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Juan Ramón Pérez de las Clotas
Boletín Informativo FNFF
Frente a todos los supuestos generalmente admitidos, Franco no sólo no se sintió en ningún momento de la guerra de España identificado con Hitler y Mussolini, sino que manifestaba hacia ellos una inocultable aversión. Actitud que, bien conocida por Stalin a través de uno de sus espías, le habría hecho llegar desde entonces a la convicción de que el Generalísimo nunca se alinearía con cualquiera de ellos en el caso previsible de una confrontación bélica europea.
Tan sorprendente interpretación de unas siempre controvertidas circunstancias históricas le fue hecha muchos años después en Moscú por el superagente Kim Phillby al periodista Genrikh Borovik, quien las recoge en su libro «El archivo de Phillby (Editorial Javier Vergara. Buenos Aires, 1996), que acaba de aparecer en su versión española. Un texto apasionante en el que también se revelan, de primera mano, algunos aspectos del fallido intento de asesinato de Franco que el propio Phillby debía de ejecutar.
Como es bien sabido, éste pertenecía al grupo de jóvenes y brillantes universitarios británicos, miembros todos del Intelligence Service (S.1.S.), que en la década de los años treinta tomaron partido por la revolución comunista y actuaron como agentes dobles al servicio del espionaje soviético.
Siempre será polémica esta insólita cuestión, y ello tal vez porque el propio sentido británico del honor ha venido cuidándose muy mucho de llegar en su análisis más allá de la mera y superficial anécdota, de forma tal que sólo ha reconocido como tales traidores a quienes como Phillby huyeron a la Unión Soviética o fueron en todo caso objeto de procesamiento: Guy Surges, que fue confidente de Churchill; Donald Mac Lean, que pasó a la URSS el plan atómico norteamericano; Allan Num May, el científico que le proporcionó las primeras muestras de uranio, y el exquisito Anthony Blnnt, que llegó a dirigir los museos reales.
Más sinuoso que todos ellos Kim, que se incorporó al S.1.S después de la guerra de España, llegaría a hacer una carrera fulgurante en él; tras dirigir el área ibérica, ejercería como agente de enlace en Washington con la CIA, un puesto clave para controlar el desarrollo del enfrentamiento durante la guerra fría entre los servicios de espionaje occidentales y rusos. Y de milagro no llegó a ocupar en el servicio el puesto de responsable máximo.
Su llegada a España, concreta-mente a la zona nacional, se produce en plena guerra, en febrero de 1937. Gracias a los eficaces terminales comunistas en la prensa inglesa, aparece provisto de la acreditación como corresponsal de una modesta agencia, la «London General Press». Cierto que con ello cubría sus esenciales objetivos, pero no en una medida que a él le satisficiese. Así que mediante el procedimiento de bombardear literalmente al prestigioso «Times» con trabajos que, naturalmente, no le eran publicados, logra al cabo que éste le designe como su según do corresponsal. Acababa de cumplir 25 años.
Los enlaces de la oficina de prensa del Cuartel General de Salamanca le recuerdan como un joven serio, más bien inexpresivo, aunque un punto pretencioso, cuyas crónicas sin perder un ápice de objetividad no dejaban sin embargo de manifestar una sutil inclinación hacia el ejército franquista. Era puntilloso y le gustaba conocer los detalles concretos de las operaciones —ahora se sabe bien por qué— y bebía algo más que moderadamente. No le faltaba tampoco, para acabar de redondear la imagen del perfecto gentleman, la compañía de una bella amante en la persona de la aristócrata Frances Dane, antigua actriz cinematográfica y esposa de un baronet. Un personaje, en fin, de película, a los ojos de los deslumbrados y rudos militares españoles, de la amistad de alguno de los cuales, como el general Aranda, volverá a servirse en la posguerra para manejar algunas de las frustradas conspiraciones antifranquistas.
No serían únicamente su adscripción al legendario «Times» ni aun siquiera su trato personal las únicas razones del prestigio de que gozaba en los ámbitos campamentales de Burgos y Salamanca; su prestigio se fundaba sobre todo en el hecho de haber sido condecorado personalmente con la Cruz del Mérito Militar por el propio Generalísimo como consecuencia de su comportamiento durante el bombardeo de que durante la batalla de Teruel fue objeto el coche en el que viajaba junto con otros corresponsales, tres de los cuales resultaron muertos.
La crónica que ese día transmitió, modelo de impúdica sutileza, no iba a dejar de ser valorada adecuada-mente por el alto mando: «Este corresponsal pudo abandonar el coche y llegar hasta una pared donde se guarnecían varios soldados, mientras que los oficiales trabajaban valerosamente en el intento de rescatar a los restantes ocupan-tes, sin tener en cuenta los proyectiles que caían».
Otras cuatro veces más conversa-ría con Franco, según le contó a Borovik. Pero de una de ellas guardaría siempre especial recuerdo, como lo atestigua el relato que de ella le hizo al periodista y que éste transcribe así: «A la pregunta hecha al general de si cuando acabase la guerra era posible que alemanes e italianos pidieran algo a cambio de su ayuda, Franco controlando apenas su cólera se limitó a contestar: «Estamos lo suficientemente agradecidos, pero si alguien cree que con ello ha comprado siquiera un centímetro de nuestra política inter-nacional, se equivoca totalmente. Aquí nadie ha comprado nada».
Para el instinto de Phillby quedaba claro, y así lo hizo saber inmediatamente a Moscú, que Franco jamás permitiría, ocurriesen las circunstancias que ocurriesen, el acceso a España de tropas extranjeras. Stalin podría quedar tranquilo a este respecto.
¿Fue a partir de este momento cuando el dictador soviético decidió suspender el atentado que contra él debía de ejecutar el falso periodista? Dirigía la operación Leonid Alexandrovich Eitington un conocido chequista de origen judío que increíblemente iba a sobrevivir a las sangrientas purgas estalinistas. Las referencias de Phillby son en este caso absolutamente ambiguas, aun-que reconoce que el asesinato se efectuaría durante una de sus visitas al Cuartel General, incluso con la posible utilización de veneno. Pero en junio de 1937, recibe de sus superiores la orden de abandonar el plan. Stalin consideraba a partir de ese momento de más urgencia para los intereses soviéticos el aniquila-miento político del socialista Largo Caballero en el bando gubernamental, y sobre todo la destrucción del P.O.U.M. y de los anarquistas. De hecho, en la primavera del 1937 la lucha de Stalin contra el troskismo estaba al borde de superar, desde el punto de vista soviético, a la propia guerra contra Franco. «Cuando después de que ésta terminase, los nacionales enseñaron públicamente las chekas construidas por los rusos en Madrid y Barcelona, hasta el propio presidente Negrín, que primero había negado su existencia, admitió que había sido engañado» (Augusto Lecour: «El partisano»).
En todo caso, Phillby no era entonces más que un agente novato que, como otros muchos, iba a encontrar en España una incomparable escuela y unos contactos que le serían utilísimos para posteriores ocasiones. Iba a servirle sobre todo para convertirse paradójicamente en el perfecto agente del S.I.S. y en un departamento, el del contraespionaje, que le abriría las puertas a todos los secretos del servicio de inteligencia. «El archivo de Phillby» significa para quienes lo lean la apertura a ese mundo tenebroso y profundo del que apenas si se conocen los aspectos menos trascendentales, el de los agentes dobles, unos singulares tipos humanos cuyos íntimos y atormenta-dos resortes psicológicos rebasan toda capacidad racional de comprensión. Sólo a partir de esta idea puede explicarse el hecho de que personalidades tan brillantes como la de Phillby, capaces de traicionar a su patria, enviar a la muerte a centenares de camaradas y servir sin rechistar los dictados de un sistema político responsable de uno de los mayores genocidios que recuerda la historia de la humanidad, pudiera escribir en su libro autobiográfico «Mi guerra silenciosa» estas alucinantes palabras: «Es sorprendente hasta dónde llegó mi buena fortuna. Ha sido la mía una vida afortunada». El dolor y la sangre jamás contaron para este resentido y sedicente idea-lista, sobre cuya tumba, en un cementerio moscovita, campea el título de «Héroe de la Unión Soviética».