José Utrera Molina
Yo tenía catorce años cuando me acerqué al Cuartel de Capuchinos de Málaga con la decidida intención de alistarme en las filas de la División Azul. El brigada Espinosa, que tomaba nota, nos rechazó a mí y a un amigo con cajas destempladas por imberbes e insensatos. De eso hace ya muchísimos años. Desde entonces no he dejado de proclamar en todas las ocasiones donde me fue posible mi delirante devoción por aquel grupo de españoles sin tacha, que ofrecieron generosamente su vida por España combatiendo el comunismo. Todos eran jóvenes, apenas si habían cumplido los veinte años pero tenían el corazón henchido de patriotismo y la voluntad acorde con el coraje de los mejores soldados.
Tuve la ocasión de tener relación y amistad con muchos de los que partieron a Rusia, entre ellos el laureado capitán Palacios , el comandante Oroquieta, el inolvidable teniente Miguel Altura, y así podría seguir y me faltaría la tinta para grabar sus nombres. No hubo en aquel grupo de espléndidos muchachos el menor afán de beneficio propio. Nada que no fuese ilustre movía las almas de aquellos españoles. Un afán limpio, no de aventura, sino de nobleza, movía los resortes íntimos de sus jóvenes corazones. Yo los vi partir emocionado cuando se dirigían al frente. Todos con una sonrisa, todos con una canción, todos bajo una bandera.
Fueron a la muerte cantando, algo incomprensible para aquellos que tienen la desfachatez, la indignidad y la desvergüenza de atacar ahora la memoria de esos españoles, la mayoría de los cuales reposan sobre las tierras de Rusia y de España.
Aquellos 45.000 españoles escribieron algunas de las gestas más gloriosas de toda la historia del Ejército español y causaron la admiración y el respeto de todas las naciones. Podría relatar hechos verdaderamente increíbles realizados por las gentes de la División Azul. No cabrían en un libro, ni en un anecdotario interesado. Desbordan todo límite, toda relación de prudencia que pudiera establecerse entre los que iban a combatir y a morir por España.
Hoy me dicen que alguien cuyo nombre no quiero ni siquiera nombrar aquí, ha ofendido a todos los que marcharon a la División Azul, incluidos los más de 5.000 muertos cuyos cuerpos quedaron para siempre en las heladas estepas rusas. Y una vez más, como haré mientras me quede algo de vida, no me resigno a permanecer callado. Desde mis casi noventa años alzo mi voz, levanto mis nervios, tenso mis ya frágiles músculos para denunciar esta infame provocación realizada por el jefe de esos que dicen llamarse Podemos.
Nosotros sí que podemos defender una bandera, podemos cumplir con nuestro honor, podemos envidiar la hermosa muerte de tantos jóvenes españoles y sublevar nuestro ánimo maltrecho contra los que cobardemente son capaces de herir, no ya a los muertos enterrados, sino a aquellos que todavía tienen en su corazón un último latido en sus pechos combatientes. Admiro y lo proclamo con toda la fuerza de mi corazón a aquella fuerza militar que tanta gloria nos supuso. Aquel puñado de jóvenes que se adelantaron a su tiempo grabando en las picas de la posición intermedia el valor y la dignidad de toda una nación, que no tuvieron otro horizonte que el de honrar y enriquecer con sus pechos y con sus manos la eterna canción que nos consuela frente a tanta bellaquería e indignidad como la que estamos ahora presenciando.