general -el general más joven de Europa- y vive en Madrid, concedió una larga entrevista al alimón (él y su mujer, doña Carmen Polo de Franco) al barón De Mora para la revista Estampa. Por su interés, reproduzco una parte de la entrevista: publicada el 29 de mayo de 1928:

 

– … Mi constante afición ha sido la pintura.

– ¿Qué género de pintura prefiere?

– Todos, porque desafortunadamente, no tengo tiempo de practicar ninguno.

En ese momento interviene la esposa:

– No le crea usted. Ha pintado innumerables monigotes para nuestra chiquilla…

– ¿Cuál es el mayor defecto que encuentra en su marido?

– Que le gusta demasiado África y estudiar unos libros que no comprendo.

-Y, ¿qué opina de su carácter?

– Que para mí, indiscutiblemente, es el mejor.

¿Le gusta la literatura?

– Me gusta mucho el teatro de Benavente y las novelas de Alarcón.

– ¿Sabe el autor predilecto de su esposo?

– Valle-Inclán. Vea todas sus obras en la biblioteca.

– Perdone mi pregunta, Carmen, ¿fue muy feliz en su noviazgo?

– No lo crea. Yo siempre había soñado que el amor sería una existencia iluminada de alegrías y risas, pero a mí más me trajo tristezas y lágrimas. Las primeras que he derramado en mi vida de mujer fue por él. Siendo novios, hubo de separarse de mí para marchar a África y organizar en la Legión la Bandera, y puede suponerse mi constante ansiedad e inquietud, aumentada terriblemente los días que los periódicos hablaban de operaciones en Marruecos, o cuando sus cartas se hacían esperar más días de los acostumbrados. Después, ya todo preparado para casarnos, a los dos días de conocerse en Oviedo la noticia de la muerte del teniente coronel Valenzuela al frente de la Legión. Paco volvió a marcharse.

– En efecto -interrumpe (el esposo) trayendo de su despacho un telegrama- era el día 13, fiesta de San Antonio, que recibí esta comunicación urgente del ministro de la Guerra, general Aizpuru, anunciándome que el Gobierno, reunido en Consejo de Ministros, acababa de ascenderme a teniente coronel, destinándome a la Legión, en sustitución del heroico Valenzuela. Aquella misma noche partí.

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La pasión por la historia

y las biografías de grandes personajes

 

Aunque nadie lo haya dicho, parece ser que el niño Franco tuvo desde bien pronto la afición por la historia (afición que más tarde se transformaría en pasión) y que le llevó a la lectura de cuántos libros de este tipo caían en sus manos. Según cuenta Manuel Vázquez Montalbán en su libro Autobiografía del general Franco, éste tuvo una época en su formación en la que «leía libros de divulgación o de pensamiento cristiano».

¿Influyó en ello el eco que provocó en El Ferrol natal y en su propio hogar el llamado «desastre del 98»? Es muy posible, pues no hay que olvidar que aquello, el desastre de la Armada española en aguas del Caribe y la pérdida de los restos del imperio, desató un gran debate nacional en tomo al pasado de España en el que irremediablemente salieron a la luz las grandezas y las miserias de los dirigentes de aquellos siglos. Como tampoco hay que olvidar que Franco vivió ya, en uso de razón, la entrada del nuevo siglo, el fin de la regencia de doña María Cristina y la llegada del rey Alfonso XIII, quien por cierto sólo aventajaba a nuestro personaje en seis años.

 

Franco y Galdós

 

Fue por entonces, entre los diez y los catorce años, cuando Franco descubrió a don Benito Pérez Galdós y sus Episodios Nacionales, los libros que durante muchos años serían su más seguro acompañante. Lo cual no debe sorprender, pues es de sobra conocido el impacto que aquellas novelas tuvieron desde su primera aparición y el hecho cierto de su presencia en la mayoría de los hogares burgueses y liberales de su tiempo. Además, Galdós había tenido el acierto de novelar la historia y difuminar los acontecimientos entre las aventuras personales de sus personajes de ficción… y eso, la aventura, será siempre patrimonio de las mentes infantiles y juveniles. Y en ellos, en los Episodios de Galdós, se alimentó la incipiente afición por la historia de Franco hasta transformarse en lectura apasionada y voraz… ¿qué muchacho español de aquellos años no se sintió un Gabriel Araceli cualquiera ni participó con Gravina y Churruca en Trafalgar, con Castaños en Bailén, con Palafox en Zaragoza o con El Empecinado en la primera guerra de guerrillas de la edad moderna?… ¿Quién no fue Espartero, Narváez, O’Donnell o Prim de la mano de Galdós?

El hecho es que Franco se bebió los Episodios Nacionales y a partir de ahí las biografías de los grandes personajes de la historia, empezando por los Reyes Católicos, de quienes llegó a ser, y lo fue siempre, un admirador apasionado, especialmente de la reina Isabel, único personaje que citaría a menudo en sus escritos y sus conversaciones. Después, y ya encarrilada su vida por la carrera militar, esta pasión por la historia se amplió al campo militar, por lo que pasó muchas horas de su vida leyendo y estudiando las acciones guerreras y las batallas de los «grandes capitanes» del pasado: desde Alejandro Magno a Napoleón pasando por el Gran Capitán, por Cortés y Pizano, por George Washington, el duque de Wellington, etc., hasta el punto de que llegó a conocerse de memoria los planteamientos técnicos y teóricos y los planos de las principales batallas de la historia.

Esta pasión por la historia general y por la militar en concreto le acompañaría -al decir de su hija Carmen al autor- hasta la muerte… aunque no hiciera casi nunca alarde público de sus conocimientos ni le gustase hablar con nadie de sus lecturas privadas. A este respecto, y muchos años después, don Ramón Serrano Súñer, el amigo primero y luego cuñado, me habló largo y tendido de esta pasión de Franco.

Las palabras que se reproducen en este apartado y los siguientes del mismo capítulo están recogidas del libro inédito del autor Diario de mis conversaciones con don Ramón Serrano Súñer, que verá próximamente la luz.., y donde aparecen resúmenes diarios de las charlas que mantuve entre 1973 y 1990, en la biblioteca de su domicilio particular en la calle Príncipe de Vergara, 36, y en los largos paseos por el Retiro de Madrid (10 kilómetros diarios), donde don Ramón acudía diariamente por prescripción médica.

Conocí a don Ramón en 1973 cuando formábamos parte del jurado que la editorial Gregorio del Toro convocó para otorgar los Premios de la colección «Memorias de la Guerra Civil Española». Don Ramón, por ser el mayor y por su personalidad política, jurídica y literaria, actuaba de presidente y el autor, por ser entonces el más joven, de secretario. Fue el inicio de una amistad que perduraría a lo largo de los años, y como prueba reproduzco aquí las cariñosas dedicatorias que me hizo de sus libros Entre Endaya y Gibraltar (1974), Memorias (1977) y De anteayer y de hoy (1981).

 

Entre Endaya y Gibraltar:

Para Julio Merino, con amistad nueva surgida en noble coincidencia al apreciar conductas que lo fueron menos. La sinceridad y rectitud -valores sociales hoy raros- en un escritor joven y con talento me estimulan y confortan. Recuerdo afectuoso, Ramón Serrano Súñer, Madrid, 15 de marzo de 1974.

 

Memorias:

Para Julio Merino, este libro nada convencional, escrito frente a los que hacen de la falsedad profesión o industria. Testimonio de afectuosa amistad, Ramón Serrano Súñer, Madrid, 7 de octubre de 1977.

 

 

De anteayer y de hoy:

Para Julio Merino, inteligente y valeroso escritor, estas líneas sobre la España confusa. Un fuerte abrazo, R. Serrano Súñer, 16 de julio de 1981.

 

 

Además, entre 1978 y 1982, fui director de los periódicos El Imparcial de Madrid, el Diario de Barcelona y el Heraldo Español … y las visitas de don Ramón a mis despachos fueron asiduas, sobre todo, en Barcelona, adonde acudía con mucha frecuencia, porque su segunda casa era Cataluña. Además, le encantaba vivir cómo se hacía un periódico diario.

En 1984 me dijo que quería tenerme más cerca y entonces me nombró «delegado» suyo en Radio Intercontinental, de Madrid, como puede comprobarse en el texto casi manuscrito que aún conservo y que reproduzco también aquí:

 

***

 

Por necesidades internas y para vigilar la buena marcha de la empresa, la Dirección de Radio Intercontinental ha tenido a bien designar a don Julio Merino González como «Delegado de la Dirección» para asuntos de personal, eficacia y realización del trabajo.

La misión del señor Merino -siempre por Delegación de la Dirección- será la de supervisar, controlar y vigilar el comportamiento del personal de la casa en lo que se refiere a horarios, turnos de trabajo y rendimiento laboral de cuantos integran la plantilla de la «Compañía de Radiodifusión Intercontinental».

Lo que comunico oficialmente al interesado y a los distintos Departamentos de la casa, para que a partir del día de hoy entre en vigor este nombramiento.

Madrid, 6 de agosto de 1984

Fdo. Ramón Serrano Súñer.

Presidente

 

***

 

¿Y cómo eran aquellas charlas y de qué hablábamos, incluso en los paseos por el Retiro?

Para mí, un amante de la historia, resultaban apasionantes, porque apasionante era que un testigo directo me hablase sin cortapisas de Hitler, de Mussolini, de Petain… y, sobre todo, de Franco. Sin embargo, lo más curioso de aquellas charlas era el método que empleábamos a iniciativa suya. Don Ramón tenía una preocupación dominante: ¿cómo quedaría su imagen pública y política en la historia?

Entonces me pedía que yo hiciese de fiscal y le acusara de lo que otros, menos amigos, pudieran acusarle. De ahí, que el resultado de aquellos «juicios sumarísimos» puedan ser un gran testimonio cuando finalmente se publiquen. Porque don Ramón ante mí abría su alma y su gran memoria, cosa que no hizo ni siquiera con los biógrafos. Según cuenta el escritor Vázquez Montalbán en su libro Autobiografía del general Franco, fue Serrano Súñer el que enriqueció a Franco en sus lecturas. «Fue un personaje muy interesante, de gran riqueza intelectual y metido en ese friso de barbarie, lo que quizá se explica porque mataron a sus dos hermanos en la guerra. Desde un punto de vista intelectual, es de los personajes más interesantes.»

Respecto a su amigo y luego cuñado Franco, la cosa la tenía muy clara desde el principio. Para don Ramón había dos Francos muy diferenciados: el de antes de la guerra y el de después. Al de después, lo trituraba, especialmente desde que lo apartó del Gobierno en 1942. Según don Ramón, a Franco le perdieron la vanidad y «los pelotas», «porque entre ambos le hicieron creerse Dios y no lo era». Fue en 1945, al terminar la II Guerra Mundial con la victoria de las democracias, cuando le dirigió una carta a su cuñado que ya forma parte de la historia de España. En ella le sugería, entre otras cosas, que liquidase la Falange y abriese el régimen a la pluralidad política, incluyendo en el Gobierno a nombres como Ortega y Gasset o Marañón. Franco le llamó al Pardo y, quizá, por última vez hablaron como amigos y de tú a tú… Pero Franco no le hizo caso y el Régimen nacido en 1939 duraría sin fisuras hasta 1975.

Sin embargo, al Franco de antes de la Guerra Civil, don Ramón lo admiraba y lo ponía por las nubes. Según él, «había sido el militar más brillante de su época» y hablaba con verdadero entusiasmo del Franco director de la Academia de Zaragoza.

 Franco_Mussolini

«Es verdad -me decía don Ramón- que Franco, al menos en aquella época suya de director de la Academia General de Zaragoza, leía mucho, en especial todo lo relacionado con las grandes batallas de la historia… Yo recuerdo las cien veces que tuve que tragarme, ojo, porque cuando mi pariente tomaba la palabra no había quien le parara, la batalla de Austerlitz. ¡Se la sabía de memoria y hasta la dibujaba como si hubiera estado allí presente al lado de Napoleón! Aunque lo que le emocionaba era el paso de los Alpes cuando la batalla de Marengo… según él, era la hazaña militar más grande de los ejércitos modernos, más que la de Aníbal y sus elefantes… También dibujaba con facilidad y en cualquier papel que encontrase a mano la batalla marítima de Lepanto… ¡qué barbaridad, cómo hablaba de aquello de la “Media Luna” árabe y la “formación en cruz” de la armada cristiana de don Juan de Austria l…»

«Sí, sí -se reafirmaba Serrano- Franco era un apasionado estudioso de la historia militar, que por otra parte era lo suyo… El coronel Beigbeder, el hombre que mejor conocía todo lo que había pasado en Marruecos, me contó un día que cuando Franco llegó ya de máximo responsable de la Legión, tras la muerte de Valenzuela, lo primero que hizo fue exigirles a los jefes y oficiales que se leyeran a marchas forzadas el episodio nacional de Galdós referido a «Juan Martín El Empecinado», porque -según él- era el mejor tratado de táctica militar que se había escrito y una «Biblia» para lo que tenían que hacer en su lucha contra los moros rebeldes. Beigbeder conservaba, y me entregó una copia, del folleto que Franco tenía guardado con la «doctrina guerrillera» de Galdós y que recogía los siguientes párrafos:

 

***

 

“Anteriormente he contado a ustedes las hazañas de los ejércitos, las luchas de los políticos, la heroica conducta del pueblo dentro de las ciudades; pero esto, con ser tanto, tan vario y no poco interesante, aunque referido por mí, no basta al conocimiento de la gran guerra. Hablaremos ahora de las guerrillas, que son la verdadera guerra nacional; del levantamiento del pueblo en los campos; de aquellos ejércitos espontáneos, nacidos en la tierra como la yerba nativa, cuya misteriosa simiente no arrojaron las manos del hombre; voy a hablar de aquella organización militar hecha por milagroso instinto a espaldas del Estado, de aquella anarquía reglamentada que reproducía los tiempos primitivos.

Sabrán ustedes que a mitad de 1811, Napoleón, creyendo indispensable tomar Valencia, puso esta empresa en manos del mariscal Suchet, que había ganado Lérida el13 de mayo de 1810, Tortosa el 2 de enero del siguiente año y el28 de junio a Tarragona. Asimismo, sabrán que las Cortes, dispuestas a defender la ciudad del Turia, enviaron allá al general Blake, regente a la sazón, hombre muy honrado, buen patriota, modesto, respetable, conocedor del arte de la guerra, pero de muy mala fortuna. Sabrán que las fuerzas llevadas por Blake desembarcaron mitad en Alicante, mitad en Almería, uniéndose al tercer ejército, que se vio obligado a empeñar en la Venta del Baúl acción muy reñida contra las divisiones de Goldnot y Leval. Sabrán que el pobre don Ambrosio de la Cuadra y el desgraciado don José de Zayas tuvieron la desdicha de sufrir una derrota medianilla en el mencionado punto, retirándose a Cúllar después de dejar 1.000 prisioneros en poder de los franceses y 450 cuerpos sobre el campo de batalla. Sabrán que Blake marchó a Valencia, recogiendo en el camino cuantas tropas encontró a mano, pero lo que indudablemente no saben es que yo, aunque formaba parte de la expedición desembarcada en Alicante, no fui a Valencia, ni me encontré en la funesta jornada de la Venta del Baúl.

¿Por qué, señores? Porque se enviaron 2.000 hombres a las Cabrillas a unirse a la división del segundo ejército, que mandaba el conde de Montijo, y entre aquellos 2.000 hombres encontrase, no sé si por fortuna o por desgracia mi humilde persona. La condesa y su hija, que habían desembarcado también en Alicante, y a quienes acompañé mientras me fue posible, separáronse de mí cerca de Alpera para marchar a Madrid, donde residirían, si contrariedades que la madre presentía no las echaban de la Corte, en cuyo caso era su propósito establecerse en el solitario castillo de Cifuentes, propiedad de la familia.

De las Cabrillas nos llevaron a Motilla del Palancar, en tierra de Cuenca, donde nos batimos con la división francesa de D’Armagnac, y algunos nos adelantamos por orden superior hasta Huete. Entonces ocurrieron lamentables disensiones entre el marqués de Zayas y el general El Empecinado, saliendo al fin triunfante este último, a quien dieron las Cortes el mando de la quinta división del segundo ejército, con lo cual se evitó la desorganización de las fuerzas que operaban en aquel país. El Empecinado, que en mayo de 1808 había salido de Aranda con un ejército de dos hombres, mandaba en septiembre de 1811 tres mil.

Recuerdo muy bien el aspecto de aquellos miserables pueblos asolados por la guerra. Las humildes casas habían sido incendiadas primero por nuestros guerrilleros para desalojar a los franceses, y luego vueltas a incendiar por éstos para impedir que las ocuparan los españoles. Los campos, desolados, no tenían mulas que los arasen, ni labrador que les diese simiente, y guardaban para mejores tiempos la fuerza generatriz en su seno, fecundada por sangre de dos naciones. Los graneros estaban vacíos, los establos desiertos y las pocas reses que no habían sido devoradas por ambos ejércitos se refugiaban, flacas y tristes, en la vecina sierra. En los pueblos no ocupados por la gente armada no se veía hombre alguno que no fuese anciano o inválido, y algunas mujeres andrajosas y amarillas, estampa viva de la miseria, rasguñaban la tierra con la azada, sembrando en la superficie con esperanza de coger algunas legumbres. Los chicos, desnudos y enfermos, acudían al encuentro de la tropa pidiendo de comer.

La caza, por lo muy perseguida, era también escasísima, y hasta las abejas parecían suspender su maravillosa industria. Los zánganos asaltaban como ejército famélico las colmenas. Pueblos y villas, en otro tiempo de regular riqueza, estaban miserables, y las familias de labradores acomodados pedían limosna. En la iglesia, arruinada o volada o convertida en almacén, no se celebraba oficio, porque frecuentemente cura y sacristán se habían ido a la partida. Estaba suspensa la vida, trastornada la Naturaleza, olvidado Dios.

En las guerrillas, no hay verdaderas batallas; es decir, no hay ese duelo previsto y deliberado entre ejércitos que se buscan, se encuentran, eligen terreno y se baten. Las guerrillas son la sorpresa, y para que haya choque es preciso que una de las dos partes ignore la proximidad de la otra. La primera cualidad del guerrillero, aun antes del valor, es la buena andadura, porque casi siempre se vence corriendo. Los guerrilleros no se retiran, huyen, y el huir no es vergonzoso en ellos. La base de su estrategia es el arte de reunirse y dispersarse. Se condensan para caer como la lluvia, y se desparraman para escapar a la persecución; de modo que los esfuerzos del ejército que se propone exterminarlos son inútiles, porque no se puede luchar con las nubes. Su principal arma no es el trabuco ni el fusil; es el terreno; sí, el terreno, porque según la facilidad y la ciencia prodigiosa con que los guerrilleros se mueven en él, parece que se modifica a cada paso prestándose a sus maniobras.

Figuraos que el suelo se arma para defenderse de la invasión; que los cerros, los arroyos, las peñas, los desfiladeros, las grutas, son máquinas mortíferas que salen al encuentro de las tropas regladas, y suben, bajan, ruedan, caen, aplastan, separan y destrozan. Esas montañas que se dejaron allá y ahora aparecen aquí; estos barrancos que multiplican sus vueltas; esas cimas inaccesibles que despiden balas; esos mil riachuelos, cuya orilla derecha se ha dominado, y luego se tuerce presentando por la izquierda innumerable gente; esas alturas en cuyo costado se destrozó a los guerrilleros, y que luego ofrecen otro costado donde los guerrilleros destrozan al ejército en marcha; eso, y nada más que eso, es la lucha de partidas; es decir, el país en armas, el territorio, la geografía misma batiéndose.

Tres tipos ofrece el caudillaje en España, que son: el guerrillero, el contrabandista, el ladrón de caminos. El aspecto es el mismo; sólo el sentido moral los diferencia. Cualquiera de esos tipos puede ser uno de los otros dos sin que lo externo varíe, con tal que un grano de sentido moral (permítaseme la frase) caiga de más o de menos en la ampolleta de la conciencia. Las partidas que tan fácilmente se forman en España pueden ser el sumo bien o mal execrable. ¿Debemos celebrar esta especial aptitud de los españoles para congregarse armados y oponer eficaz resistencia a los ejércitos regulares? ¿Los beneficios de un día son tales que pueden hacernos olvidar las calamidades de otro día? Esto no lo diré yo, y menos en este libro, donde me propongo enaltecer las hazañas de un guerrillero insigne, que siempre se condujo movido por nobles impulsos, y fue desinteresado, generoso y no tuvo parentela moral con facciosos, ni matuteros, ni rufianes, aunque sin quererlo y con fin muy laudable, cual era el limpiar a España de franceses, enseñó a aquéllos el oficio.

Los españoles nacieron para descollar en varias y estimadísimas aptitudes, por lo cual tenemos tal número de santos, teólogos, poetas, políticos, pintores; pero con igual idoneidad sobresalen en los tres tipos que antes he indicado y que, a los ojos de muchos, parece que son uno mismo, según las lamentables semejanzas que la historia nos ofrece. Yo traigo a la memoria la lucha con los romanos y la de siete siglos con los moros, y me figuro qué buenos ratos pasarían unos y otros en esta tierra, hostigados constantemente por los Empecinados de antaño. Guerrillero fue Viriato, y guerrilleros los jefes de mesnada, los adelantados, los condes y señores de la Edad Media.

Durante la monarquía absoluta, las guerras en país extraño llevaron a América, Italia, Flandes y Alemania a todos nuestros bravos. Pero cesaron aquellos gloriosos paseos por el mundo, y España volvió a España, donde se aburría, como el aventurero retirado antes de tiempo a la paz del fastidioso hogar, o como Don Quijote, lleno de bizmas y parches, en el lecho de su casa y ante la tapiada puerta de su biblioteca sin libros.

Vino Napoleón y despertó a todo el mundo. La frase castellana echarse a la calle es admirable por su exactitud y expresión. España entera se echó a la calle o al campo; su corazón guerrero latió con fuerza, y se ciñó laureles sin fin en la gloriosa frente; pero lo extraño es que Napoleón, aburrido al fin, se marchó con las manos en la cabeza, y los españoles, movidos de la pícara afición, continuaron haciendo de las suyas en diversas formas, y todavía no han vuelto a casa.

La Guerra de la Independencia fue la gran academia del desorden. Nadie le quita su gloria, no, señor; es posible que sin los guerrilleros la dinastía intrusa se hubiera afianzado en España, por lo menos hasta la Restauración en Francia. A ellos se debe la permanencia nacional, el resto que todavía infunde a los extraños el nombre de España y esta seguridad vanagloriosa, pero justa, que durante medio siglo hemos tenido de que nadie se atreverá a meterse con nosotros. Pero la Guerra de la Independencia, repito, fue la gran escuela del caudillaje, porque en ella se adiestraron hasta lo sumo los españoles en el arte, para otros incomprensible, de improvisar ejércitos y dominar por más o menos tiempo una comarca; cursaron la ciencia de la insurrección, y las maravillas de entonces las hemos llorado después con lágrimas de sangre. Pero ¿a qué tanta sensiblería, señores? Los guerrilleros constituyen nuestra esencia nacional. Ellos son nuestro cuerpo y nuestra alma; son el espíritu, el genio, la historia de España; ellos son todo, grandeza y miseria, un conjunto informe de cualidades contrarias, la dignidad dispuesta al heroísmo, la crueldad inclinada al pillaje.”

 franco_sanjurjo

Curiosamente, muchos años más tarde, según me comentó Serrano, las autoridades bolivianas que acabaron con el Ché Guevara encontr flacas y tristes, en la vecina sierra. En los pueblos no ocupados por la gente armada no se veía hombre alguno que no fuese anciano o inválido, y algunas mujeres andrajosas y amarillas, estampa viva de la miseria, rasguñaban la tierra con la azada, sembrando en la superficie con esperanza de coger algunas legumbres. Los chicos, desnudos y enfermos, acudían al encuentro de la tropa pidiendo de comer.

La caza, por lo muy perseguida, era también escasísima, y hasta las abejas parecían suspender su maravillosa industria. Los zánganos asaltaban como ejército famélico las colmenas. Pueblos y villas, en otro tiempo de regular riqueza, estaban miserables, y las familias de labradores acomodados pedían limosna. En la iglesia, arruinada o volada o convertida en almacén, no se celebraba oficio, porque frecuentemente cura y sacristán se habían ido a la partida. Estaba suspensa la vida, trastornada la Naturaleza, olvidado Dios.

En las guerrillas, no hay verdaderas batallas; es decir, no hay ese duelo previsto y deliberado entre ejércitos que se buscan, se encuentran, eligen terreno y se baten. Las guerrillas son la sorpresa, y para que haya choque es preciso que una de las dos partes ignore la proximidad de la otra. La primera cualidad del guerrillero, aun antes del valor, es la buena andadura, porque casi siempre se vence corriendo. Los guerrilleros no se retiran, huyen, y el huir no es vergonzoso en ellos. La base de su estrategia es el arte de reunirse y dispersarse. Se condensan para caer como la lluvia, y se desparraman para escapar a la persecución; de modo que los esfuerzos del ejército que se propone exterminarlos son inútiles, porque no se puede luchar con las nubes. Su principal arma no es el trabuco ni el fusil; es el terreno; sí, el terreno, porque según la facilidad y la ciencia prodigiosa con que los guerrilleros se mueven en él, parece que se modifica a cada paso prestándose a sus maniobras.

Figuraos que el suelo se arma para defenderse de la invasión; que los cerros, los arroyos, las peñas, los desfiladeros, las grutas, son máquinas mortíferas que salen al encuentro de las tropas regladas, y suben, bajan, ruedan, caen, aplastan, separan y destrozan. Esas montañas que se dejaron allá y ahora aparecen aquí; estos barrancos que multiplican sus vueltas; esas cimas inaccesibles que despiden balas; esos mil riachuelos, cuya orilla derecha se ha dominado, y luego se tuerce presentando por la izquierda innumerable gente; esas alturas en cuyo costado se destrozó a los guerrilleros, y que luego ofrecen otro costado donde los guerrilleros destrozan al ejército en marcha; eso, y nada más que eso, es la lucha de partidas; es decir, el país en armas, el territorio, la geografía misma batiéndose.

Tres tipos ofrece el caudillaje en España, que son: el guerrillero, el contrabandista, el ladrón de caminos. El aspecto es el mismo; sólo el sentido moral los diferencia. Cualquiera de esos tipos puede ser uno de los otros dos sin que lo externo varíe, con tal que un grano de sentido moral (permítaseme la frase) caiga de más o de menos en la ampolleta de la conciencia. Las partidas que tan fácilmente se forman en España pueden ser el sumo bien o mal execrable. ¿Debemos celebrar esta especial aptitud de los españoles para congregarse armados y oponer eficaz resistencia a los ejércitos regulares? ¿Los beneficios de un día son tales que pueden hacernos olvidar las calamidades de otro día? Esto no lo diré yo, y menos en este libro, donde me propongo enaltecer las hazañas de un guerrillero insigne, que siempre se condujo movido por nobles impulsos, y fue desinteresado, generoso y no tuvo parentela moral con facciosos, ni matuteros, ni rufianes, aunque sin quererlo y con fin muy laudable, cual era el limpiar a España de franceses, enseñó a aquéllos el oficio.

Los españoles nacieron para descollar en varias y estimadísimas aptitudes, por lo cual tenemos tal número de santos, teólogos, poetas, políticos, pintores; pero con igual idoneidad sobresalen en los tres tipos que antes he indicado y que, a los ojos de muchos, parece que son uno mismo, según las lamentables semejanzas que la historia nos ofrece. Yo traigo a la memoria la lucha con los romanos y la de siete siglos con los moros, y me figuro qué buenos ratos pasarían unos y otros en esta tierra, hostigados constantemente por los Empecinados de antaño. Guerrillero fue Viriato, y guerrilleros los jefes de mesnada, los adelantados, los condes y señores de la Edad Media.

Durante la monarquía absoluta, las guerras en país extraño llevaron a América, Italia, Flandes y Alemania a todos nuestros bravos. Pero cesaron aquellos gloriosos paseos por el mundo, y España volvió a España, donde se aburría, como el aventurero retirado antes de tiempo a la paz del fastidioso hogar, o como Don Quijote, lleno de bizmas y parches, en el lecho de su casa y ante la tapiada puerta de su biblioteca sin libros.

Vino Napoleón y despertó a todo el mundo. La frase castellana echarse a la calle es admirable por su exactitud y expresión. España entera se echó a la calle o al campo; su corazón guerrero latió con fuerza, y se ciñó laureles sin fin en la gloriosa frente; pero lo extraño es que Napoleón, aburrido al fin, se marchó con las manos en la cabeza, y los españoles, movidos de la pícara afición, continuaron haciendo de las suyas en diversas formas, y todavía no han vuelto a casa.

La Guerra de la Independencia fue la gran academia del desorden. Nadie le quita su gloria, no, señor; es posible que sin los guerrilleros la dinastía intrusa se hubiera afianzado en España, por lo menos hasta la Restauración en Francia. A ellos se debe la permanencia nacional, el resto que todavía infunde a los extraños el nombre de España y esta seguridad vanagloriosa, pero justa, que durante medio siglo hemos tenido de que nadie se atreverá a meterse con nosotros. Pero la Guerra de la Independencia, repito, fue la gran escuela del caudillaje, porque en ella se adiestraron hasta lo sumo los españoles en el arte, para otros incomprensible, de improvisar ejércitos y dominar por más o menos tiempo una comarca; cursaron la ciencia de la insurrección, y las maravillas de entonces las hemos llorado después con lágrimas de sangre. Pero ¿a qué tanta sensiblería, señores? Los guerrilleros constituyen nuestra esencia nacional. Ellos son nuestro cuerpo y nuestra alma; son el espíritu, el genio, la historia de España; ellos son todo, grandeza y miseria, un conjunto informe de cualidades contrarias, la dignidad dispuesta al heroísmo, la crueldad inclinada al pillaje.”

 franco_sanjurjo

Curiosamente, muchos años más tarde, según me comentó Serrano, las autoridades bolivianas que acabaron con el Ché Guevara encontraron entre sus pertenencias una copia del folleto de Franco que guardaba con las tácticas guerrilleras que Galdós describe en su «Empecinado».

Para don Ramón, Franco era un forofo de los Episodios Nacionales de Galdós. Muchas veces le oí decir que nadie como el escritor canario había retratado al pueblo español, a sus clases di­ rigentes y al ejército. «Recuerdo -decía Serrano- que en Salamanca, cuando llegué tras mi peripecia personal y conviví con él bajo el mismo techo por el parentesco familiar, tenía como libros de cabecera entre otros los tomos de los Episodios Nacionales

 

 

            Y recuerden yo ni quito ni pongo rey pero ayudo a mi señor, y mi señor será siempre la verdad y la Historia…(o la intraHistoria).

 

CONTINUARÁ

 


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