Fernando Paz
Junto al bombardeo de Guernica, los fusilamientos de la plaza de toros de Badajoz en agosto de 1936 constituyen el otro gran mito de la guerra civil española. Arma de la más burda propaganda de guerra frentepopulista, setenta y siete años después no falta quien continúe, empecinadamente, difundiendo la leyenda.
Desde Radio Madrid, la voz de Indalecio Prieto sonaba casi burlona aquel 8 de agosto de 1936. Trataba de insuflar ánimo a los suyos, recordándoles la enorme superioridad de la que gozaban sobre los sublevados: la izquierda tenía “todo el oro del banco de España, todos los recursos válidos en el extranjero, todo el poder industrial de España, los recursos financieros” y además, la mayor parte del ejército, de la marina y de la aviación, de los generales, la agricultura más rica, la mayor extensión de costa, los principales depósitos de armas, la frontera con Europa, el reconocimiento internacional, las ciudades más pobladas…Con tan abrumadora superioridad del lado de la república, nada de lo que hicieran los rebeldes lograría cambiar las cosas, pues “…podría ascender hasta la esfera de lo legendario el valor heroico de quienes impetuosamente se han alzado contra la república y aún así, cuando su heroísmo llegara a grados tales que fuera cantado por los poetas que pudieran adornar la historia de esta época triste, aun así serían inevitable, inexorable, fatalmente vencidos…”
Una semana después, cubiertos de sudor y polvo, aquellos guerreros que Prieto quiso de un heroísmo homérico se plantaron ante las murallas de Badajoz. Venían resecos, cansados, con sus verdes uniformes descoloridos por el terrible sol del estío. Al frente de ellos, un teniente coronel de leyenda: Juan Yagüe.
–Legionarios –les arengó antes del asalto-; los rojos dicen que somos hijos de cura. ¡Vamos a decir Misa en Badajoz!
Las bajas, frente a un enemigo fuertemente atrincherado que había dispuesto de tiempo para preparar la defensa, fueron enormes; pero la Legión tomó Badajoz. Entraron a través de la puerta de la Trinidad, del cuartel de la Bomba y de Correos, y se desparramaron por la ciudad, combatiendo a los enemigos hasta que cesó la resistencia esa misma noche. Los combates fueron terriblemente duros. Lo que vino a continuación fue la terrible liturgia de aquél verano; se fusiló sobre el terreno a todos aquellos que mostraran señales del retroceso de un arma de fuego en su hombro. Los dos bandos obraban de igual modo y ninguno esperaba piedad del otro.
En Badajoz no ocurrió nada que no estuviera sucediendo en cada una de las dos trincheras de la España de 1936. Pero la izquierda puso en marcha una máquina propagandística cuyas ruedas no han dejado de girar hasta el día de hoy.
En Madrid
Mientras tanto, en la capital estaban teniendo lugar terribles episodios de represión, entre los que esos días se contaba el asesinato de numerosos prisioneros encerrados en la cárcel Modelo de Madrid, matanza que pronto trascendió. Hasta ese momento, habían obtenido mayor resonancia las atrocidades perpetradas por el bando frentepopulista, largamente testimoniadas por la prensa extranjera, particularmente las referidas a las cometidas contra la Iglesia.
La violencia desatada el mismo 18 de julio lo fue gracias a la estructura preexistente de los partidos revolucionarios que formaban el Frente Popular. Las detenciones arbitrarias, el secuestro y el asesinato se convirtieron en la expresión del terror rojo que dominaba la zona republicana. En esa zona tenían una vivencia cotidiana de lo que representaba la revolución.
Escocidos por el aprovechamiento que los sublevados hacían de las barbaridades que perpetraban las organizaciones revolucionarias, la izquierda puso en marcha su formidable aparato propagandístico a fin de justificar lo que ocurría en ciudades como Madrid. El diario republicano La Voz utilizó la entrada de Yagüe en Badajoz para espolear a los suyos y justificar lo que estaba sucediendo: “Cuando Yagüe se apoderó de Badajoz (…) hizo concentrar en la Plaza de Toros a todos los prisioneros y a quienes, sin haber empuñado las armas, pasaban por gente de izquierda. Y organizó una fiesta. Y convidó a esa fiesta a los cavernícolas de la ciudad, cuyas vidas habían sido respetadas por el pueblo y la autoridad legítima. Ocuparon los tendidos caballeros respetables, piadosas damas, lindas señoritas, jovencitos de San Luis y San Estanislao de Kostka, afiliados a Falange y Renovación, venerables eclesiásticos, virtuosos frailes y monjas de albas tocas y miradas humildes. Y ante tan brillante concurrencia fueron montadas algunas ametralladoras…”.
Todo el muestrario habitual que puebla el imaginario de la izquierda se daba cita en aquella denuncia de cartón-piedra. El relato continuaba con detalles de una pasmosa truculencia, en los que se afirmaba que las jovencitas de clase alta de la ciudad aplaudían enfervorizadas cuando se clavaban banderillas a los prisioneros, quienes debían embestir a los capotes que se les ofrecían…
La realidad que vivían quienes redactaban periódicos como La Voz era muy otra. Porque La Voz se editaba en Madrid. Pero sobre lo que sucedía en Madrid no decían nada. Escribían artículos que eran propaganda de guerra y describían hechos que sus lectores no podían contrastar y que servían a la causa.
La verdad como primera víctima.
A partir de esta burda propaganda, hoy insostenible, levantó la izquierda su relato. En esencia este consiste en que, tras la toma de Badajoz, los nacionales fusilaron a una indeterminada cifra de prisioneros –entre 2.000 y 4.000, según las versiones- por orden de Yagüe, quien habría dictaminado que se ejecutara una limpia de elementos indeseables en retaguardia.
Levantadas sobre un entramado de intereses ideológicos nada dudosos –no hay, desde luego, duda alguna sobre su naturaleza-, las versiones de Jay Allen, de Whitakker o de Southworth no pasan la prueba del polígrafo histórico; sencillamente, son invenciones a partir de mistificaciones y manipulaciones; no en vano, se trataba de gente abiertamente comprometida con la causa del Frente Popular, como su trayectoria previa demuestra y su posterior no desmentiría.
Pero lo cierto es que ninguno de los periodistas que entraron en Badajoz con Yagüe presenció fusilamientos del tipo del que estos protagonistas refieren. Y la nómina es larga: Jean De Gandt, Marcel Dany, Jean D´Esme, Harold Cardozo, Edmond Taylor, John Elliot, Arnaldo Notari, José Augusto, Adolfo de Rosa, Mario Pires, Félix Correia, Mario Reis, José Barao…ninguno de ellos da cuenta de algo tan brutal como habría sido la eliminación violenta de miles de personas.
Frente a la propaganda de Jay Allen, de Whitakker o de Southworth, alguien como Hugh Thomas asevera que la cifra final de fusilados está más cerca de los 200 que de los 2.000 que difundió mendazmente Allen. De hecho, la estimación actual está en unos 500 muertos por todos los conceptos entre el 13 y el 18 de agosto de 1936; teniendo en cuenta que algo más de la mitad cayeron en acción de guerra, se podría establecer un número en torno al par de centenares de fusilados. Más o menos lo que calcularon los periodistas efectivamente presentes en la toma de la ciudad. Pero Thomas hace más: cuestiona la fiabilidad del testimonio de Allen cuando éste narra cómo la sangre corría por los desagües de la calle de san Juan…ya que dicha calle carecía de desagües. Allen inventa situaciones y personajes que la realidad más tarde desmentiría, e incluso algunas de sus crónicas están redactadas en un lugar distinto a aquel en el que aseguraba estar en la fecha indicada.
La izquierda insiste una y otra vez en la “confesión” que Yagüe habría hecho al periodista norteamericano Whitakker, y en la que habría reconocido la eliminación de unos 4.000 prisioneros (al margen de que se trata de una cifra que seguramente representa un número mayor que el de los defensores de Badajoz) porque “no los iba a dejar a retaguardia para que hicieran de Badajoz una ciudad de nuevo roja”. Tal pretensión es ridícula, entre otras cosas, porque Whitakker no reveló dicha entrevista hasta 1942.
Whitakker cubría la información en nombre del New York Herald Tribune, y no es creíble que unas declaraciones tan sensacionales no fueran publicadas en 1936, y sólo las hiciera públicas al recordarlas seis años más tarde. Aún más: en la entrevista que Yagüe sí concedió en esas fechas para la United Press y que vio la luz en The Pittsburg Press el 18 de agosto de 1936, el teniente coronel “se negó a estimar cuántos presos habían sido ejecutados desde que la ciudad quedó bajo control fascista”. Lo cual encaja con la mínima prudencia exigible a un jefe militar en situaciones como esta. Pero Whitakker pretende que a él si le hizo la confidencia, aunque la olvidó, para recordarla seis años más tarde.
La falsedad, impulsada por historiadores que la han asumido por razones ideológicas, ha alcanzado nuestros días, convirtiéndose en uno de los mitos de la guerra civil más consolidados.
Los difusores del mito
La cruenta toma de Badajoz produjo, en todo caso, un número de bajas estimable. Los cadáveres, esparcidos por toda la ciudad, hubieron de ser reunidos y apilados antes de proceder a su cremación, lo que no tiene nada de particular. Pero los propagandistas, multiplicando por diez y hasta por veinte las cifras de víctimas, han aprovechado la incineración para considerarlo un antecedente de Auschwitz, nada menos.
¿Cómo es posible que algo así, aunque crecientemente cuestionado, haya terminado por ser creído?
En Europa existían dos personajes, a sueldo de la Komintern, encargados de envenenar a la opinión pública mundial, que asentaban sus reales en París y Londres, respectivamente: Willy Münzenberg y Víctor Gollancz. Desde sus guaridas articulaban una vasta red de agentes, unos ideologizados y otros de alquiler, que propagaban toda suerte de rumores, mentiras y medias verdades a conveniencia de la central moscovita. Para ello contaban con algunas de las mejores y más eficaces plumas del panorama internacional (como Koestler, Thomas Mann, Aldous Huxley, Aragon, Wells, Barbusse, Gide…)
Los bulos propagandísticos que los agentes de la Komintern difundieron entonces, resultan notablemente descritos por uno de sus perpetradores, Víctor Gollancz, quien resumió el modo en el que dotaba de mayor eficacia su propaganda a través de “una exposición aparentemente imparcial escrita por alguien de izquierdas (…) se puede representar de tal modo que, mientras exista una atmósfera de imparcialidad que nadie pueda atacar, los lectores llegarán inevitablemente a la conclusión correcta…”