José Javier Esparza
En España, cuando se muere alguien, es común cantar encomiásticas elegías, panegíricos deslumbrantes que reconfortan al personal con la certidumbre de que todos queríamos mucho al finado. Pero sería bastante ridículo aplicar el tópico ritual a Adolfo Suárez, un hombre al que, antes de ayer, acuchillaron sin piedad muchos de los que hoy se vestirán de plañidera. Suárez es Historia. Y esta nota no es una necrológica, sino más bien un retrato descarnado.
En un país europeo convencional, de esos con los que nos gusta compararnos, Adolfo Suárez jamás habría pasado de ser un digno gobernador de provincias, quizás un brillante líder parlamentario (por su habilidad para la negociación), sin duda un eficientísimo portavoz gubernamental (por su demostrada elocuencia). No es poco, pero tampoco es el perfil de un hombre de Estado. Sin embargo, las singularísimas circunstancias del post franquismo en España catapultaron a este hombre, Adolfo Suárez González, a lo más alto de la estructura del Gobierno y colocaron sobre sus hombros la responsabilidad de conducir nada menos que un cambio de régimen. Si semejante peso ya hubiera sido gravosísimo para cualquier estadista más cuajado, en el caso de Suárez fue literalmente aplastante. De hecho, quedó aplastado. La España de hoy es en buena parte producto de aquel error de cálculo.
Adolfo Suárez, 81 años, se ha apagado. En realidad una cruel enfermedad le ha tenido apagado mucho tiempo. Ahora, como es costumbre, todo el mundo cantará sus glorias: le llamarán padre de la patria y héroe de la democracia, e incluso hombre decisivo de la España contemporánea. Innumerables veteranos del gremio periodístico recordarán anécdotas jocosas o ejemplarizantes, e innumerables veteranas dejarán caer también alguno de esos episodios salados que tanto gustan a las señoras. Los veteranos y las veteranas harán eso desde las mismas cabeceras que en su día, entre 1980 y 1981, llevaron a Adolfo Suárez a la desesperación, a la depresión, al aislamiento personal y político, hasta arrojarlo a los pies de un golpe de Estado que, como nadie ignora ya, no se preparó desde abajo, sino desde arriba. Ha habido pocos políticos tan ensalzados en su retiro como vituperados en ejercicio. Los socialistas, que en eso del cinismo siempre han sido magistrales (aunque un tanto burdos), construyeron para Suárez una especie de beatífica hornacina después de haber conspirado a calzón quitado para apartarle de la presidencia a cualquier precio (a cualquiera). Así muchos españoles ven hoy a Suárez como una especie de héroe del antifranquismo. Cosas de la España contemporánea.
Adolfo Suárez no fue un antifranquista jamás. De hecho, su mera existencia sólo puede entenderse desde el régimen de Franco. Suárez fue un hijo prototípico del franquismo y del sistema de poder que el general fundó. Lo fue, primero, socialmente: crecido en la atmósfera de aquella inmensa clase media que surgió como fruto directo de la política de Franco. Lo fue, además, profesionalmente: joven de acusadas virtudes personales que pudo hacer carrera en el aparato del Movimiento Nacional. Lo fue, incluso, ideológicamente, en la medida en que el régimen de Franco renunció a instaurar una ideología formal y, pasada la etapa fundacional, se limitó a aplicar con criterios posibilistas algunos de los conceptos clásicos de la derecha tradicional y católica española. Suárez, recordémoslo, fue el último secretario general del Movimiento Nacional (su sucesor en el cargo se limitó a cerrar la oficina). Y eso lo dice todo sobre Suárez y sobre el Movimiento.
El franquismo no quiso crear una ideología y fió todo a la capacidad de supervivencia de un orden jurídico-político relativamente bien estructurado. Seguramente nadie previó que los jóvenes patricios del régimen, aquellos cuya misión era mantener engrasada la máquina, iban a cambiarla por otra. Este es sin duda un rasgo singular del franquismo: su incapacidad para crear una elite política y administrativa comprometida con la supervivencia del sistema. Porque los chicos del Movimiento Nacional, al menos los criados a los pechos del aparato, eran bastante diestros en la política de regate corto, el chalaneo, la puñalada de pícaro, la sonrisa oportuna y la escalada a dos manos, pero andaban bastante escasillos de sentido del Estado y de sentido de la Historia. Suárez se crió en esa marmita, como Martín Villa, Rosón y tantos otros, con esas virtudes y esos defectos, y desde allí saltaron todos a la Historia de España. Es verdad que, al menos, su patriotismo era sincero; lo que ha venido después ha resultado menos ejemplar.
De entre todas las criaturas últimas del Movimiento, Adolfo era probablemente el de proyección pública más brillante. Con todo, a Suárez no lo eligieron por ser el mejor, ni el más listo, ni siquiera el más identificado con el proyecto de cambio de régimen. Lo eligieron porque el rey no quería tutores.Los mejores cerebros del país para pilotar una transición a la democracia desde las estructuras del franquismo eran otros. Fernández de la Mora quería mantener la legalidad de la Ley Orgánica del Estado; su propuesta quedó descartada incluso por los albaceas políticos del caudillo. Fraga quería una transición suave con plazos largos; hubo un momento en que pareció el hombre clave de la nueva situación, pero generaba mil desconfianzas, sobre todo entre sus pares. Torcuato Fernández Miranda quería una reforma política a medio freno; él era posiblemente el único que tenía todos los cabos en la mano. Pero todos resultaban demasiado “padres” para Don Juan Carlos, cuya obsesión era, precisamente, “matar al padre”, y la freudiana figura vale lo mismo para Franco, que era su padre político, como para Don Juan, que era su padre dinástico. Y además, los veteranos que en aquel momento se acercaban al olor del poder tenían los colmillos demasiado visibles. ¿Qué nacionalista catalán o qué socialista iba a entenderse con Fraga o con Torcuato? No, el rey necesitaba otra cosa. El rey estaba obsesionado con eliminar los obstáculos que llevaron al exilio a su abuelo. Don Juan Carlos necesitaba a alguien que le permitiera entenderse con los socialistas y con los nacionalistas vascos y catalanes; alguien que, además, le permitiera mandar, dirigir, pactar, organizar, sin que se le viera demasiado, pero sin perder el control del proceso. Suárez era el hombre idóneo. Por eso se le eligió.
Gobernó cuatro años y medio. Nada más. Y gobernó sólo para una cosa: la reforma política, las primeras elecciones, la Constitución… En sus ocho meses al frente del Movimiento Nacional, lo liquidó. Ahí demostró ser el alfil idóneo para el rey. Después Don Juan Carlos (borboneando) lo utilizó para desplazar a Torcuato Fernández Miranda. En sus cuatro años y medio de presidencia del Gobierno, Suárez hizo lo que el rey quería. Eso fue todo. Llegó a la cúspide con el programa muy bien aprendido. Ganó unas elecciones en 1977 y otras en 1979. Bajo su batuta se transformó el país, para lo bueno y para lo malo. Ese es su sitio en la Historia. Nació una España democrática, sí, pero hemipléjica, con una izquierda crecida, unos nacionalistas poderosos (más de lo que realmente eran) y una derecha acomplejada. La España de hoy.
En todo lo demás, hay pocas razones para el ditirambo. Desde un punto de vista meramente objetivo, el balance de gobierno de Suárez es desastroso. El terrorismo se convirtió en un enemigo mayúsculo: 64 asesinatos en 1978, 84 en 1979, 93 en 1980; nunca ETA mató tanto. En el plano económico, las cifras son desoladoras: el paro pasó del 4% al 15%, la inflación se disparó hasta el 26% en 1977 y en 1981 aún era del 14%. El problema militar se enquistó hasta lo indecible, y la explosión del golpe de Estado del 23-F sólo condujo a hundir a la institución en una crisis de imagen pública de la que aún no se ha recuperado. Apareció además un conflicto separatista que antes apenas si era relevante y ahora, por el contrario, iba a terminar convirtiéndose en el talón de Aquiles del sistema. Eso por no hablar de la evolución del propio partido de Suárez, una UCD fundada como sucedáneo de la derecha sociológica que, por un lado, frustró durante muchos años las posibilidades de desarrollo de una derecha real y, por otro, terminó como el rosario de la aurora, como es bien sabido. Son sólo unos pocos ejemplos. Hoy, cuando todos harán lírica y épica con el protagonista, conviene no perder de vista las realidades objetivas.
Después de aquello, a Suárez se le dejó caer. Simplemente. Así de cruel, como suele ocurrir en política. En febrero de 1981 aún no había cumplido los 50 años, pero ya estaba enteramente amortizado. Lo que dejaba tras de sí era exactamente lo que le habían pedido que hiciera. Pero en alguna parte el programa decía “este presidente se autodestruirá cuando haya concluido la tarea”, y quizá Suárez nunca fue consciente de lo que decía esa letra pequeña. Su vida política después de 1981 es bastante triste. Consiguió ser diputados dos veces con su invento personal, el Centro Democrático y Social, y el rey le hizo duque. Pero en realidad fueron diez años de vacío, premonición del aún más terrible vacío que vendría después. Este último, por cierto, en medio de una sucesión de tragedias que sólo inspira admiración y respeto hacia la familia.
Suárez siempre fue ambicioso, siempre quiso ser un gran hombre, y lo consiguió. Su nombre está ya desde hace muchos años en los libros de Historia. Pero hoy, cuando prácticamente todo el mundo coincide en que es preciso renovar el marco de la transición, conviene recordar el papel que a Suárez corresponde en el diseño de un sistema no exactamente envidiable. Ciertamente, no es suya, sino de otros, la responsabilidad de que el sistema de la transición haya sido incapaz de renovarse. ¿De quiénes? De los mismos que ayer se apresuraron a lincharle (el mismo Suárez utilizó ese término) y hoy se aprestan a entonar el cántico fúnebre.
Suárez ha muerto. La España de la transición, también.