¡Tu carrito está actualmente vacío!
Puedes consultar la información de privacidad y tratamiento de datos aquí:
- POLÍTICA DE PROTECCIÓN DE DATOS
- SUS DATOS SON SEGUROS
Ismael Medina
Podría apelar a mis propias vivencias de aquel trágico período en el que el sólo hecho de ser católico se convertía en pasaporte hacia la muerte. Pero aunque expresivas, fueron limitadas. Las imágenes, sin embargo, quedan impresas en la memoria de los niños como grabadas a fuego. Asistí al expolio de la catedral de Cuenca durante el que fueron quemados los restos de San Julián. El tesoro catedralicio viajó a Barcelona junto a efectos de otros templos.
Hay constancia de que todo lo que salió volvió a Cuenca, devuelto desde Barcelona por la CNT. Y quedó bajo la custodia de la comisión encargada de tenerlo a salvo bajo control socialista y masónico. Pero al terminar la guerra se echaron en falta objetos valiosos, entre ellos el báculo de San Julián. Alguien con autoridad sobre aquel depósito debió escamotearlos. Acaso estén hoy en discretas colecciones particulares.
Pocas imágenes se salvaron de la quema. La lectura de la historia de las cofradías en los folletos de los desfiles procesionales de las ciudades bajo dominio rojo son ilustrativas. La mayoría de las antiguas cofradías tuvieron que reponer sus tallas con otras nuevas. Todo lo que tuviera oro, plata o piedras preciosas en los templos, instituciones, bancos y domicilios particulares asaltados debía reunirse y ser entregado a un determinado servicio para su traslado a lugar seguro y propicio para su eventual remesa al extranjero. Pero también piezas de mayor o menor valor se las apropiaron no pocos de los incautadores, no siempre aprovechados milicianos.
Casi toda la atención sobre aquel gigantesco expolio se centró en las reservas de oro del Banco de España entregadas a Moscú. Pero superó su entidad lo robado por doquier. Su monto, des comunal, es de imposible valoración, pese a que terminada la guerra, se abrió un tiempo para que reclamaran los saqueados. Pero muchos de ellos fueron asesinados al tiempo del expolio y se llevaron consigo el secreto de lo que guardaban en cajas particulares de bancos y otras entidades financieras. Para una aproximación veraz de lo ocurrido es indispensable el libro El expolio de la República, de Francisco Olaya Morales (Ed. Blaqvua), cuya portada lleva un expresivo subtítulo: «De Negrín al Partido Socialista, con escala en Moscú: el robo del oro español y los bienes particulares».
El libro de Olaya Morales fue precedido por otros dos sobre el mismo tema: El oro de Negrín (Ed. Nossa y Jara, 1990), y años después La gran estafa: Negrín, Prieto y el patrimonio español, también de la Editorial Nossa y Jara. Conocí a Francisco Olaya Morales, a través de un amigo común con anterioridad a la publicación de su primer libro. Fracasaron todas las gestiones realizadas con editoras de fuste y hubo de recurrir a dicha pequeña editora, vinculada al mundo cenetista. Igual sucedería con el segundo, pese a la importancia y seriedad de su contenido. Ambos libros chocaban frontalmente con la versión almibarada que de la República popular y sus personajes más sobresalientes interesaba a los transaccionistas hacia el totalitarismo partitocrático, tantos de ellos crecidos al socaire del régimen que desmontaban.
Desmentían, además, las versiones edulcoradas de algunos autores afectos sobre «el oro de Negrín», acogidos por las casas editoras que cerraba sus puertas a Olaya Morales. Pese a que fueron enviados ejemplares a los columnistas de mayor nombradía entonces, ninguno se hizo eco. Tampoco los medios de ámbito nacional a los que remití resúmenes de ambos libros, de cuyo alcance sólo quedó constancia en este Boletín en un artículo firmado por mí, y en Cuadernos de Encuentros, publicación en la que el profesor Juan Velarde Fuertes consideraba el trabajo realizado por Olaya Morales como el más serio, documentado, objetivo y esclarecedor de lo publicado hasta entonces acerca del expolio frentepopulista. Un autor al que, como ocurre con Pío Moa, difícilmente se le puede acusar de afecciones franquistas.
Francisco Olaya Morales fue un activo miembro de la CNT, tomó el camino del exilio, se instaló en París y fruto de veinte años de investigación en archivos extranjeros y españoles fue su primer libro. Pero restaba bastante por explorar y perseveró en la tarea durante los años siguientes. Su tercer libro, casi 600 páginas, profundiza aún más en las dimensiones del expolio, en la corrupción que caracterizó compras y ventas, la culpabilidad de los principales políticos de la época, en particular Negrín y Prieto, la participación de los nacionalismos catalán y vascongado en la rapiña y la sórdida trastienda del Puerto de Arrebatacapas en que se convirtió el reparto de los bienes sustraídos. Todavía quedan no pocos rabos por desollar de esta monstruosa historia en la que el PSOE tuvo una destacada participación y hace saltar por los aires el cínico lema electoralista de «Cien años de honradez».
Advierte Olaya Morales que «la investigación histórica responsable ha tenido que afrontar dificultades insuperables, agravadas por la precipitación comercial». Sus depositarios destruyeron muchos archivos; el exilio, la Segunda Guerra Mundial y las dispersión de los fondos documentales favorecieron nuevas destrucciones, desaparecieron sin dejar rastro o se desparramaron por el mundo sin que hayan podido recuperarse los que más tarde fueron localizados. Lo sustancial de la investigación en lo archivos españoles lo realizó Olaya Morales tras la muerte de Franco. Resulta expresivo lo que escribe respecto de las dificultades a las que hizo frente: «Por curioso que pueda parecer, la mayor parte de los archivos confiscados por el gobierno franquista, han desaparecido, sin poder aclararse los momentos ni las circunstancias». Anotación que me hace recordar el apremio de los «democratizadores, en limpiar selectivamente los archivos de muy variados organismos, entre ellos los del ministerio de Interior. ¿No responderá a parejos afanes de ocultación empeño de la Generalidad catalana en que le sean devueltos los fondos que consideran suyos del Archivo de la Guerra Civil salmantino? Es obvio que para montar el esperpento de la unilateral y facciosa «memoria histórica», impulsado por Rodríguez, resulta imprescindible borrar la que pone al descubierto su sangrienta y corrupta catadura.
Este tercer libro de Olaya Morales confirma y pormenoriza lo aportado en los dos anteriores sobre la descomunal entidad de lo expoliado. En la España bajo control de la República Popular se forzaron 14.393 cajas y se confiscaron 297 depósitos, cuyo producto, advierte el autor, nunca se llegó a evaluar. Las anteriores cifras se refieren sólo a las cajas y depósitos del Banco de España; otras entidades bancarias y cajas de ahorro, una vez terminada la guerra, hicieron balance del saqueo. Además de que dichas instituciones no siempre pudieron documentar lo que faltaba de sus propios fondos, ignoraban el contenido de sus miles de cajas particulares, muchos de cuyos propietarios habían desaparecido. Y todo ello sin contar, como anoté al comienzo, que el expolio alcanzó a catedrales, conventos, iglesias, instituciones y entidades públicas y privadas, empresas y miles de domicilios particulares.
Ni tan siquiera pudo realizarse un balance completo de lo sustraído del Banco de España. Pero de lo contabilizado con posterioridad recojo estas mínimas precisiones de Olaya Morales: «El oro depositado en el Banco de España en julio de 1936 —se refiere al institucional—que representaba una parte ínfima de las riquezas sacadas de España, tenía un valor de 2.184.145.184,50 pesetas-oro equivalentes a 5.199.576.026,24 pesetas-papel». Advierte no obstante Olaya, cuando se refiere al oro enviado a la URSS, que gran parte del mismo estaba constituido por monedas de oro de diversas épocas, cuyo valor numismático excedía con mucho del atribuible a su peso. Y aunque nunca los rusos se hicieron eco de esta valoración, existen sobrados elementos de juicio para afirmar que no fundieron las monedas, sino que las guardaron y traficaron con parte de ellas.
Además del oro antes reseñado, se hicieron posteriormente voluminosas sacas de plata, joyas, objetos de arte y títulos. Es muy posible que el valor de todo lo expoliado en el Banco de España superase los quince billones de pesetas en el momento de la sustitución de la peseta por el euro. Precisa Olaya que, después del oro, «se procedió al envío a Cartagena de una parte de la plata del patrimonio nacional que, según el balance del 18 de julio, tenía un valor de 656.708.702 pesetas y, el 6 de noviembre de 1936, 10.214 bultos y talegas con el depósito de 6.197 cajas particulares». Más tarde, «durante los meses de octubre y noviembre de 1936, se recogieron 519.109.135 pesetas en oro, plata o billetes, en concepto de «donativos o contribuciones», se compró plata por valor de 344.275 millones de pesetas, 6.868.801,83 de oro. También se retiraron de diversas cuentas corrientes particulares 70.261.268 pesetas en los bancos privados y 6.917.068,85 del Banco de España». Pero la anterior valoración de lo extraído de las cajas particulares del Banco de España se refiere a sólo una tercera parte de las que se forzaron. A estos datos, referidos exclusivamente al Banco de España, habría de añadirse el balance, siempre de mínimos, de lo levantado en el resto dela República Popular, especialmente en ciudades tan pujantes financiera y comercialmente como Barcelona o Valencia. En el supuesto de que pudiera hacerse una valoración exhaustiva de todo lo robado, expatriado y no recuperado, su monto real se aproximaría, cuando no superaría, dos veces los Presupuestos Generales del Estado para 2007.
El expolio, en efecto, fue generalizado y un elevado porcentaje de lo sustraído nunca llegó a los almacenes establecidos para su acopio. A la gran rapiña gubernamental se unió la rapiña de sus agentes y de las milicias. Según testimonio de Manuel Azaña, en 1937 se sacaron de Asturias 800 cajas de joyas, billetes y acciones, valorados en unos 800 millones de pesetas. Tampoco hizo ascos al expolio el gobierno nacionalista vasco. Sólo en el mes de junio de ese mismo año «envió a Holanda y Francia varios barcos cargados con las joyas, oro, plata y valores, incautados en los Bancos y, en La Rochele, los buques «Aspe Mendi», «Seabank», «Mac Oregor» y «Mydol», descargaron 9.177 cajas, aparte de otras partidas que se introdujeron por Bourdeaux, Bayonne o Cerbre». Respecto del parejo comportamiento de la Generalidad de Cataluña son ilustrativas las memorias de Joan Puig y Ferraté, antiguo diputado de Ezquerra, fallecido en el exilio francés (Memorias polítiques, Ed. Proa).
Relata Puig y Ferraté cómo en los últimos tiempos, con la autorización de Companys y ante el temor de una insurrección de la CNT, se hacían por avión envíos de monedas de oro a Francia para atender al sostenimiento de los dirigentes abocados al exilio. La custodia y empleo correspondía al propio Puig y al consejero en jefe de Finanzas. Lo era José Tarradellas desde el 26 de septiembre de 1936. Primero se depositó el oro en «nuestra banca de París» y luego se decidió hacerlo en un banco londinense para beneficiarse del mejor cambio de la libra esterlina. Pero alguien se aprovechó de los beneficios de la transferencia. También de las comisiones en la compra de armas, en no pocos casos pagadas a precio altísimo y en la práctica de escasa utilidad, como el caso de un inservible Breguet de bombardeo, presentado como una poderosa fortaleza volante. De gentuza califica a los hambrientos de comisiones, entre ellos «no pocos catalanes y castellanos». Puig y José María España tenían a su nombre en París, al terminar la guerra, 100 millones de francos, de los que, según Olaya, no dieron cuenta, aunque Puig insiste en que entregó sus acreditaciones, parece que a Tarradellas y Ventura Gassol, exconsejero éste de Cultura de la Generalidad. José María España debió llevarse alguna tajada, además de las joyas de la Virgen de la Merced.
No es clemente Puig y Ferraté en sus memorias respecto de Tarradellas, del que dice que presumía de pobre, pero que disponía de un magnífico automóvil, había adquirido una lujosa masía y evidenciaba un envidiable tren de vida, incluso cuando se trasladó al Midi tras la invasión alemana. A la figura de Companys («hombre de inconstante y variables humos, proclive a pillerías, canalladitas e incluso grandes canalladas» y de «una incultura enciclopédica») contrapone la de Tarradellas: «Frío, duro, cruel, sin entrañas ante el sufrimiento moral, incapaz de presenciar el sufrimiento físico, pero incapaz de atenuar el uno con el otro, es un ser deshumanizado a causa de su monstruosa ambición de poder y de dinero; la política es para
él un negocio de dinero, de verse considerado y de prestigio personal que no podría alcanzar de otra manera. Es un genial «affairista» de una rapacidad insaciable. El gran caudal de millones que logró le servirían para hacer de Cataluña el negocio más monstruoso que ningún hombre puede imaginar». Nada de extraño tiene que el pujolismo hiciera todo lo posible por ocultar las memorias de Puig y Ferraté y hacerlas desaparecer de la circulación. Apenas si restan ejemplares. El que guardo es una fotocopia de esos pocos. Pero volvamos al «oro de Negrín».
El avance del Ejército Nacional estaba muy lejos de constituir una amenaza para Madrid cuando, en virtud de la orden dada por Negrín el 26 de septiembre de 1936, se sacaron del Banco de España 10.000 cajas con oro, de las que se enviaron a la URSS 7.800, según la documentación existente, si bien el agente soviético Orlov dejó constancia de que fueron 7.900 las embarcadas en Cartagena. De las restantes 2.100, ó 2.200, cajas de oro nunca más se supo.
Acaso formaran parte, junto a otros valores, de los envíos hechos a Francia y que, en cantidad desconocida, también fueron a parar a la Unión Soviética, aun que sólo de una porción de ese otro trasiego ha encontrado Olaya Morales confirmación documental. Con razón escribió entonces Wenceslao Carrillo que «el gobierno Negrín es el más inepto y también el más desaprensivo de cuantos gobiernos ha conocido España». Criterio del que, por cierto, no participaba su hijo Santiago, corresponsable del expolio. Escribe Olaya al propósito:
(
Con independencia de los beneficios personales que Negrín pudo obtener del expolio, según le acusaron no pocos de sus correligionarios de entonces, su habilidad para los manejos torticeros también reportó rentabilidad a sus herederos. El gobierno de Franco, a instancias de Carrero Blanco, retribuyó con una «generosa indemnización» a los herederos de Negrín por la entrega, en 1956, de los documentos sobre el oro enviado a Rusia, la cual se justificó como «compensación por los bienes que fueron incautados a Juan Negrín Cabrera por aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas». La compensación, según parece, excedía del valor real de dichos bienes en el momento de hacerse efectiva. Pero a poco de producirse el transaccionismo democratizador, el Gobierno de Adolfo Suárez reconoció a Juan Heriberto Negrmn Fieldman cien millones de pesetas bajo el pretexto de «omisión de una parcela de terreno en la primera evaluación». Además de que la compensación de 1956 comprendía todo lo que fue objeto de incautación, aseguraban quienes la conocían que el valor de la referida parcela era llamativamente inferior a esa cantidad. Tres lustros más tarde, el gobierno felipista descubrió milagrosamente que Juan Heriberto Negrín Fieldman no fue resarcido en medida suficiente. Por Real Decreto 1432/1995, firmado por Juan Alberto Belloch, ministro de Justicia, se le reconocieron 287 millones de pesetas «como compensación total por los daños y perjuicios que se hayan podido producir (se reconoce de manera implícita que ni tan siquiera fueron tasados con un mínimo rigor) como consecuencia de la incautación y administración judicial de los bienes integrantes de la herencia de don Juan Negrín Cabrera, durante el tiempo que estuvieron en esta situación por aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas».
La prodigalidad de los gobiernos de Suárez y de González careció de atendibles fundamentos técnicos y jurídicos.
¿A qué se debió entonces? Es la pregunta que muchos se han hecho y cuya respuesta sugiere Olaya Morles al tratar de los documentos que Negrín guardaba y de los que entregó al gobierno español en 1956. Estos consistían en el «acta de recepción del oro enviado por el gobierno de la República española al depósito estatal de metales preciosos del Comisariado del Pueblo de Hacienda de la URSS», y ciento sesenta y ocho documentos complementarios. «La verdad, sin embargo —apostilla Olaya—, es que Negrín no entregó más que los documentos relativos al primer depósito de oro hecho en la URSS, sin justificantes de su inversión, y que, además, se reservó los siguientes: los documentos relativos a otros depósitos hechos en Moscú que se pueden documentar; los referentes a los nueve barcos españoles incautados por Stalin, los de las cuentas diversas abiertas en los Bancos rusos de París y de Londres; los relativos al comercio con la URSS a través de Campsa-Gentivus, CEA y otros organismos, que quedaron pendientes de pago; los referentes a la entrega de 2.500 millones de francos al Partido Comunista francés invertidos en la creación de France Navigation, como las sumas invertidas en otras empresas navieras dirigidas por agentes de la NKVD; y, sobre y ante todo, los documentos relativos a su propia gestión y al destino que dio al tesoro que él, personalmente, expolió a los españoles». Es obvio que la falta de esos documentos hace harto problemática, si no imposible, la evaluación de lo que en total, y por diversos conductos, se entregó a la Unión Soviética.
Y, asimismo, la localización de ingentes masas de bienes y dinero de los que apenas se tiene noticia, pues previsoramente fueron puestos a nombre de hombres de la confianza de Negrín. Es el caso, por ejemplo, de un tal José Calviño que figuraba como propietario de una naviera con más de 400 mercantes y de otras empresas, todas ellas de titularidad pública y a costa de las que se enriqueció a tenor de lo que relata Olaya Morales.
¿Qué pagaron realmente Suárez y González a Juan Heriberto Negrín Fieldman? ¿Acaso la destrucción de esos documentos por conveniencias personales, de partido o de concesiones y trueques de ámbito internacional, tanto de naturaleza política como financiera? ¿Interesaba salvaguardar la falsa imagen de determinados personajes supuestamente democráticos, creada por el agit-prop y resobada años tras años, hasta hoy? ¿Acaso algunas partidas provenientes de
esos fondos sirvieron para financiar necesidades políticas de partido? Estas y otras interrogantes permanecerán inevitablemente abiertas mientras no aparezcan los documentos hurtados. Francisco Olaya denuncia, en efecto, que «la mayor parte de la documentación originan sobre la administración del patrimonio español por Negrín, se ha perdido milagrosamente en Madrid, ha sido destruida o se oculta intencionadamente o por ignorancia». La inmensa mayoría de la abrumadora documentación que aporta en sus tres libros, especialmente voluminosa en El expolio de la República, la encontró en archivos extranjeros y particulares. Cuando la verdad histórica destruye la verdad política, la democracia partitocrática parece no tener reparos en la aplicación de la técnica estalinista de borrar antecedentes.
Tardará en conocerse, si es que llega a saberse, el montante de lo que fue enviado a la URSS por diversos medios. Tampoco podrá establecerse sin tales datos la diferencia entre lo que la URSS recibió y el importe de la ayuda de la URSS a la República Popular en armamento, otros útiles militares y mercancías varias. Ayuda que se vio afectada, al igual que la alemana a la Zona Nacional, según prosperasen o no las negociaciones entre Molotov y von Ribbentrop que concluirían en el pacto Moscú-Berlín, una de cuyas resultantes fue el reparto de Polonia. El volumen de Archivos Secretos de la Wilhemstrasse, correspondiente a la guerra de España, es ilustrativo al respecto.
Los soviéticos conocían de sobra que se habían quedado con un excedente muy elevado del tesoro español que el gobierno del Frente Popular les había entregado. Pude comprobarlo a raíz de mi relación insólita y un tanto atrabiliaria con un agente del KGB, Igor Gaponov, durante mi estancia de corresponsal en Roma. Lo conocí ocasionalmente en el curso de una conferencia de Gabriel Elorriaga, promovida por el embajador Sánchez Bella. Me pidió algunas aclaraciones e intercambiamos tarjetas. Un día se presentó en casa para conocer mi opinión sobre algunas cuestiones de política española e internacional. Debió quedar satisfecho al cumplirse algunas de mis predicciones y las visitas se repitieron. Nunca logré persuadirle de que yo era un periodista independiente, sin vinculación alguna con los servicios secretos españoles. Un día me planteó el
tema de las relaciones entre España y la URSS y le repliqué que para empezar a hablar era indispensable que devolvieran el «oro de Negrín» del que se habían apoderado. No es cosa de narrar ahora el largo forcejeo dialéctico que mantuvimos. Inventé sobre la marcha una serie de necesidades que tenía España más allá del suministro de petróleo que ya se realizaba desde años antes. Creía que Igor era consciente, por la desmesura de mis peticiones, de que hablaba por hablar. Me equivocaba. Evaluó en más de 70 millones de dólares de 1968 mi improvisada propuesta contra lo que la URSS nos adeudaba.
Entraña una insalvable dificultad resumir la voluminosa documentación del extenso apéndice que respalda las denuncias de Olaya Morales en El expolio de la República. Los numerosos cuadros
estadísticos que incorpora informan cumplidamente de algunas de las remesas de dinero a los agentes encargados de su custodia y aplicación, entre ellos el capitán Rada que recibió cerca de tres millones de francos. Especial interés tienen los referidos a las armas, municionamiento, vehículos, materias primas y otras mercancías desembarcadas en puertos españoles, cuyo contravalor sería importante concretar. Y asimismo de los muy numerosos barcos que fueron apresados o hundidos por la marina nacional. Unos seiscientos de los primeros, entre españoles y extranjeros, y cuarenta y cuatro de los segundos.
Aún más expresivos son los documentos relativos al ánimo de rapiña que prevalecía por doquier. Valga como ejemplo lo sucedido con una de las camionetas que, por orden del ministro de Gobernación y del Director General de Seguridad, transportaban oro, joyas y valores y entraron en Francia sin control. Fue interceptada por la policía y se hizo desaparecer su carga, así como a
Landero, encargado del transporte. Pero restaba un tal Reverter y días después, por orden de Artemio Alguader, consejero de Gobernación de la Generalidad, fue asesinado. No sería el único caso.
Sustracciones de lo incautado, falsificaciones para justificar la apropiación de grandes sumas, luchas intestinas por apropiarse de la rapiña, cobro de comisiones, alteración de precios en las compras, adquisición de material de baja calidad como si fuera de tecnología avanzada se multiplicaron por doquier.
El general Rojo se quejaba de que, en vísperas del paso del Ebro, le fue entre gado un tren de pontones adquirido en Francia como nuevo y que era pura chatarra. Incluso se concertó con un ganster norteamericano situar dinero en los Estados Unidos para la compra de material de guerra por su mediación.
Uno de los capítulos más escandalosos del expolio lo configuraron el «Vito» y la tortuosa historia de la disputa, reparto y aplicación del tesoro que transportó y de otros bienes expoliados existentes en varios países. Por consejo de Mariano Manresa, capitán el «Tramontana», que entre 1936 y 1 937 transportó varios cargamentos de oro a Marsella, Marino Gamboa, director de la empresa naviera Mid-Atlantic, adquirió el yate de lujo «Giralda», de 690 toneladas, que había pertenecido a Alfonso XIII. El destino se recrea a veces en este tipo de ironías. El 27 de febrero de 1939, en cumplimiento de órdenes perentorias de Negrín, el «Vito» embarcó en el puerto de Ruan las cajas que se habían almacenado en la embajada de París. Yen el puerto de El Havre, 120 maletas repletas de joyas. El «Vita» atracó en Veracruz el 24 de marzo y la falta de comunicación entre Méndez Aspe, que tenía encomendada su custodia, y Negrín fue aprovechada por Prieto para que el yate desembarcara su valiosísima mercancía en Tampico y se transportara a la capital mejicana en dos vagones enganchados a un tren expreso. El tesoro quedó en manos de Prieto y fueron inútiles los esfuerzos de Negrín para rescatarlo.
Con la complacencia del presidente mejicano Lorenzo Cárdenas, quien también sacó provecho del expolio, las joyas fueron desmontadas y fundido todo el oro resultante. Se perdieron así joyas del Patrimonio Nacional de un valor histórico y artístico incalculable. Se quería evitar que quedara rastro del tesoro expoliado, transformándolo en dinero, de cuyo blanqueo y colocación se ocupó una red de empresas creadas con ese propósito y de las que, al igual de las instrumentadas por Negrín en Europa, eran titulares generalmente hombres de paja de probada fidelidad. Ha sido imposible una valoración ni tan siquiera aproximada del tesoro del «Vita», de lo que realmente se destinó a las atenciones sociales atribuidas a la JARE y a la CAFARE, asaz cicateras, y de lo que se apropiaron unos y otros.
La disputa entre los dirigentes de la fenecida República Popular discurrió entre lo patético, lo grotesco y lo canallesco. Sobraba la razón a Largo Caballero cuando acusó en sus memorias: «Sería necesario escribir muchas páginas para recoger las miserias morales que allí se incubaron». Largo Caballero olvidaba, sin embargo, que también él participó de esas mismas miserias morales por su responsabilidad en el expolio y, sobre todo, en la entrega del oro y otros bienes a la Unión Soviética. La disputa sirvió al menos para dejar claro que era inexistente la pretendida legitimidad de la República Popular (la legitimidad de la II República fue sub vertida por el proceso revolucionario iniciado en las elecciones de febrero de 1936). Lo ratificó Luis Araquistáin en carta a Diego Martínez Barrio (4 de abril de 1939): «El cuerpo de la República ha muerto, exangüe y hambriento, por obra de un Gobierno que, durante casi dos años, ha dado pruebas de la máxima ineptitud en la dirección de la guerra, del sostenimiento de la población civil y de la política internacional, que jamás estuvo, en la larga y desventurada historia de España, en manos más torpes e incompetentes, pero la superestructura se ha hundido envuelta en una espesa niebla mefítica y cenagosa».
Análogo parecer explayó Luis Jiménez de Asúa en la carta de dimisión como representante ante la Sociedad de Naciones (16 de mayo de 1939), dirigida a Álvarez del yayo: «… después de la derrota no perviven ni el Gobierno, ni las Cortes, ni la Diputación Permanente».
Termino con un párrafo de la introducción de Francisco Olaya Morales a su tercer libro sobre el expolio, indispensable para conocer lo que fue en realidad y sus miserias: «En España, el falseamiento se realizó por tres razones complementarias: porque el desencadenamiento y la pérdida de la guerra hicieron inevitables las mezquindades personales, la incapacidad, la ambición política o la simple codicia (se refiere obviamente a la clase dirigente vencida).
Porque rápidamente, a la muerte de Franco y en previsión de un cambio de régimen, por precipitación o intencionadamente hubo quienes perseveraron en la deformación de la verdad. Porque, por ambición política, quienes estaban convencidos de recibir la herencia o alguna canonjía, se precipitaron a firmar el célebre Pacto de la Moncloa, segundo Pacto de Vergara, mediante el que se les facilitó el juego de la alternativa o reparto del poder, a condición de olvidar el pasado, perder la memoria histórica y hasta las simples señas de identidad».
Ahora Rodríguez Zapatero y su camarilla de incapaces y advenedizos desentierra una memoria histórica de nuevo falsificada. La importancia de libros como El expolio de la República radica en la denuncia irrebatible de uno de los aspectos más tenebrosos de aquella República Popular de bandoleros que arrambló con todo lo que de valor tenían a su alcance, fuera público, de la Iglesia, de instituciones o de particulares.
Otros libros de parejo empaque documental ilustran sobre las miserias políticas o criminales de aquel período, a las que tampoco fueron ajenos los nacionalismos catalán y vasco y al que Rodríguez pretende hacernos retornar. Ahora se exalta como héroes de la democracia a quienes fueron unos miserables. Nada de insólito encierra que aquella condición genética reaparezca hoy en quienes despedazan España y, como entonces, no reconocen otros principios ni leyes que los de su arbitrariedad totalitaria.