El legado del franquismo

 
Pío Moa 
piomoa.es 
 
 
 
   W. Bernecker  ha señalado tres tipos de cambios causados bajo el franquismo (y que puede aplicarse a cualquier estado y gobierno existentes en el mundo):
 
1.- Los planificados y apoyados de modo voluntario por Franco y su gobierno.
2.- Los no buscados  voluntariamente, pero resultantes  colateralmente y aceptados por el régimen.
3. Los no voluntarios ni aceptados,  pero que ocurrieron incluso contra la voluntad del  régimen [1].   
 
 
   En cuanto a los cambios buscados deliberadamente por aquel régimen, el primero y más obvio fue el de la paz interna. Vista en perspectiva, la república fue un hervidero de odios fomentados a su vez por los partidos y políticos, que trasladaron o contagiaron sus pasiones ideológicas a gran parte de la sociedad [2]. Como ya vimos, aquellas aversiones profundas entre partidos, personas y grupos sociales hicieron imposible una convivencia social razonable, propiciaron la destrucción de la república primero, y la guerra civil después, para desaparecer en grado sorprendente en la posguerra. Un autor muy destacado y premiado en el franquismo, que presumía de anarquista de salón, Fernando Fernán Gómez, afirmó que después de la guerra no había llegado la paz, sino la victoria. La oposición de los dos conceptos es algo pueril, pues victoria se opone a derrota, y paz a guerra, pero la realidad es que la victoria de los nacionales trajo la paz de manera indiscutible, mientras que una eventual victoria de los contrarios habría prolongado las luchas,  persecuciones y querellas que ni siquiera en plena guerra dejaron de estallar entre ellos mismos. El antifranquismo ha querido bautizar esa paz como “de los cementerios”, sugiriendo que se apoyaba en los fusilamientos de posguerra y en un terror permanente. El aserto solo es sostenible sobre las cifras de ejecutados infladas desmesuradamente por la propaganda, perfectamente míticas en el peor sentido de la palabra; y el supuesto terror queda desmentido  por las cifras de presos políticos y comunes a lo largo de la mayor parte del régimen.   
 
   La paz solo fue desafiada por el maquis comunista en los años 40 y, en los últimos años del régimen, por el terrorismo, que combinaba el separatismo y el marxismo. Uno y otro, como la oposición antifranquista en general, rehacían las pasiones que habían desgarrado a la república. El maquis, ya lo vimos, fue vencido pese a gozar de muy favorables  “condiciones objetivas”; es decir, no logró arraigar en una población harta de aquellos rencores. Y el terrorismo separatista no partió de sentimientos de rabia entre los vascos, sino que trataba precisamente de crearlos. Maquis y terrorismo perturbaron en grado menor la paz general, sin romperla nunca. A menudo leemos también que la ETA fue un producto de la represión franquista, una falacia muy tosca,  pues nació exactamente del antifranquismo, intentó adrede provocar la represión y ha sido en democracia cuando ha multiplicado sus crímenes. Por lo demás, otras democracias europeas han sufrido o vienen sufriendo terrorismos aún más mortíferos, justificados también en una supuesta opresión del sistema. España tuvo asimismo algunos conflictos bélicos menores como producto de la descolonización, pero en absoluto comparables a los que soportaron Francia, Holanda, Inglaterra o Portugal.    
 
   Por lo tanto, puede afirmarse que la paz fue un propósito deliberado y conseguido por aquel régimen. Esa paz, aun si bastante más asediada por el terrorismo y complicidades con él, perdura hasta hoy, con lo que España lleva viviendo así el período interno y externo más pacífico de su historia en al menos dos siglos. Y también el más prolongado de Europa con excepción de solo cuatro países más: Suecia, Suiza, Portugal e Irlanda. Por otra parte, la paz de las democracias occidentales está asentada en sucesos bastante más sangrientos que los de España en la guerra civil.   
 
   Así, la paz viene a constituir un legado del franquismo, quizá el más consistente y duradero. Un legado actualmente en peligro, pues observamos desde la transición el propósito de crear  o revitalizar los viejos resentimientos de la república. Sin  éxito decisivo hasta hoy, aunque agravados peligrosamente en los últimos años, incluso  desde el poder, por normas tan inmorales como la ley de memoria histórica.    
 
   Un segundo objetivo preciso del franquismo fue la industrialización y una prosperidad extendida a la gran  mayoría de la población. Objetivo también conseguido, pues elevó la renta media  a niveles de los países ricos de Europa y del mundo. Sobre ello no puede haber discusión racional, ya que son sobradamente ilustrativas las cifras de todas las producciones industriales y agrarias, consumo de energía, urbanización,  expansión del comercio exterior, ampliación de la esperanza de vida al nacer, de la alfabetización, de los servicios, en particular el turismo, etc. A pesar de ello, una caudalosa bibliografía pretende retratar un país de pobreza y grandes desigualdades, destacando detalles –presentes  siempre, también en loa países más ricos– y dejando de lado el balance de conjunto. Otra falacia, ya analizada, limita el desarrollo económico a los últimos quince años del régimen, dando por nulos o estancados los veinte años anteriores, o adjudicando la mejora a factores externos o ajenos al régimen.     
 
   Como síntesis, en 1975 la renta per capita española subía al 80% de la media de los nueve países de la CEE de entonces  (Francia, Alemania, Italia Inglaterra, Benelux, Irlanda y Dinamarca). En los años siguientes la convergencia retrocedió  de modo ostensible, para ir recuperándose en los 90, si bien con un elevado desempleo. En 2005 la renta per capita española igualó prácticamente a la de los países opulentos de Europa, pero se trataba de la deformada economía del endeudamiento y la burbuja inmobiliaria, que pronto se desplomaría hasta la actual media del 68%  respecto a los citados nueve países de la CEE-UE (excluyendo a Luxemburgo, el país más creso, junto con Liechtenstein). Es decir, la renta media ha bajado a un nivel de convergencia  incluso inferior al de 1965. España no se ha desplomado al nivel de un país pobre, por lo que el legado de prosperidad se mantiene, si bien con notables deterioros y altibajos, y siempre con unas tasas de paro mucho más altas que las del período anterior.   
 
   Dentro de la política económica general de entonces debe incluirse una legislación indiscutiblemente favorable a los trabajadores, que dificultaba el despido, impedía el desahucio y procuraba otras ventajas, muy claramente la Seguridad Social. Aquella legislación fue juzgada más tarde como una rémora para el crecimiento económico y por tanto fue progresivamente derogada. Sobrevive la Seguridad Social, en medio de una crisis de financiación con perspectivas peores a medio plazo, debido a la caída de la natalidad, que vuelve problemática la seguridad de las pensiones. Quedó también durante un tiempo, en la democracia, la excelente legislación administrativa debida a López Rodó.     
 
   Un tercer gran legado, también buscado deliberadamente,  fue la salud social, acaso la mejor de Europa medida por índices de delincuencia y población penal, suicidios, abortos, fracaso matrimonial y familiar, expansión de la droga y el alcoholismo, enfermedades de transmisión sexual, prostitución, seguridad pública, etc. La historiografía rara vez presta atención a este campo, y tampoco hemos hecho aquí otra cosa que aludirlo, pero no por ello tiene menos interés, ya que refleja algo así como un índice de felicidad social, aun si a menudo se tratara de una felicidad ramplona; o si se prefiere, de “calidad de vida”, expresión usada hoy bárbaramente para describir cantidad y calidad de consumo. Desde entonces ha sido muy notorio el deterioro de todos estos índices y la aproximación a las medias europeas, superadas en aspectos como el consumo de cocaína y otras drogas, el alcoholismo juvenil, el fracaso escolar, el consumo de tranquilizantes  o la población penal, en los que España ha trepado a una desdichada posición en los puestos de cabeza del continente.   
 
   Concretamente, la población penal, que en los años 60 estaba en un 20-24 presos por cada cien mil habitantes, ronda hoy los 170, cifra a la que solo se acerca Inglaterra y es superada por países bálticos y por Rusia (y desde luego por Usa, con la mayor tasa de encarcelados: 756 por cien mil). La delincuencia en general había multiplicado por cinco en 2002  la de 1980, también muy superior a la de 1975. El año 2000, Inglaterra registraba la tasa de criminalidad más alta del continente, (cuatro veces más que España), seguida de Holanda, Alemania, Francia e Italia; en cambio la tasa de homicidios y asesinatos en España permanecería en la mitad de la media europea, aunque en crecimiento; la tasa de violaciones ha venido siendo también entre 3,5 y 4 veces menor que las de Inglaterra, Francia u Holanda. España los superaba ampliamente, en cambio, en robos con violencia. Dato llamativo: la mayoría de las víctimas de delitos pasó de los varones a las mujeres.   
 
   Los abortos superaban los 50.000 anuales en la década de los 90, cifra muy alta y aun así duplicada desde 2005: la tasa de abortos por embarazos está en la media europea, superada solo por Suecia, Francia, Reino Unido o Usa (en esta se había acercado a un aborto por cada tres embarazos en los decenios de más intenso feminismo). En cuanto al suicidio, la evolución en el mundo es al alza, por encima de las muertes por homicidios y guerras. En Europa las tasas mayores corresponden a Rusia, Lituania, Finlandia, Suiza, Austria y Francia, permaneciendo España en niveles todavía bajos, pero habiendo saltado entre 1975 y 2010 desde los 0, 70  a los 12 por cada cien mil habitantes entre varones (tres veces menos para mujeres), y situándose en 2009 como primera causa de muerte entre adolescentes. Seguramente el aumento de suicidios entre jóvenes se relaciona, de una parte, con  la extraordinaria expansión de la droga y el alcoholismo, y por otra con el fracaso matrimonial, manifiesto en los divorcios y separaciones, en los cuales España se había situado en 2009 a la cabeza de Europa, después de haber sido uno de los países con menos divorcios. El fracaso matrimonial incide en el familiar, manifiesto en  homicidios y violencias físicas y psicológicas entre cónyuges, y de los padres y madres sobre los hijos y viceversa, cuyos índices registran un aumento lento pero persistente. También repercute en el elevado fracaso escolar, embarazo de adolescentes, etc. Así como el legado franquista de paz y prosperidad persiste, aun con grandes altibajos, la salud social ha sufrido un deterioro profundo.    
 
   Un cuarto propósito del estado anterior, bastante logrado, fue la creación de un clima social patriótico y optimista, que sin duda  permitió desafiar  y vencer  al aislamiento y otros hostigamientos exteriores. Tal estado de ánimo sustituía al anterior pesimismo e hipercrítica sobre la historia y la consistencia nacional de España: de ningún modo fueron hechos casuales la alianza informal de izquierdas y separatismos ya desde principios del siglo XX, hasta hacerse decididamente alianza política y militar en la guerra civil; o que durante la república el grito “¡Viva España!” se tornase políticamente incorrecto y sospechoso.    
 
 
   En los últimos tiempos de Franco fueron resucitando, todavía con poca fuerza, los tópicos antiespañoles y separatistas, con poco efecto todavía en los comienzos de la transición. Salvo la ETA y pocos más, los separatistas, conscientes de su debilidad, aparentaban contentarse con autonomías; luego irían robusteciéndose. La oposición, facilitada su obra por la renuncia de la derecha a la batalla de las ideas, elaboró una tesis implícita: defender a España era propio de “fachas”, y propio de demócratas desacreditar el pasado hispano o dar aliento a los separatismos. Las autonomías crearon intereses y clanes de poder a menudo corruptos y poco afectos a la unidad de España, aun sin oponerse formalmente a ella.  Es paradigmático el caso de Andalucía, donde, sin preconizar abiertamente la secesión como hacían diversos partidos en Vascongadas o Cataluña, abonaban el terreno para ella, exaltando un imaginario pasado feliz en Al Ándalus,  definiendo la región como una “nacionalidad histórica” o “realidad nacional”, imponiendo una bandera autonómica  precisamente islámica o nombrando “padre  de la patria andaluza” a  Blas Infante, un orate empeñado en arabizar la región y apartarla del resto de España. Tendencias semejantes saltan a la vista en Galicia, Valencia, Baleares, Canarias y en otras regiones, incluso en Castilla.  
 
   El patriotismo o nacionalismo español no solo ha sufrido agresiones de los separatismos balcanizantes y autonomismos socavadores de la unidad, sino también de un europeísmo tan ferviente como ignorante de las realidades e historia europeas, y despreciativo de las hispanas. Un europeísmo un tanto hueco en la mitad de su aspiración, y con una sustancia en la otra mitad: el deseo de disolver la soberanía y la propia nación española en la burocratizada Unión Europea.  España se ha visto así  sometida a una doble tensión descoyuntante de disgregación por abajo y disolución por arriba. Esta última, bautizada como “europeísmo” la presentan casi todos los partidos actuales como algo positivo porque permite modernizar la sociedad y hacerla más próspera, y en todo caso como un fenómeno “inevitable”, al que sería inútil oponerse. Pero los resultados hasta ahora no demuestran tales beneficios, y la historia está llena de fenómenos supuestamente ineluctables que terminan en desastres.   
 
   En cuanto al patriotismo y la unidad nacional, es evidente que el legado anterior ha padecido  muy grave menoscabo,  con pronóstico poco tranquilizador.  Por lo que respecta a otro aspecto de la preocupación franquista, esta en los asuntos exteriores, su política se basaba en el acuerdo con Usa contra el comunismo, la solidaridad con Hispanoamérica, la buena relación con los países árabes,  recuperación de Gibraltar,  y un europeísmo difuso y, tratando de mantener en todo caso la independencia y soberanía. De todo ello ha quedado como eje de la política exterior post Franco el último factor: casi todos los partidos concuerdan hoy  en procurar una disolución progresiva, política y cultural de España en un proyecto europeísta cada día más dudoso, que desdibuja la cultura europea y ataca sus raíces.    
 
   La recatolización de España después de los procesos que habían alejado de la Iglesia a gran parte de la sociedad y de la intelectualidad  fue  otro de los grandes objetivos del franquismo, ya que se le consideraba un elemento imprescindible en el deseado resurgir hispano. ¿Hasta qué punto tuvo éxito? Desde luego un grado considerable de éxito sí lo tuvo en los años 40 y 50, y los índices de salud social, atribuibles al menos en parte a la moral católica y  permanentes a través de los 60,  deben bastante, con toda probabilidad, a  la inercia del trabajo anterior. Los frutos de esta labor fueron averiándose en gran medida después del Concilio Vaticano II, cuando los seminarios se despoblaron, gran número de sacerdotes colgaron los hábitos y la práctica religiosa descendió de modo acentuado. ¿Fue ello  secuela del Concilio o bien debía ocurrir de cualquier modo, dada la evolución de la sociedad? Es una cuestión abierta. La situación anterior al Concilio no era muy buena para la Iglesia, que sufría  una crisis cada vez más palpable, pero ciertamente la crisis misma continuó luego, bastante agravada.   
 
   Otra pregunta es la del éxito que pudo haber tenido la recatolización en los años anteriores,  de modo específico en el campo cultural. La respuesta de  estudiosos como José Manuel Cuenca Toribio, José Andrés-Gallego, Olegario González de Cardedal  o Antonio Martín Puerta  no es optimista, señalando todos las limitaciones intelectuales del mundo católico. Aún así, aceptada la crítica, Martín Puerta apunta a la necesidad de una crítica o autocrítica correlativa de la producción cultural de la izquierda española y sus inspiradores como Sartre, Camus, Gide, Beauvoir, Malraux, Russell o Brecht, de lo que concluye: “Es más que dudosa la superioridad cultural del mundo progresista sobre la del mundo conservador, siendo no obstante completa la superioridad mediática de aquél” [3]. Sea como fuere, el antiguo y violento anticlericalismo de las izquierdas  casi desapareció o quedó muy atenuado no solo en el estado anterior, sino en la democracia, mientras que está resurgiendo con fuerza inesperada en los últimos años, con los mismos tics y tópicos de antaño. La crisis religiosa puede considerarse el cambio por excelencia ocurrido durante el mismo régimen, que este no deseaba ni aceptaba.  
 
   En cualquier caso, el fracaso o semifracaso en la reevangelización no le  es achacable, pues  puso  a disposición de la Iglesia todos los medios para su labor.         
 
   Otro fracaso profundo se registra en el ámbito cultural. No en el sentido de una expansión de los estudios y la alfabetización, que ciertamente existió, sentando las bases para su mayor masificación en la democracia; ni tampoco porque la creación cultural se redujera ni remotamente al célebre paramo. El fracaso del franquismo se produjo en el terreno ideológico, y debe ser explicado: las intenciones primeras de crear una ideología o articulación intelectual superadora del marxismo y la democracia liberal nunca se cumplieron. El esfuerzo quedó, según Linz, en la formación de una mentalidad no desarrollada  a fondo intelectualmente,  lo cual le impedía competir frente a sistemas de ideas tan elaboradas  como aquellas ideologías  a superar.    
 
   Tanto el marxismo como el liberalismo democrático son teorías muy potentes, derivadas de la Ilustración europea, e inspiran una producción cultural muy variada y reconocible. De la producción cultural de la “era de Franco”, también muy variada, solo una pequeña parte puede identificarse como franquista: la gran mayoría le fue ajena, e incluso una parte no despreciable contraria.  
 
   Marxismo y democracia liberal tienen aspiración o pretensión universalista: afirman tener soluciones para casi todos los problemas de la humanidad y hasta interpretar adecuadamente su destino. De ahí que sus potencias rectoras, la URSS y Usa, no hayan vacilado en inmiscuirse en los asuntos internos de las demás naciones. El franquismo, en cambio, limitaba su actuación a España, como solución empírica a la profunda crisis de los años 30, aunque esta había afectado al mundo entero. El catolicismo, desde luego, tiene también aspiraciones universalistas, como expresa su nombre, pero en política solo constituye una guía muy general,  compatible con sistemas políticos muy diversos, y que no depende de ninguna potencia concreta, sino del Vaticano, el cual podía desvincularse del régimen español según su conveniencia,  y lo hizo.     
 
   Estas limitaciones y la deficiencia teorizante ayudan a explicar  por qué tantos miembros de las distintasfamilias del régimen terminaron optando precisamente por el marxismo o el demoliberalismo en un momento u otro. Ya cuando Usa tomó el relevo en la lucha contra el comunismo y Europa occidental se rehízo económicamente,  la atracción de ambos acabó de paralizar el primigenio y poco tenaz  impulso ideológico de primera hora.  
 
   Aun así, el franquismo prosiguió una política hasta cierto punto ideológica en torno a la herencia cultural hispana en América y Filipinas, bajo el lema de la Hispanidad. Pero, nuevamente, tampoco esta orientación se desarrolló a fondo o dio lugar a una ideología algo precisa y capaz de competir.  
 
   Todo ello no prueba la imposibilidad de un desarrollo ideológico propio, pero en la práctica eso no ocurrió. No surgieron pensadores al nivel de la tarea, si es que ella era posible. Por esa razón el franquismo, limitado a una mentalidad, terminó diluyéndose, a  pesar de sus indiscutibles  éxitos prácticos; o incluso, paradójicamente, a causa de ellos. Hoy,  la crisis económica y europeísta,  con repercusiones políticas y sociales muy amplias, ofrece acaso la oportunidad de cumplir de un modo u otro el programa superador deseado por aquel régimen. Sin embargo no se ven muchos indicios de ello, y sí más bien un auge de populismo asimismo poco y mal elaborados.
 
 
 
Notas:
[1] Recogido en S. G. Payne y J. Palacios, Franco, Madrid 2014, p. 530.
[2] Sobre las destructivas relaciones entre los principales políticos republicanos, un tema relevante y poco estudiado, he escrito el ya citado Los personajes de la República vistos por ellos mismos.
[3] A. Martín Puerta, El franquismo y los intelectuales,  Madrid 2013, p, 342
 

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