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NO habían nacido Carlos Osoro ni Ricardo Blázquez cuando Miguel de Unamuno dirigía en latín el 20 de septiembre de 1936 un mensaje de la Universidad de Salamanca a las universidades y academias del mundo, anunciando que se estaba produciendo sobre el suelo español un choque tremendo, «al defenderse nuestra civilización cristiana de Occidente, constructora de Europa, de un ideario oriental aniquilador». La posterior discrepancia del rector salmantino con los modos de quienes defendían la primera no afectó a esa consideración de que se había entablado una guerra entre el cristianismo y el comunismo.
Después vendría –el 1 de julio de 1937– la Carta Pastoral del Episcopado español a los obispos del mundo entero, redactada casi íntegramente por el cardenal primado, el tarraconense Isidro Gomá, y suscrita, entre otros muchos arzobispos y obispos, por el también cardenal Eustaquio Ilundáin y por varios de los que alcanzarían años después el cardenalato, como Arce y Ochotorena, Arriba y Castro o Parrado y García. Manifestando su dolor por el desconocimiento de lo que estaba ocurriendo, el trascendental documento revisaba el quinquenio que precedió a la guerra, durante el cual «la autoridad, en múltiples y graves ocasiones, resignaba en la plebe sus poderes», hasta que el régimen político de libertad democrática «se desquició por arbitrariedad del Estado». La Pastoral denuncia ya lo que competentes historiadores han demostrado científicamente en 2017 y es que «con más de medio millón de votos de exceso sobre las izquierdas, obtuvieron las derechas 118 diputados menos que el Frente Popular, por haberse anulado caprichosamente las actas de provincias enteras, viciándose así en su origen la legitimidad del Parlamento».
Así resumen los obispos el plebiscito armado que es la guerra: «La lucha cruenta de un pueblo partido en dos tendencias: la espiritual, del lado de los sublevados, que salió a la defensa del orden, la paz social, la civilización tradicional y la patria y, muy ostensiblemente en un gran sector, para la defensa de la religión y, de la otra parte, la materialista, llámese marxista, comunista o anarquista, que quiso sustituir la vieja civilización de España con todos sus factores por la novísima “civilización” de los soviets rusos».
Ocuparía demasiadas páginas la antología de los testimonios de la jerarquía católica reconociendo que la «España nacional» había reaccionado religiosamente frente a «la acción destructora y nihilista de los sin Dios», premisa a partir de la cual se otorgaron al victorioso Generalísimo Franco toda clase de bendiciones y honores.
Guste o no guste recordarlo ahora, es histórico que el cardenal primado Pla y Deniel recibió a Franco en 1948 recordando que había llevado a la España nacional a la victoria con fe y confianza en el auxilio divino y que en la boda de su hija, en 1950, dijo a los contrayentes que tenían «un modelo ejemplarísimo en la familia de Nazaret y otro más reciente en el hogar cristiano, ejemplar, del Jefe del Estado». El más tarde cardenal Herrera Oria incluyó en su conferencia «Pecado, castigo y resurrección de España», de 1949, el párrafo siguiente: «Sería por mi parte una ingratitud y hasta una vileza si, con santa libertad apostólica y obedeciendo al mandato de mi conciencia, no recordase a quien, en la Jefatura del Estado, primer magistrado de la nación, da cotidianamente un alto ejemplo al pueblo de concienciado cumplimiento de su deber; deber que él concibe, no como una orden impuesta por la disciplina militar, ni como un mandamiento político, ni como un sacrificio patriótico, sino como algo más alto que reúne y eleva estos tres nobles aspectos del mismo: lo concibe como un deber religioso, convencido de que de su conducta, tan repleta de gravísimas responsabilidades, deberá rendir cuenta un día a Dios Nuestro Señor». En 1954, el cardenal Quiroga Palacios felicitaba a Franco «por haber sido elegido por Dios para reafirmar nuestra unidad católica y para asentar en España este sistema de relaciones entre la Iglesia y el Estado».
También el cardenal Enrique y Tarancón, en el funeral del Jefe del Estado el mismo día de su fallecimiento, proclamó que todos nos sentíamos acongojados «ante la desaparición de esta figura auténticamente histórica. Nos sentimos, sobre todo, doloridos ante la muerte de alguien a quien sinceramente queríamos y admirábamos». Tras anunciar que no esperáramos «ni un juicio histórico ni tampoco un elogio fúnebre», añadió estas expresivas palabras: «Creo que nadie dudará en reconocer aquí conmigo la absoluta entrega, la obsesión diría incluso, con la que Francisco Franco se entregó a trabajar por España, por el engrandecimiento espiritual y material de nuestro país, con olvido incluso de su propia vida». Tres días después fue el cardenal primado González Martín quien rindió homenaje al «Padre de la Patria que con tan perseverante desvelo se entregó a su servicio», diciendo lo que sigue: «Brille la luz del agradecimiento por el inmenso legado de realidades positivas que nos deja ese hombre excepcional, esa gratitud que está expresando el pueblo y que le debemos todos: la sociedad civil y la Iglesia, la juventud y los adultos, la justicia social y la cultura extendida a todos los sectores».
No fueron únicamente los cardenales españoles quienes valoraron en tan alto grado al eminente gobernante católico: S.S. Pío XII que prodigó mensajes y telegramas de felicitación y agradecimiento por la victoria de Franco otorgó «a su amado hijo», el 21 de diciembre de 1953, el Gran Collar de la Orden Suprema de Cristo, la distinción vaticana más alta en dignidad y de la que solo se concedieron diez a lo largo del siglo XX.
Con tales antecedentes, a nadie sorprendió que el Jefe del Estado recibiera cristiana sepultura en la Iglesia de la Santa Cruz del Valle de los Caídos que San Juan XXIII había elevado a Basílica menor en 1960 recordando en su Carta Apostólica Salutiferae Crucis que «acabados los padecimientos, terminados los trabajos y aplacadas las luchas, en sus entrañas duermen juntos el sueño de la paz los caídos en la guerra civil de España». La Basílica fue visitada también por el cardenal Joseph Ratzinger en 1989, cuando ya descansaba en ella Franco, cuya tumba bendijo. Cualquier decisión rectificadora de esta historia tiene una trascendencia incalculable. La tendenciosa tesis de que ningún país consentiría que un dictador fuera objeto de tratamiento semejante choca violentamente con la dura realidad de que este gobernante murió en la cama, recibió el homenaje respetuoso de millones de compatriotas, decidió que le sucediera el Rey que restauró la democracia y fue precisamente éste quien dispuso, en documento firmado el 22 de noviembre de 1975, que se entregaran los restos mortales de su predecesor al padre abad y a la reverenda comunidad de monjes, encareciéndoles que los recibieran y los colocaran en el sepulcro destinado al efecto, sito en el presbiterio, entre el altar mayor y el coro de la Basílica, a la vez que encomendaba al notario mayor del reino que levantara acta de tan solemne ceremonia que el Rey mismo presidió.
Aún comprendiendo la inquietud de los actuales prelados por no alinearse con una de las partes de este artificial conflicto ni reproducir antíguas beligerancias, somos todavía muchos los católicos españoles que no entenderíamos una actuación pasiva e incoherente de la actual jerarquía. Es notorio que, sin su venia, no se puede alterar nada en el interior del recinto religioso, supuesto que los lugares de culto tienen garantizada su inviolabilidad, según el artículo 1.5 del Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede de 1979. Por eso esperamos que no se despache el asunto con un formulario «no hay inconveniente» y que se medite con profunda seriedad cómo se contribuye mejor a la permanentemente invocada «reconciliación» de los españoles: consintiendo la revisionista exhumación de ese cadáver mientras lucen en nuestras calles estatuas de quienes propiciaron o consintieron la mayor persecución religiosa que España ha conocido, o defendiendo y procurando que unos y otros descansen definitivamente en paz. Si de verdad dialogan con los gobernantes, no debería ser difícil convencerles de que lo más prudente es respetar la historia como fue.