José Javier Esparza
FET de las JONS, Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, fue el partido único del régimen de Franco. Nació el 19 de abril de 1937 como producto del llamado “decreto de unificación” que agrupaba en una sola organización a todas las fuerzas políticas presentes en el bando sublevado el 18 de julio. La base de la unificación, sin embargo, fueron realmente sólo dos de esas fuerzas: la Falange y el Requeté (los carlistas), porque las otras, desde los democristianos de la CEDA hasta los monárquicos de Renovación Española, pasando por todos los demás partidos burgueses y agrarios de la derecha, apenas mostraron capacidad de movilización a la hora de allegar efectivos al campo de batalla. De hecho, la mayor parte de sus bases abrazaron ora el falangismo, ora el tradicionalismo, según sus propias inclinaciones.
La unificación no fue un proceso natural ni deseado por ninguna de las partes, sino que vino forzado por las circunstancias de la guerra y por la necesidad de organizar bajo un mando único la reconstrucción política de la España “nacional”. Franco había exigido, desde su designación como Jefe del Estado, tanto el mando militar como el mando político. Era lógica militar en estado puro, pero, además, el ejemplo de lo que estaba ocurriendo en el otro lado era suficiente argumento: las peleas entre republicanos de izquierda, socialistas, comunistas, separatistas y anarquistas habían llevado en todas partes a una situación insostenible, y esas querellas eran en buena medida responsables del persistente retroceso militar del Frente Popular a pesar de su abrumadora superioridad en recursos. El bando sublevado, sin embargo, no poseía una homogeneidad mayor: entre los requetés, los falangistas, los monárquicos y los partidos católicos había diferencias insalvables. Lo que les llevó a aceptar el imperativo político y militar de la unificación fue la certidumbre de que, en caso de derrota, serían inevitablemente aniquilados por el enemigo. ¿Banderas? Algunas que todos compartían: patriotismo español, vinculación a la tradición nacional, catolicismo… Era suficiente para empezar.
La F y la T
Las fuerzas fusionadas por el decreto de unificación provenían, a su vez, de fusiones previas. La Falange Española y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista había nacido en 1934 como unión de dos grupos muy minoritarios. Uno, la Falange de José Antonio Primo de Rivera, creada el año anterior, podría considerarse como la versión española del fascismo italiano, inspirada en buena medida por los éxitos de Mussolini, pero con las importantes salvedades de que era un partido católico, su nacionalismo estaba bastante sublimado –es decir, que no se encarnaba en una deificación del Estado- y se inspiraba en la cultura tradicional. En realidad, por preocupaciones y talante, la Falange estaba más cerca de los movimientos no conformistas europeos de los años 30 que del fascismo propiamente dicho. Mucho más próximo al modelo italiano era la otra pata de aquella fusión, las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, fruto a su vez de la unión de dos grupúsculos previos: las Juntas Castellanas de Actuación Hispánica, del abogado vallisoletano Onésimo Redondo, y el grupo La Conquista del Estado, de Ramiro Ledesma Ramos. Fueron las JONS las que aportaron a la Falange la ideología sindicalista y la dinámica revolucionaria. El partido, con todo, tuvo un éxito limitadísimo antes de la sublevación de 1936. Ledesma, disconforme con lo que consideraba una línea de colaboración con la oligarquía derechista, abandonó la formación en 1935. En las elecciones de febrero de 1936 Falange obtuvo un resultado paupérrimo. Después, en la primavera de ese año, Primo de Rivera fue abusivamente encarcelado por el gobierno del Frente Popular, lo cual descabezó literalmente al movimiento.
El otro gran protagonista del decreto de unificación, el carlismo, agrupado en torno a la Comunión Tradicionalista, era el movimiento político más antiguo de España: nació en 1833, en el contexto de la guerra dinástica tras la muerte de Fernando VII, y con el paso del tiempo construyó una doctrina basada esencialmente en la defensa de la tradición tanto en las formas políticas como en la religión y en la cultura social, doctrina resumida en el lema “Dios, patria, rey y fueros”. Después de protagonizar tres guerras civiles –que perdió-, el carlismo entró en una larga fase de escisiones y reconstrucciones que, sin embargo, no mermó su apoyo social. Desde principios del siglo XX conoció una expansión popular muy notable y en las propias cortes republicanas mantenía una representación parlamentaria nada desdeñable, además de una masa militante altamente movilizada. Por católico, por monárquico y por tradicional, el carlismo lo tenía todo para levantarse contra el Frente Popular y, de hecho, fue la principal fuerza sublevada en regiones como Navarra. El gran problema era el dinástico, porque los carlistas no querían simplemente derribar a las izquierdas para sustituirlas por un directorio militar, sino que aspiraban a reponer en el trono a su propio monarca, que era Alfonso Carlos de Borbón y Austria-Este. La urgencia de la guerra dejó al margen este asunto y, para colmo de desdichas, Alfonso Carlos murió a finales de septiembre de 1939 con 87 años y sin dejar descendencia. La corona carlista fue a parar a la cabeza de su sobrino Javier de Borbón-Parma en calidad de regente, y Javier apoyará el Alzamiento, pero éste no le apoyará a él. Después de dos intentos de entrar en España, Franco terminará echándole del país.
En el momento del decreto de unificación, tanto el núcleo duro de Falange como la cúpula del carlismo se mostrarán abiertamente hostiles a la idea: ninguno de los dos grupos quería perder su identidad en un proyecto que para los falangistas era demasiado reaccionario y para los carlistas resultaba demasiado revolucionario. Habrá convulsiones violentas en numerosos lugares y los líderes de ambos movimientos, Manuel Hedilla y Fal Conde respectivamente, terminarán desterrados.
Un éxito a martillazos
Y si ni falangistas ni carlistas querían “unificarse”, ¿de quién fue entonces la iniciativa? De Ramón Serrano Súñer, ex diputado de la democristiana CEDA y cuñado de Franco, que en aquellos meses iniciales del nuevo Estado fue el auténtico cerebro político del bando sublevado. Fue Serrano Súñer quien “repobló” la Falange con millares de nuevos afiliados que venían, sobre todo, de la derecha católica y monárquica, pero también de la izquierda: gente que en la nueva bandera encontró un excelente recurso para “blanquear” su posición. Para esa “nueva” Falange, movilizada sobre todo por la guerra, la unificación bajo el mando del general Franco no era en absoluto desagradable. ¿Y para los carlistas? Para la mayoría de ellos, la guerra no era una nueva “carlistada”, sino más bien una cruzada contra los enemigos de la religión, y esa idea se impuso fácilmente en unas masas populares cuyas preocupaciones siempre habían sido mucho más religiosas que políticas. Por otra parte, Serrano Súñer encontró en ambos bandos fuertes aliados para su propósito unificador: en la Falange, un militante de primera hora como Raimundo Fernández Cuesta, y en el carlismo, un prohombre del tradicionalismo como el conde de Rodezno.
¿La unificación tuvo éxito? Objetivamente, sí. Simplificó mucho el problema de la disciplina en el campo de batalla y, sobre todo, en la retaguardia, y permitió concentrar la atención en la guerra y, al mismo tiempo, en la construcción de un Estado. La bandera de FET y de las JONS acogió a prácticamente toda la derecha nacional, desde los monárquicos alfonsinos hasta los democristianos. A cambio, la Falange perdió mucho de su impulso revolucionario y el carlismo se quedó sin su reivindicación fundamental, que era la dinástica. La frustración será una nota permanente en las organizaciones “madre” durante muchos años, y llegó incluso a ocasionar incidentes con derramamiento de sangre, como en los sucesos de Begoña de 1942, cuando elementos de Falange arrojaron una granada contra el general carlista Varela. Sin embargo, lo cierto es que la gran masa popular de unos y otros permaneció obediente al nuevo régimen.
¿Qué quedó de la Falange original en el régimen de Franco? Esencialmente, la política social: la cobertura laboral, los seguros sociales, la asistencia sanitaria, la reforma agraria, la nacionalización del Banco de España –que había seguido siendo privado bajo el Frente Popular- fueron obra de ministros “azules”. ¿Y del tradicionalismo? Perdida la apuesta dinástica, el tradicionalismo aportó sobre todo su sentido profundamente religioso de la vida social, que en la práctica se tradujo en una enorme influencia de la Iglesia en todos los campos de la vida pública. Al final, FET y de las JONS fue sobre todo un uniforme: camisa azul falangista con boina roja carlista.
Es importante subrayar que FET y de las JONS, pese a los proyectos iniciales de Serrano Súñer, nunca llegó a ser el equivalente del partido único en los regímenes fascistas. El Partido Nacional Fascista de Mussolini o el NSDAP de Hitler eran organizaciones enteramente superpuestas sobre la estructura del Estado y, aún más, sobre el conjunto de la vida pública de la nación. Su ambición expresa era abarcar enteramente partido, estado y nación. Por el contrario, FET de las JONS nunca fue nada de eso. No porque sus jefes no lo desearan, sino porque Franco no quiso. De hecho, en los sucesivos gobiernos de Franco los falangistas siempre fueron minoría. FET de las JONS era el único partido político del régimen y Franco fue su jefe nacional hasta su muerte, pero no ocupaba el conjunto del aparato de Estado. ¿Podría haberlo hecho si la segunda guerra mundial hubiera terminado de otra manera? Tal vez. Pero no fue así.
Para “desfalangizar” el régimen, en septiembre de 1943 se dio orden de que las referencias oficiales a la Falange fueran sustituidas por el término “Movimiento Nacional”. La fecha no es baladí: para ese momento ya era poco probable una victoria del Eje. Del Movimiento ya hablaremos en otra pregunta de esta serie. Adelantemos simplemente que su columna política era FET de las JONS, sí, pero además entraban otros protagonistas, desde los sindicatos del régimen hasta las Reales Academias. Y el Movimiento tampoco acaparaba el conjunto de la vida pública porque tenía que competir con el peso de otras fuerzas, desde la Iglesia –de influencia determinante- y las asociaciones católicas hasta los militares y las estructuras tecnocráticas creadas por el propio régimen para dirigir la economía. Cada uno de estos centros de poder generaba su propia “familia” (así se las llamaba: las “familias del régimen”) que trataba de imponer sus criterios sobre los demás. Y Franco gobernará sobre toda esa constelación de poderes como jefe único de todo, pero manteniendo interesadamente una pluralidad limitada que, lejos de debilitar al régimen, lo fortalecía.
Con el tiempo, Falange quedaría reducida a una cobertura estética formal de ciertos aspectos políticos y sociales del régimen de Franco mientras el carlismo, por su lado, se refugiaba en sus reivindicaciones tradicionales, pero sin plantear –ni la una ni el otro- plataformas de oposición al poder. En cierto modo, puede decirse que la propia evolución del régimen terminó asfixiando a ambos movimientos. Antes incluso de la muerte de Franco, tanto la Falange como el tradicionalismo conocieron numerosas escisiones internas. Pero eso es otra historia.