Los judíos protegidos por Franco o la recurrente tergiversación antifranquista (en respuesta a un artículo de El País)

PUBLICADO EN EL CORREO DE MADRID

Hay quienes parecen seguir al pie de la letra la vieja consigna de Lenin de utilizar la mentira como arma revolucionaria adaptándola, eso sí, a las necesidades de la actual forma de abordar nuestra historia reciente bajo el lema de utilizar “la mentira como arma del antifranquismo”.

 

Cada cierto tiempo, casi cada año, venga o no a cuento, algún historiador o periodista trata de cambiar la historia, más allá de la interpretación, con escaso conocimiento y yo diría que hasta con ocultación documental. El último en llegar a la escena mediática en el tema que nos va a ocupar, en un medio usualmente acogedor de la “mentira histórica” como es el diario El País, biblia de la izquierda divina, intelectual o cultureta, y ante cuyas páginas se rinden no pocos de otro ámbito ideológico o historiográfico, es el periodista-historiador Fran Serrato. Lo hace al viento de una exposición que se exhibe en el Centro Sefarad en Madrid, y tras leer, por lo visto sin mucho detenimiento crítico, el texto del politólogo y periodista José Antonio Lisbona en su obra “Más allá del deber” (Ministerio de Asuntos Exteriores de España) vinculada a la exposición “Más allá del deber: La respuesta humanitaria del Servicio Exterior (español) frente al Holocausto” presentada en 2014.

 

Hace unos meses este autor, Lisbona, venía a mantener que los diplomáticos españoles actuaron en lo referente a la protección, y por consecuencia salvación de vidas, de los judíos durante la II Guerra Mundial “en muchas ocasiones contraviniendo las órdenes y directrices del régimen de Franco”. ¿Qué órdenes?

 

Nuestro meritorio Fran Serrato, a partir de ahí, sube un peldaño y habla del “falso mito de Franco como salvador de judíos”. Así pues, los diplomáticos españoles, entre los que como es habitual destaca Sanz Briz, actuarían por su cuenta y riesgo (recoge el periodista que el propio hijo de Sanz-Briz afirma que su padre “actuó en nombre de España, pero sin su permiso”, lo que es, como demostraremos, rigurosamente falso). Después Franco se apropió de los méritos, tal y como lee en el texto de Lisbona: Franco no solo mitificó su labor humanitaria, también consiguió que los propios sefardíes la mitificaran (lo que por cierto, gramaticalmente, implica que la acción humanitaria existió; pero el autor no debió darse cuenta)La leyenda, la mitificación, la propaganda hicieron fortuna y, según estos autores, naturalmente Israel, el país que cuenta con el mejor servicio de inteligencia del mundo, el Mossad, y que ha escudriñado hasta el último repliegue de lo relacionado con la persecución de los judíos fue engañado. Por eso, pese a las escasas simpatías que Franco despertaba, hasta la Primera Ministra Golda Meier le daría, pasado el tiempo, ante el parlamento israelita, las gracias a Franco por la ayuda prestada a su pueblo. Claro que como anota el profesor Suárez Fernández, el Mossad redactó un listado de los judíos que escaparon vía a España provistos de documentación o con la autorización necesaria que supera los 45.000 nombres. Evidentemente, por razones obvias, este autor se fía mucho más del Mossad que de algunos historiadores, tertulianos y periodistas. También me ofrece mayor confianza el testimonio del Premio Nobel de la Paz, Elie Wiezel al explicar en 1990, Franco reposaba en el Valle de los Caídos desde hacía 15 años, que “España fue, probablemente, el único país de Europa que no devolvió a los refugiados judíos”.

 

Frente a lo anterior, por lo visto, según estos autores, Franco pudo engañar a todos durante décadas y aún después de su muerte. Hasta hoy mismo cuando, por no enterarse de la realidad, Lawrence H. Feldman saca a la luz el primer volumen en EEUU de una obra cuyo título en traducción literal es: “Refugiados de Franco. Documentos de los judíos que llegaron a través de España y Portugal a la ciudad de Nueva York. 1940-1941”. En el listado de los engañados habría que incluir a un volumen importante de personalidades judías que no parece que fueran carentes de información. Repasemos brevemente algunos de aquellos testimonios:

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  • En noviembre de 1975, en Nueva York, el gran rabino interrumpió su predicación en una sinagoga para pedir por el alma de Francisco Franco porque “tuvo piedad en tiempo de tribulación”. En la misma línea el historiador Haim Avni, el propio Yad Vasim (Instituto para el Holocausto), o Federico Ysart han afirmado que Franco salvó entre 40.000 y 60.000 judíos de un triste y mortal destino en los campos de concentración. Por si fuera poco, bastaría recordar, que Francisco Franco ostenta el título, por su actuación durante la II Guerra Mundial, de “benefactor de los judíos”; o que H.P. Salomon y Tomás L. Ryan publicaron en 1978, en el “Journal of The Shepahardie Studes Program or Yeshiva Uiversity”, un artículo afirmando: “apartando cualquier otra consideración, los Judíos deberían honrar y bendecir la memoria de este gran benefactor del Pueblo Judío… quien ni vio ni obtuvo ningún beneficio en lo que hizo”. Anteriormente, en 1970, Chaim Lipschitz, rabino del seminario hebreo de Brooklin, declaró a la revista Nesweck: “Ya va siendo hora de que alguien dé las gracias a Franco… Franco tomó decisiones que nunca agradeceremos bastante. La historia de cómo Franco obtuvo la salida de los judíos de los campos de concentración, es realmente fabulosa”. Y por ello publicó un trabajo titulado “Franco, Spain, the jews and the Holocaust” (1984). En la misma línea, el destacado dirigente socialista español, de origen judío, Enrique Múgica, como presidente de la delegación española en el Congreso Judío Mundial de 1998, afirmó: “aquél régimen, tan criticable en otros aspectos, acogió a los judíos que llegaron, bien para asentarse en España, bien para continuar viaje con ayuda del servicio diplomático”. Pero, ahora nos informan, que Franco los engañó a todos.

Hasta hace relativamente poco, dado el peso de la evidencia, los historiadores antifranquistas que han dominado la historiografía hispana en los últimos cuarenta años, se conformaban con silenciar o minimizar la ayuda prestada y decir que España hizo poco porque solo se salvaron unas pocas decenas de miles de hombres, mujeres y niños. Hoy el señor Lisbona asciende hacia lo alto de este antifranquismo, como experto en las relaciones entre España e Israel, diciendo que los diplomáticos actuaron protegiendo a los judíos perseguidos “guiados por su conciencia, muchas veces sin consultar [lo que implica por cierto que en otras sí consultaron] y otras en contra de las recomendaciones políticas”. Y yo me preguntó: ¿dónde están esas recomendaciones que no he conseguido localizar y cómo se puede mantener que no se consulta cuando los diplomáticos remiten a Madrid la información de forma continuada?

 

Si diéramos crédito a Lisbona o a Serrato, o a tantos otros, contraviniendo los usos diplomáticos, nos encontraríamos ante el primer caso de un conjunto importante de diplomáticos que, distantes unos de otros, actúan todos de la misma manera. Hombres que lo harían desobedeciendo o sin órdenes de su país, sin coordinación, en un tema más que delicado para España; sobre todo desde mediados del verano de 1942 cuando sobre su país se ceñía la amenaza de una posible invasión alemana.

 

Anotaba el historiador militantemente antifranquista Paul Preston, hace unos años, que era “un hecho incontrovertible que un número importante de judíos que huían del terror nazi se salvaron a través de España”. ¡Menos mal! Pero es que los testimonios son abrumadores. Aunque Serrato para El País se haga un lío –algo inherente a toda síntesis, presuponemos– con la acción diplomática, los que pasaban por España con documentación y quienes entraban ilegalmente. Ya Preston explicaba que la vía española de los judíos europeos sirvió a Franco para blanquease. Tesis que naturalmente sigue Lisbona y difunde ahora El Paíspor enésima vez como si fuera una gran aportación a la historiografía patria. Lástima que de poco les sirva el planteamiento porque otros perioristas-tertulianos-historiadores, más escorados a la izquierda que El País, acusan a Lisbona y a la exposición citada de seguir blanqueando la realidad. Tal y como hizo el también antifranquista y ayuno de conocimientos, Barlomé Clavero, en Eldiario.es hace tres o cuatro años: “ha sido el último episodio de una política iniciada a mediados de los años cuarenta del siglo pasado, tras la derrota del nazismo, tendente a encubrir la responsabilidad del franquismo y, por tanto, del Estado español en aquel monstruoso genocidio”. Clavero debería hacérselo mirar porque no se pueden escribir más tonterías en líneas tan escasas.

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No es la primera vez, y supongo que no será la última que me corresponda escribir sobre este tema para intentar colocar las cosas en su sitio y denunciar a estos usuarios de la “mentira como arma antifranquista”. Ni dejaré la costumbre de sorprenderme ante la proliferación de escritores aparentemente bien armados intelectualmente que desprecian aquellos documentos que no les gustan practicando una investigación selectiva (falseamiento de pruebas diríamos en un juicio), o simplemente se olvidan de aplicar a la explicación la lógica más elemental. Como desprecian la lógica caen en hondas contradicciones con respecto a lo que son sus visiones de lo que fue el régimen de Franco. ¿Se imaginan en esa visión a unos pobrecitos y aterrados diplomáticos desafiando las órdenes o deseos del cruel dictador?

 El debate artificial

Los hechos son sencillos, otra cosa es la explicación. Es usual disentir en la explicación, pero ignorar los hechos de forma total o parcial se llama manipulación. Los hechos son que durante la II Guerra Mundial España protegió a numerosos judíos en el este de Europa, en París, en Berlín y, a la vez, permitió a varias decenas de miles de personas atravesar su país en busca de la salida, vía Portugal, Cádiz o el Ferrol hacia otros lugares. Unos lo hicieron de forma legal o semilegal, otros de forma clandestina al carecer de documentación para pasar la frontera (y hay que aplaudir y recordar a los españoles desinteresados que los ayudaron), pero seguros de que España haría la vista gorda en momentos de tensión con Alemania.

 

Naturalmente era algo que no trascendió hasta después de la guerra. Y todo ello, por lo visto, se hizo sin que Franco se enterara o con la oposición de Franco. La realidad es que desde aquellas décadas los historiadores de izquierdas, pero también la historiografía de corte positivista liberal, intentan hurtar a Francisco Franco todo papel y toda decisión en éste asunto, ante el hecho cierto de que la diplomacia española logró la protección de miles de judíos y su salida de la Europa ocupada.

 

Curiosamente, desde hace años, el debate ha tenido un eje fundamental: la actuación del diplomático Ángel Sanz Briz. En los últimos años ha habido una personificación de los hechos en su persona, lo que ha sido una forma de manipulación, ya que parece como si la protección solo se hubiera dado en un lugar de la Europa ocupada. Protagonismo necesario, porque si se hace evidente que gran parte de los diplomáticos españoles actuaron de un modo similar es muy difícil mantener que ese consenso se produjera sin instrucciones remitidas desde Madrid. Así, resulta, y lo vuelve a sugerir el escritor de El País, apoyándose en el testimonio del hijo del diplomático, que la acción humanitaria sería producto de una decisión individual y personal y no vinculada a una elección del ejecutivo español y por tanto, en último término, de Francisco Franco. Porque cualquiera que conozca en toda su extensión el archivo particular del Caudillo asumirá que en los años cuarenta y cincuenta toda la información importante sobre política exterior pasaba por su mesa.

 

Ahora bien, resulta que, por ejemplo, Arcadi Espada, en su interesante obra En nombre de Franco” nos dice lo contrario a lo que afirma Serrato en El País, y lo hace basándose en la documentación. Sería muy prolijo contar aquí la historia de Sanz Briz, quintacolumnista franquista en el Madrid republicano, pero anotemos que, por ejemplo, el 23 de octubre de 1944 el Ministro de Asuntos Exteriores español José Félix Lequerica le transmitía unas órdenes clarificadoras: “Embajador Washington a petición representante Congreso Judío Mundial ruega se extienda protección a mayor número de judíos perseguidos. Sírvase V.E.; informar en qué forma se puede atender a los solicitado con mayor espíritu de benevolencia y humanidad y tratando de buscar soluciones prácticas para que la actuación de esa Legación resulte lo más eficaz posible y abarque en primer lugar a los sefarditas de nacionalidad española, en segundo lugar a los de origen español, y finalmente el mayor número posible de los demás israelitas”. Aunque supongo que mis ilustres colegas afirmarán que el Ministro también actuaba a espaldas de Franco, lo que no pueden mantener es que Sanz Briz actuó sin órdenes concretas. Lo que, por otro lado, no resta ni un ápice de valor o reconocimiento a su acción y a la de otros diplomáticos.

 

¿Qué hizo Sanz Briz? Nos responde Arcadi Espada: como no había muchos sefardíes indicó al Ministro que la única solución era dar pasaportes españoles. ¿Y qué hizo el Ministro español de Asuntos Exteriores? Indicarle el 27 de octubre de 1944: “Muy urgente. Apruebo fórmula me propone poniendo el mayor empeño en que la protección sea eficaz y autorizándole ampliamente para hacer lo necesario para ello”. Es decir, un cheque en blanco. El 10 de noviembre, Lequerica insiste en que se continúe protegiendo a los judíos húngaros. Y Sanz Briz, en uso de la discrecionalidad en la actuación que le ha dado el Ministro, extiende miles de documentos de protección.

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Sanz Briz, hay que recordarlo, se ha convertido en nuestro particular Schindler, con una notoria película sobre su vida titulada “El ángel de Budapest”, que tiene un complemento en otra cinta extranjera “El cónsul Perlasca”. Hace unos años escribí que la comparativa me resultaba un tanto chirriante, ya que los motivos y la forma de actuar de los diplomáticos españoles y los del señor Schindler fueron distintos. Pero la película de Spielberg tuvo la virtud de sacar del olvido la acción de los diplomáticos españoles que la historiografía antifranquista había enterrado porque era una nota disonante en su caricatura habitual sobre Francisco Franco.

 

Valoraciones a un lado, lo cierto es que en nuestro caso cabría afirmar, siguiendo el símil que no hubo un solo Schindler español sino muchos. Hombres que siguiendo instrucciones arriesgaron mucho, incluso la libertad o la vida, para proteger a miles de judíos. Ahora bien, la maniobra política primero, y ahora también histórica, ha consistido precisamente en tratar de borrar la huella de esos españoles, porque –insistimos– difícilmente se podría sostener que en varios puntos de Europa se procediera de igual manera sin mediar instrucciones del gobierno. Una acción que hubiera sido imposible sin personas como: Ginés Vidal y Saura (Berlín), Francisco Gómez-Jordana, José Felix de Lequerica, Javier Martínez de Bedoya, Sebastián Romero Radigales (Atenas), Eduardo Propper de Callejón (París), José Ruíz Santaella (Berlín), Bernardo Roland de Miotta (París), Fiscowich, José de Rojas y Moreno (Rumanía), Julio Palencia y Tubau (Sofía), Miguel Ángel Muguiro (Budapest), el italiano Giorgio Perlasca (Budapest), Ángel Sanz Briz (Budapest) y, evidentemente, Francisco Franco. Es lo que la lógica y la documentación indican.

 

Pero insisto, no hay nada nuevo en la argumentación a la contra a la que una y otra vez se recurre. Hace años, Javier Tusell, a pesar de conocer la documentación existente, de trabajar con el archivo del conde de Jordana, Ministro de Exteriores en esos años e impulsor de una nueva política en relación a la cuestión judía, llegó a escribir: “La verdad es que no existió, ni mucho menos, una política coordinada de salvación de los judíos por parte del Gobierno español. Otra cosa es que muchos pasaran por el país porque era el camino de huida más obvio, porque no existiera legislación antisemita o porque encontraran actitudes protectoras, aunque estas fueran individuales mucho más que nacidas de un propósito gubernamental”. Tusell media bien las frases en su antifranquismo templado, porque efectivamente no hubo una política con diseño previo desde el minuto uno, sino una actuación en función de unos hechos que tampoco eran conocidos. Ya se aferraba el historiador a la idea de que los diplomáticos españoles actuaron “más allá de lo que las instrucciones de Madrid autorizaban”. Tusell y otros fueron los primeros en establecer el camino que llevan publicitando treinta años: “no hay testimonio alguno de la directa intervención de Franco” en este asunto, sino que fue la “presión exterior y la sensibilidad de algún diplomático lo que justifica que pueda hablarse de una función protectora que, de todos modos, resultó tardía e inferior a las posibilidades de cualquier país que hubiera sido auténticamente neutral”. ¡Casi nada! Aunque no explique cuáles eran las posibilidades y cuáles fueron las acciones de los países realmente neutrales para establecer tamaña comparativa, salvo que nos refiramos al Vaticano.

 

Más recientemente, ante las evidencias, otros historiadores, siguiendo la estela, prefieren argumenta, atendiendo a los números, que España hizo en realidad muy poco, que salvó a unos pocos miles, pero que podía haber hecho mucho más. Cierto que un mínimo de 45.000 pueden parecer comparativamente pocos.

 

El análisis de la documentación, desde mi punto de vista, que no desmerece en modo alguno la actitud de los diplomáticos españoles, que se jugaban la vida porque tenían que llevar a efecto lo indicado a su discreción y posibilidades, es que todos ellos, desde Sanz Briz a Romero Radigales, actuaron siempre siguiendo las instrucciones genéricas de Madrid. Decisiones que habían sido discutidas en los Consejos de Ministros, aprobadas directamente por Franco y transmitidas a través del Ministro de Exteriores.

 

Así, uno de los responsables de ese área en la época, José Félix de Lequerica -al que Tusell acusó abiertamente de antisemita-, enviaba a su embajada en EEUU un largo comunicado en el que refiriéndose a estas actuaciones, con mención expresa a las de Sanz Briz, anotaba: “esta actuación, hecha tras insistentes órdenes por nuestra parte y múltiples reclamaciones diplomáticas han tenido extraordinaria eficacia”. Por otro lado el Congreso Judío Mundial había recibido, en 1944, una extensa nota del Ministerio de Exteriores, con párrafos altamente reveladores, sobre la decisión del gobierno español, cuya jefatura ostentaba Francisco Franco:

 

“Desde hace tres años España viene accediendo reiteradamente y con la mejor voluntad, a cuantas peticiones presentaron comunidades judías, directamente o a través de V.E. o del embajador en Londres o de otros jefes de misión en América, habiendo dado ello lugar a enérgicas intervenciones no sólo en Berlín sino en Bucarest, Sofía, Atenas, Budapest, etc., con desgaste evidente de nuestras representaciones diplomáticas y llegándose en algunos momentos a discusiones enérgicas por defender nosotros esos intereses. Gracias a estas gestiones numerosos israelitas de Francia han podido cruzar nuestra frontera y continuar viaje a donde desearan; otros se han visto eficazmente protegidos durante todo el tiempo de ocupación alemana en Francia, Holanda y otros países y gran número de sefarditas han visto mejorado considerablemente el trato que sufrían en campos de concentración, y han podido salir de estor recuperando la libertad al entrar en España”.

 

Claro que es posible que en 1944 mintieran o que, previendo el futuro, ya estuvieran las autoridades españolas fabricando la mitificación. No voy a contradecir las palabras que recoge El País del hijo de Sanz Briz, pero resulta que hace años, la viuda del diplomático, en un gesto que le honra, declaró en repetidas ocasiones que su marido actuó en conformidad con lo dispuesto por Exteriores. El propio Sanz Briz, en una carta dirigida a su cuñado Fernando María de Castiella en 1963, escribía al adjuntar el texto de un resumen de su actuación para Isaac R. Molho: “recabar enteramente para España y para SE el Jefe del Estado el mérito de nuestra actuación que, en el campo humanitario, mantuvimos los escasos representantes de países neutrales (Suecia, Suiza, Turquía) bajo la acertada y vigorosa dirección del entonces nuncio de su santidad”. Palabras que se han prestado a interpretación diversa. Sin embargo, pongámoslas en relación con otro testimonio, en este caso del diplomático Pedro Schwartz, hijo del entonces cónsul español en Viena, quien en 1999 explicaba: “siempre me ha sorprendido la ayuda que Franco prestó a los judíos perseguidos por el nazismo… Franco y sus ministros dieron instrucciones a los representantes consulares [a su padre] para que protegieran de la discriminación y la expropiación a los sefardíes… Cuando Hitler, a partir de 1943, puso en marcha la solución final, la entrega de pasaportes a los judíos de habla castellana en los consulados de la España ocupada”.

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Existe disparidad de criterios a la hora de valorar la acción española. Una acción que de no haber sido realizada por Franco y su régimen, para el discurso oficioso prácticamente aliado del Tercer Reich, habría sido sin duda encumbrada. Como comentaba al principio, hace unos años, la crítica a Franco se centraba en sostener que la cifra de judíos que fueron “salvados” por España fue pequeña, y recriminan a las autoridades españolas que no hicieran más, olvidando a renglón seguido la política que siguieron muchos países hasta el estallido de la Guerra Mundial primero y hasta la intervención americana después: devolviendo a la inmensa mayoría de quienes llamaban a sus puertas y no tenían ni fama, ni dinero, ni eran cerebros reconocidos. Como muchos autores suelen reprochar al gobierno franquista que no fuera verdaderamente neutral durante la guerra, cabría preguntar por el trato que dieron Suiza (véase el informe sobre el Oro Nazi publicado hace años) y otros países a los judíos que llamaban en vano a su puerta. Claro que el Congreso Judío Mundial reunido en Nueva York el 2 de octubre de 1944, por lo visto en pleno síndrome de Estocolmo a tenor de lo escrito por Lisbona, Serrato y tantos otros, acabó agradeciendo a España lo que estaba haciendo.

Los hechos en el tiempo

Volvamos a los hechos. Para analizar correctamente la política española en esta materia, que pese a lo que se diga sí existió, es preciso recoger sucintamente los hechos. La primera medida en este tema que Franco y su gobierno toman, no es de 1939 o 1940 sino de 1938, cuando tras “la noche de los cristales rotos” y la puesta en vigor de las Leyes de Núremberg, numerosos judíos corren a las legaciones diplomáticas españolas. Franco ordenó la “protección a los judíos de origen español”, considerando como tales a quienes tuvieran antecedentes sefarditas. Para ello se valió de una ley del general Primo de Rivera, dictada en 1924, que les permitía considerarse ciudadanos españoles. Aunque los plazos estaban agotados se decidió que pagaran la multa de retraso, con lo que se solucionaba el tema jurídico. Y ello a pesar de la actitud general del movimiento sionista contra la Causa Nacional y del posicionamiento judío general a favor del Frente Popular, dado el marcado carácter católico que revestía la zona nacional. Conviene precisar que si este apoyo judío fue cierto y que incluso en las Brigadas Internacionales existió una unidad judía, no es menos cierto que las importantes comunidades de Madrid y Barcelona se disolvieron ante el furor antirreligioso de los milicianos del Frente Popular, poco dados a hacer distingos entre templos de diferentes confesiones; la otra comunidad importante en España, la sevillana, en la zona nacional, no sólo no sufrió molestia alguna sino que además contribuyó económicamente a la causa de Franco e igual hicieron las del norte de África que apoyaron a Franco. Naturalmente la prensa judía internacional se posicionó a favor de la España del Frente Popular. El lector debería recapacitar, al igual que el historiador, si esto no hubiera sido motivo suficiente para que Franco se hubiera lavado las manos en un asunto de dudoso beneficio y claro perjuicio dentro de la situación de España con respecto a Alemania. Un país que podía haber actuado contra España en cualquier momento por razones puramente estratégicas.

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Los efectos de las leyes de Núremberg y los primeros compases de la guerra llegaron a España casi simultáneamente. La actitud española fue aceptar la gestión de los visados de entrada que se solicitaban, lo que en muchos casos implicaba una actuación directa en Berlín. Los refugiados comenzaron a llegar a la frontera de un país destrozado y sin recursos para alimentar a su propia población. España no estaba en condiciones de habilitar grandes espacios de acogida, ni disponía de las infraestructuras necesarias para acoger a un número tan elevado de personas, por lo que solamente estaba dispuesta a hacer de puente hacia otros destinos. A tales efectos se constituyó una zona de espera en Miranda de Ebro y en el campo de Nanclares. Rápidamente comenzaron los temores de que muchos de los que solicitaban refugio pudieran ser izquierdistas dispuestos a operar contra el régimen. Muchos de los que llegaban, judíos o no, no traían más que lo puesto y los informes de las representaciones diplomáticas advertían sobre la salida de cientos de indeseables. La derrota de Francia no hizo sino acrecentar este movimiento, pero pese a todas las restricciones, mínimas si las comparamos con las americanas, lo cierto es que España no devolvió que sepamos a nadie. Al menos eso es lo que, según el profesor Suárez Fernández, acredita el Mossad.

 

La política alemana, hasta la caída de Francia, no era ni el exterminio ni la deportación, se limitaba a la confiscación de bienes, a la discriminación con medidas como la de llevar la estrella de David sobre la ropa. La posición española, con los enfrentamientos internos entre los grupos del régimen, tardó en quedar fijada por encima de los excesos verbales. Fue el propio Serrano Suñer quien acabó fijando la posición española. Las delegaciones españolas, embajadas y consulados, recibieron instrucciones de hacer valer la nacionalidad española de estos judíos y de proteger los bienes que fueran registrados oficialmente frente a las confiscaciones. En Berlín se negoció el tema y los sefardíes acogidos a la nacionalidad española, al menos teóricamente, ni sufrirían confiscaciones ni estarían obligados a llevar la estrella de David al ponerse en marcha esta medida. Pero, ¿no nos dicen estos autores que fue todo decisión de los diplomáticos contraviniendo o sin órdenes?

 

Con los alemanes en la frontera, con España recibiendo fuertes presiones para que entrara en la guerra en el invierno del cuarenta al cuarenta y uno, con la posibilidad real de sufrir una invasión a partir de 1942, los motivos para olvidarse del tema judío aumentaron, pero España mantuvo la misma línea de actuación, que podrá ser discutible por sus efectos limitados, pero que no invalida su carácter de ayuda. Las delegaciones continuarían defendiendo a las comunidades acogidas a la bandera española y se tramitarían visados individuales. Lo que el gobierno no estaba dispuesto a realizar eran traslados masivos. Era su opción. Tampoco otros países practicaron la aceptación de traslados masivos.

 

Por otra parte, el gobierno de Franco no dictó ni una sola medida que ni de lejos pudiera hoy ser interpretada como racista, a pesar de la hipersensibilidad actual en el tema, pese a las presiones para que se incorporara al nuevo ordenamiento de las Leyes Raciales que se irán imponiendo en la Europa del Nuevo Orden y a los exabruptos de algunos exaltados. Más allá de algún desahogo formal en la prensa no hubo nada.

 

Los historiadores críticos a Franco olvidan, a menudo, que en estos años no se tenía conciencia de la posible gravedad de la situación de los judíos y que muchas noticias eran atribuidas a la propaganda. España no compartía las tesis que dieron vida a las Leyes de Núremberg, pero lo consideraba un asunto interno en concordancia con el sistema jurídico internacional de la época; también en los EEUU existían leyes de discriminación, en algunos aspectos similares a los contenidos de las de Núremberg, con respecto a la población negra. Los judíos sufrían discriminación y confiscación, con todo lo que ello comportaba, pero esto no constituía algo tan extraño en un mundo donde seguía vigente el espíritu colonial. Tampoco los judíos eran objeto de especial aprecio en una Europa donde las persecuciones habían sido moneda común desde la Edad Media.

 

España, de acuerdo con su orientación, hizo lo que pudo dentro de su delicada posición ante Alemania entre 1940 y 1942. Hizo algo que dada la posición del Tercer Reich podía indisponerle con el propio Hitler o con los sectores más firmemente racistas del NSDAP. Lo que podía provocar, en cualquier momento, un incidente que llevara a España a la guerra, pues, ¿qué hubiera sucedido si Alemania, sin advertencia, no hubiera respetado los acuerdos sobre los judíos sefardíes? Franco estaba, sin embargo, dispuesto, en su habitual política de gestos, a reafirmar su independencia y frente a la extensión de las Leyes Raciales en el Orden Nuevo fundó, cosa que naturalmente se oculta, tanto en Madrid como en Barcelona, el Instituto de Estudios Judío Benito Arias Montoro, que contó con la publicación Diario Sefardita. Como apunta el historiador judío Haim Avni, “la relación de España con la Alemania nazi durante la II Guerra Mundial no era la de un vasallo sometido a la fidelidad a su señor”.

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A finales del cuarenta y dos comenzaron a llegar informes, vía Carrero Blanco, sobre la situación de los judíos, las deportaciones y el odio existente contra ellos. A principios del cuarenta y tres los campos de concentración en el sentido usual que se les da ya eran una realidad, aunque fueron relacionados con las necesidades de las fábricas de armamentos. Recordemos que la espiral antisemita del Tercer Reich hacia la “solución final” se aceleró en el año cuarenta y dos. La famosa Conferencia de Wannsee, considerada hoy como el arranque de una política de exterminio por la mención a la “solución final”, es del invierno del cuarenta y uno.

 

La nueva situación que se configura a lo largo del cuarenta y dos, creó un nuevo problema para España, al ser informadas las autoridades de que los seis o siete mil judíos acogidos a la protección española también estaban dentro de la lista de las deportaciones y confiscaciones. Adolf Eichman, máximo responsable de la nueva política germana, no quería exclusiones. Madrid estaba dispuesto a hacer valer sus derechos y su soberanía. Su situación, aunque peligrosa, había mejorado. En el cuarenta y tres Alemania estaba interesada en mantener buenas relaciones, pues las negociaciones sobre la compra de vitales materiales para la industria de armamentos eran continuas. El choque entre los diversos poderes existentes en el seno del Tercer Reich jugaba, esta vez, relativamente a favor de España.

 

El Ministro de Exteriores, que nunca actuaba sin la aprobación de Franco, ordenó al embajador en Berlín, Ginés Vidal y Saura, que tratara directamente con Eichman la defensa de las comunidades judías protegidas. Una tras otra las comunidades se fueron convirtiendo en objetivo de Eichman, comenzado por la de Salónica. Las negociaciones con Eichman no eran fáciles. Lo único que se conseguían eran plazos para que España evacuara a los protegidos antes de que se consumaran las deportaciones, mientras seguirían gozando de su situación “privilegiada”. Pero España, y esto era algo con lo que contaba el dirigente nazi, no tenía medios suficientes para realizar la evacuación. El Consejo de Ministros de 4 de agosto de 1943, presidido por Franco, autorizó la repatriación desde Salónica. España intentó comprar billetes de tren inútilmente. Los judíos fueron trasladados a Bergen-Belsen. Finalmente, sin ayuda por parte de los aliados, pudo hacerse con un tren de mercancías y sacarlos del campo de concentración para llevarlos a España tras una batalla diplomática en dos expediciones.

 

En 1943 las autoridades de Madrid tenían aún poca información sobre lo que realmente sucedía en los campos alemanes. Las primeras noticias las transmitió el embajador en Berlín Ginés Vida en aquel verano con relación a Treblinka. Las más graves llegarían de la mano de Sanz Briz en julio de 1944.

 

La nueva política española

Ante la imposibilidad de negar los hechos el refugio de los historiadores antifranquistas fue, durante un tiempo, argumentar que si bien es cierto que la política española se reorientó hacia la protección a los judíos no lo es menos que no fue una decisión propia sino resultante de la presión ejercida por las embajadas aliadas sobre Madrid. Algo que resulta poco creíble dada la falta de colaboración mostrada de forma reiterada por los aliados que valió hasta una protesta del Consejo de Ministros español. España chocó, por ejemplo, con la negativa de los aliados a construir un gran campo de refugiados en el Norte de África (sólo obtuvo declaraciones de apoyo moral de Churchill y de Eisenhower), y después se encontró con la reiterada negativa a que se facilitaran barcos de la Cruz Roja para la evacuación. Turquía no permitió el paso de los sefarditas griegos por su territorio; tampoco hubo suerte en las propuestas de traslado a Palestina porque los británicos no querían incomodar a los musulmanes. En este sentido recordemos las declaraciones cincuenta años después de Salomón Ben Amí que fuera embajador de Israel en Madrid y Ministro de Asuntos Exteriores: “el poder judío no fue capaz de cambiar la política de Roosevelt hacia los judíos durante la II Guerra Mundial. El único país de Europa que de verdad echó una mano a los judíos fue un país en el que no había ninguna influencia judía, España, que salvó a más judíos que todas las democracias juntas”.

 

El salto de la política de protección en los lugares de origen a la repatriación por parte de la política exterior española está ligado a la figura de Francisco Gómez-Jordana Souza que ocupa el Ministerio tras la caída de Serrano Suñer en septiembre de 1942 dentro de su política de vuelta a la neutralidad. Es difícil de precisar cómo se abrió la nueva fase con respecto al tema de los judíos. Por un lado, es evidente que las progresivas noticias de lo que estaba sucediendo transmitidas desde Berlín pudieron tener un peso importante en la reorientación y marcar diferencias con el Reich. Por otro, si aceptamos el testimonio de Martínez Bedoya fue a instancias de Jordana el inicio de la aproximación a las organizaciones internacionales judías, siendo autorizado por Franco. España estaba cambiando de aliados en el marco internacional. Lo que sí es seguro es de que los contactos se iniciaron vía Portugal. El falangista Martínez Bedoya, casado con la viuda de Onésimo Redondo, fue quien realizó el primer contacto que condujo a una reunión de un representante del Congreso Mundial Judío con el Embajador Nicolás Franco, hermano del Caudillo en abril de 1944 quien le pidió la intervención de España para salvar a diversos judíos en Grecia. Franco autorizó de forma inmediata las gestiones. La muerte de Jordana en agosto de 1944 fue un revés, pero José Félix de Lequericacontinuaría con una política que iban a llevar a la práctica los diplomáticos españoles en el último tramo de la guerra.

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Para reforzar a sus diplomáticos y esquivar cualquier acusación de actuar sin permiso, lo que podría arrostrar gravísimas consecuencias personales, Francisco Franco había firmado una orden a todas las representaciones en el Reich en la que se podía leer: “con el mayor tacto posible, se hiciera ver a las autoridades antisemitas que en España las leyes no hacían acepción de personas por su credo o raza. Por ello todos los judíos residentes deberán ser protegidos como cualquier otro ciudadano”. ¿Cómo que Franco firmó? ¿No nos dicen los expertos que no hay ni una sola prueba de la intervención de Franco?

 

El testimonio y los documentos de los ministros de Exteriores.

Quedan por citar sucintamente, de forma espigada, los testimonios y documentos de los ministros de Exteriores. En primer lugar, por ejemplo, el conde de Jordana, indicaba al embajador americano: “las dificultades de la lucha que se está manteniendo a fin de salvar a estos desgraciados de la amenaza que sobre sus cabezas pesa. Justamente, el Embajador de España en Berlín está realizando una laboriosa gestión ante aquel Gobierno a fin de salvarlos de ser trasladados a Polonia según resolución adoptada por las autoridades alemanas. Estas calamidades, que no pueden por menos de afectar hondamente los tradicionales sentimientos humanitarios de España, estimulan al Gobierno a intervenir para remediarlas hasta el límite de sus posibilidades”.

 

En el Este, las legaciones españolas, se jugaron mucho para proteger a los judíos refugiados alquilando edificios y haciendo trampas en las listas de protegidos con la amenaza constante de que se violara la territorialidad y todos acabaran en un campo de concentración. Era la discrecionalidad de que gozaban en su actuación. En París, en Berlín, en Sofía, en Budapest, en Atenas, en Rumania la diplomacia española actuó de la misma forma. Y queda como prueba, de que fue una decisión del gobierno, la nota sobre la entrevista mantenida el jueves nueve de diciembre de 1943 entre el Ministro de Exteriores español, conde Jordana, y el embajador de los EEUU en España:

 

“en ningún momento se ha pensado adoptar medida alguna que implique el propósito de desarticular familias. El considerar los hechos tal como en la referida carta se hace, implica suponer que la salida de los sefarditas que se hallan en territorio español, en tránsito para Argel, sea en calidad de expulsados, haciendo aparecer, de tal manera, al Gobierno y Autoridades españolas como inhumanos equiparándolos a organismos semejantes de otro país que se distinguen por sus procedimientos de implacable persecución contra la raza hebrea. Y esto es tanto más injusto cuanto que de lo que en realidad se trata, es de lo contrario, porque lo que se pretende es que, merced a las laboriosísimas y muy penosas gestiones, que aún no han tenido en su totalidad completo éxito, es liberar a esos desgraciados de las garras de sus perseguidores, que los quieren someter a inadmisibles procedimientos de crueldad. Con tal propósito y en colaboración con el American Joint Comité, se intenta ir sacando a esos hebreos, en tandas, del peligro en que se hallan para irlos mandando a otros países donde se hallen a salvo de la incesante persecución de que son objeto; y en pago de esto, con gran sorpresa, se encontraron dificultades por parte de los EEUU para permitir su traslado al Norte de África”.

 

Por su parte, José Felix Lequerica, anunciaba a su embajador en Washington que iba a seguir interviniendo en la misma línea que su predecesor en este tema. El 16 de noviembre de 1944 escribía a sus embajadores en Washington y Londres:

 

“El encargado de negocios en Budapest ha conseguido que la protección española pueda ser extendida oficialmente a favor de trescientos judíos a quienes, a pesar de no tener nacionalidad española, ha extendido provisionalmente pasaportes nuestros. Además ha extendido cerca de dos mil cartas de protección con las que hasta ahora se han salvado otros tantos judíos de campos de concentración y de deportación. Estas actuación, hecha tras insistentes órdenes de nuestra pate y múltiples reclamaciones diplomáticas, han tenido extraordinaria eficacia precisamente en los momentos en que los judíos eran más perseguidos y en que, sin consideración alguna a protecciones y nacionalidades se les embarcaba en trenes con destino a campos de concentración… En Francia han podido, como es público, acogerse a nuestra protección muchos cientos de judíos que han pasado la frontera a partir del verano de 1943 en múltiples grupos o se han beneficiado del criterio de especial tolerancia en nuestros puestos fronterizos al presentarse sin documentación… Judíos griegos han sido objeto de especialísima atención y después de haber hecho venir varios grupos, sacándolos de campos de concentración en Alemania, seguimos reclamando mejor trato para todos los sefardíes españoles en campos de concentración… En Bulgaria y Rumania hasta la entrada de las tropas rusas ha sido incesante la actuación de nuestras legaciones, resultando sumamente satisfactoria… Además se ha hecho, en general, una larga serie de reclamaciones respecto a judíos de nacionalidades hispanoamericanas”.

 

Andando el tiempo, España también protegería a los judíos en el Norte de África o en Egipto durante el conflicto árabe-israelí merced a las buenas relaciones entre Franco y el presidente Nasser. Pero esta es otra historia. Cerremos con las palabras de Israel Singer, presidente del Congreso Mundial Judío en 2005: “La España de Franco fue un refugio importante de judíos que se arriesgaron a venir, escapando de la Francia de la libertad, la fraternidad y la igualdad. No quiero defender a Franco, pero en la II Guerra Mundial muchos judíos se salvaron en España e ignorarlo es ignorar la historia”.


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