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Hace ahora once años que el general De Gaulle hizo un largo viaje por España, poco después de su cese como presidente de la República. Quería descansar alejándose de su país y recorrer, por el nuestro las rutas de Napoleón y estudiar, sobre el terreno, las batallas de la independencia española. Cuando llegó a Madrid, ya había estado en Vitoria y Salamanca estudiando la batalla de los Arapiles. En ambos combates, el general WeIlington y los guerrilleros españoles derrotaron, como es sabido, a las tropas francesas.Llegó a Madrid cansado de tanto hotel y parador y pidió a su embajador la posibilidad de ocupar una casa particular en el mismo Toledo y reposar unos días. Me llamó nuestro ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Castiella, y me sugirió el cigarral Los Dolores, propiedad de mi madre. Todo quedó arreglado de acuerdo con los deseos del general, de su embajador y de nuestro Gobierno.
De Gaulle llegó a Toledo puntualísímo. Exactamente a la hora fijada por él mismo: a las 17.15 horas, tarde calurosa, acompanado de su señora y de su coronel ayudante. En otro coche, su secretario y un ayuda de cámara. Les recogí en la puerta de Bisagra (no le esperaba ninguna autoridad oficial, de acuerdo con sus deseos expresos) y les conduje hasta el cigarral.
Recorrió toda la casa. Le gustó el pequeño despacho de mi padre, lleno de libros y de fotografías de amigos. Dijo De Gaulle: «Qué bien está su padre en esta foto con mi antiguo amigo el presidente de la República Coty». Se fijó mucho en otras fotos, hechas en el cigarral, y en que mi padre está con grandes escritores franceses: Georges Duhamel, Jean Cocteau, André Maurois… De éste dijo: «Qué gran escritor, pero qué gran judío. Se portó mal conmigo, porque no entendió nuestra resistencia, y se marchó a Estados Unidos». Me preguntó que por qué estaba en una foto académica el rey Umberto de Italia sentado al lado del doctor Marañón. Le expliqué que el rey era gran amigo suyo y que había venido desde Estoril para asistir a su recepción en la Real Academia de Bellas Artes. Se paró delante de una gran foto de José Ortega y Gasset. No sabía quién era. Quise explicárselo, pero dijo: «No le conozco». Pidió al coronel sus carpetas de trabajo, que quedaron encima de la mesa del despacho. «Aquí», dijo, «trabajaré unas horas esta noche».
Nos instalamos en el jardín, en dos grupos separados: la presidenta, acompañada por mi mujer, mis hermanas y otros familiares. En el otro grupo, el general con sus ayudantes, mi. cuñado Tom Burns y mi hijo Gregorio. De Gaulle pidió naranjadas. Le pregunté por el almuerzo que ese mismo día había tenido en el palacio de El Pardo y en donde conoció, por primera vez, a Franco. «¿Qué impresión de nuestro Jefe del Estado?». Me contestó: «El salmón, exquisito». Y continuó en silencio, bebiendo su refresco. Me permití insistir: «Señor presidente, ¿ha hablado mucho con el Generalísimo?». Me dijo: «No conocía a Franco personalmente. Y tenía muchas ganas de hacerlo. Esta ha sido nuestra primera entrevista. Es inteligente. Tiene bastante imaginación y buena memoria. Pero le he encontrado viejo, muy viejo. ¿Sabe usted», añadió, «que después del rey de Suecia es el político del mundo que más dura en el poder?».
Cambió él la conversación con estas palabras: «Sé, por mi embajador, que se ocupa usted de cosas de América Latina. Recordará usted que, siendo yo presidente, hice un largo viaje por todo el continente americano. En Bogotá pronuncié unas palabras de elogio a cuanto es la hispanidad y recibí un telegrama del general Franco felicitándome». Añadió: «Los latinoamericanos son tan españoles, tan españoles, que viven… del resentimiento contra España».
Hablamos de varias cosas más. Por ejemplo, dedicó elogios a nuestras carreteras y a nuestro nivel de vida. «Mejor, mucho mejor de cuanto me habían informado». Se levantó y se acercó a la barandilla de la terraza. Contempló la maravillosa vista de Toledo, con sus piedras rosadas en el atardecer. Me pidió explicaciones sobre san Juan de los Reyes. No le gustó el edificio de la Diputación, encima de las murallas. Su mayor elogio fue para la catedral. Y nada dijo, ni me preguntó, sobre el Alcázar. Como si no existiera. Le anuncié que por la mañana,- a las ocho, vendría el guía que habíamos escogido de acuerdo con el Ayuntamiento. Le enseñaría el Alcázar. «Nuestro Alcázar», te dije, «de Carlos V y de Moscardó». Contestó: «Nada más que la catedral y el cuadro de El conde de Orgaz, del Greco. Nada más».:
Se charló, brevemente, de otros temas. Le preguntó a mi cuñado -Tom Burns- si era español. «No, presidente, soy inglés». Añadió De Gaulle: «¿Y a qué se dedica usted?». Burns respondió: «Vivo en Londres y soy propietario y director de la revista católica The Tablet». El general, con cierta violencia, exclamó: «Qué poco amables y comprensivos fueron ustedes conmigo durante la guerra. No se me olvida. No se me olvida».
« Esta España», me permití decirle, «ha sido cruzada de norte a sur y de este a oeste por Napoleón. Es una de las figuras de la Historia que más me han interesado». «Mire usted», me contestó. «Una cosa son los soldados y otra cosa son los hombres. Napoleón fue un genio para los soldados. Pero ignoró a los hombres. Ni los conoció ni le importaron. Ese fue su gran error».
Habían pasado las ocho de la tarde, y yo y mi familia teníamos que regresar a Madrid y dejar a De Gaulle y a los suyos dueños del cigarral. La cordialidad de los presidentes hacia todos nosotros fue inolvidable. Al marcharme, me regalaron una preciosa petaca de plata con la firma de ambos.
Todo quedó bien dispuesto. en el cigarral, gracias al Ministerio de Asuntos Exteriores y a los cuidados -los de la casa- de mi hermana, la señora de Araoz. Los que se quedaron en el cigarral, los presidentes y su séquito, cenaron consomé, lubina y ternera. De postre, helado de fresa. Es decir, lo que ellos mismos habían en cargado. Desearon vino español y bebieron un Rioja Alta de buen año. Después, un poco de champaña francés. . .
El alcalde de Toledo, ya entrada la noche, ordenó iluminar la ciudad., de tan bellas perspectivas desde el cigarral. De Gaulle dio un largo paseo por el jardín. Y -lo contó su coronel al embajador- hizo merecidos elogios de la imperial ciudad imperialmente iluminada. «De haber sido escritor», le dijo a su coronel, «hubiera querido, como Maurice Barrés, dormirme Con Le secret de -Toléde».
No leyó el libro de Barrés porque se encerró en el despacho, en el que estuvo, solo, trabajando hasta la madrugada. Escribía muchas horas todos los días. Quien lo ha leído, sabe que ha leído a uno de los grandes escritores franceses de nuestro tiempo.
Pocos días después abandonaron el cigarral y marcharon a Andalucía. El general quería estudiar, sobre el lugar, la batalla de Bailén y el sitio de Cádiz, esa ciudad única que además de aguantar a los franceses parió una admirable Constitución. En esos estudios de estrategia y táctica, a De Gaulle le acómpañaba su coronel cargado de mapas, compases y un pequeño catalejo. Les dije que leyeran esos episodios en Galdós, comparables -si no superiores- a las batallas rusas contadas por Tolstoi o al Waterloo, de Stendhal. Pero no leían español y desconocían a don Benito.
Nunca olvido, cuando paseo por los olivares toledanos, la silueta inmensa y majestuosa del general. Sus ojos pequeños, tímidos, de mirada profunda. Su voz de timbre bajo, casi ronco; voz admirable que tantos éxitos conquistó en la televisión y que subyugaba a cuantos le servían.
De Gaulle ha dejado una huella imborrable -y muy particular-. Su vida fue una aventura poco común en la historia de nuestro siglo. Francia le debe mucho, y el mundo occidental, también.
Recordaré siempre las últimas palabras que me dijo y que escribí delante de él: «Una guerra civil no la inventa nadie. Es un torrente salvaje que todo lo destruye. Hasta la dignidad y el valor del hombre e incluso su patriotismo. Todas las guerras son malas, porque simbolizan el fracaso de toda política. Pero las guerras civiles, en las que en ambas trincheras hay hermanos, son imperdonables. porque la paz no nace cuando la guerra termina».