Fallaron tres intentos de salvar la República, por J.R. Pérez de las Clotas

J.R. Pérez de las Clotas

Boletín Informativo F.N.F.F.

EL GOBIERNO DE AZAÑA ABRIÓ EL ENFRENTAMIENTO DE LAS DOS ESPAÑAS

El insólito ¡viva el Negus! resonó en el cementerio madrileño justo en el momento en el que cientos de militantes socialistas asistían compungidos al acto de inhumación del cadáver de la esposa de su líder Largo Caballero. Eran las vísperas de las elecciones de febrero del 36, de las que estos días se han cumplido el 71° aniversario. Un anónimo y apasionado ciudadano expresaba de tal peculiar manera su concepto del revolucionarismo antifascista, ante la guerra de Abisinia. No sería, sin embargo, la única expresión de surrealismo político manifestada en aquellas ya tensas jornadas españolas. No más allá de dos meses después, con el Frente Popular victorioso en los comicios, el himno de Riego, símbolo de la II República, sería ostensiblemente ignorado en el Parlamento el día de la apertura de las nuevas Cortes. Puño en alto, sus señorías entonarían la Internacional, sin que ni siquiera se escuchase un solo viva a la República. «No lo he gritado porque no me dio la gana», le respondería el socialista Carranza, presidente por edad de la sesión, al diputado de Izquierda Republicana Osorio y Gallar-do, que le reprochaba el olvido. Lo que ya no podía considerarse como surrealismo político, sino dramática y sangrienta realidad, estaba ya a la vuelta de todas las esquinas españolas: sólo en los cinco meses siguientes, hasta el comienzo de la guerra, se producirían seiscientos asesinatos e incontables heridos.

EL TRIUNFO DEL FRENTE POPULAR, INSTALA EL EXTREMISMO SOCIAL

«En la celebración del triunfo electoral se vieron más banderas rojas que republicanas. Se asistió a una parada militar de las juventudes comunistas y se tuvo la sensación de que el tono del Frente Popular lo daba ya el extremismo social», escribiría en una de sus crónicas un testigo tan cualificado como José Pla (recogido en «La II República Española»). No parece exagerado decir, y de ello da sobrado testimonio la prensa de la época, que la estructura política del Estado sufre en el plazo de horas una tremenda conmoción de la que ya no podría reponerse. Los gobiernos civiles y los ayuntamientos son ocupados manu militari por los comités revolucionarios; se abren las puertas de las cárceles indiscriminadamente; vuelven a ser asaltados conventos e iglesias. Tan queda el poder en la calle, que el propio presidente de Gobierno, Portela Valladares, presenta su renuncia al de la República, Alcalá Zamora, sin siquiera presentarse ante el Parlamento para guardar mínimamente las formas.

EL GOBIERNO DE AZAÑA ABRE EL ENFRENTAMIENTO ENTRE LAS DOS ESPAÑAS

El gran momento de Azaña había llegado. ¿Quién sino él, que ya desde la fundación del frente populista había ejercido como mascarón de proa de la coalición podría asumir el poder que las urnas le habían dado a ésta? Y así, por paradójico que pueda parecer, un gobierno, el suyo, de pequeños burgueses, va a responsabilizarse de un movimiento de masas prácticamente revolucionario. La histórica izquierda republicana había dejado de controlar la aguja de marear. En un plazo de quince días el nuevo Gobierno se verá obligado a realizar un programa inequívocamente radical, que abre ya definitivamente el enfrentamiento entre las dos Españas. Pero no toda la derecha hace frente común ante la situación. La voz de José Antonio Primo de Rivera, que sufría con sus camaradas las más duras represalias, acaso sea la única que ofrezca a los ganadores de las elecciones el beneficio de la duda. En unas instrucciones dirigidas a las jefaturas de Falange, de las que apenas historiador alguno se ha hecho eco, les advierte de que «por nadie se adopte hostilidad al-guna hacia el nuevo gobierno, ni de solidaridad con las fuerzas derechistas derrotadas» (Juan Carlos Girauta: «La República de Azaña»). Pese a ello, el 4 de marzo será detenido, tras del intento de asesinato del catedrático Jiménez de Asúa, en réplica al de cuatro obreros falangistas que trabajaban en las obras de la plaza de toros madrileña. El frustrado intento de asesinato había sido llevado a efecto por un grupo de falangistas. El radicalismo juvenil es ya irremediablemente una dramática referencia cotidiana.

APARECE EL ESPÍRITU DE LA GUERRA CIVIL

El pistolerismo rampante apunta en las jóvenes generaciones lo que pronto será el espíritu del guerracivilismo: por la derecha se produce un masivo desplazamiento hacia el falangismo, y por la izquierda, bajo la dirección de Carrillo, las juventudes socialistas se integran en el Partido Comunista, de clara obediencia estalinista. Los sectores moderados incorporados a la legalidad republicana quedaban prácticamente fuera del juego político. Para añadir más leña al fuego, el propio presidente de la República, símbolo hasta entonces respetado del nuevo régimen, era ignominiosamente tirado al cajón de la basura histórica, mediante una maniobra supuestamente legal que conseguiría destituirlo. La República dejaba de ser para muchos españoles de buena fe un sistema de tolerancia y convivencia, de forma que no serian pocos los que también cruzasen esa muchas veces delgada línea que separa el conservadurismo de la reacción. Pero, aún así y todo, ¿cabía una recuperación del primigenio espíritu republicano? O más aún: ¿podría todavía salvarse el régimen? Para un sector nada desdeñable de la historiografía, es evidente que sí hubo posibilidades. Muy in extremis, pero sí las hubo. Incluso el propio Azaña, ya convertido en presidente de la República, no sería ajeno a uno de es-tos intentos. A lo largo del mes de mayo encarga al dirigente del sector moderado del Partido Socialista, Prieto, de la formación de un nuevo gobierno. Su propio partido lo desautoriza de in-mediato. La comisión ejecutiva se había decantado días antes por 48 frente a 19 votos por el revolucionarismo representado por Largo Caballero, el llamado «Lenin español», por si hubiera alguna duda al respecto. El manifiesto publicado al final de la reunión tampoco contribuiría a disiparla: «Queremos advertir a nuestros compañeros socialistas, comunistas y sindicalistas, la necesidad imprescindible de constituir en todas partes, conjuntamente y a cara descubierta, las milicias del pueblo».

UN INTENTO DE FRANCO PARA SALVAR LA PAZ

Un segundo intento va a ser protagonizado por el propio Franco, quien considera que ha llegado el momento de entrevistarse con Azaña para advertirle del peligro. En la evasiva respuesta que el presidente le da, aparece implícita una enigmática advertencia que pondría en evidencia su doble juego, cuando ya el ruido de sables era inocultable en los cuarteles y el director de la sublevación en ciernes, el general Mola, dictaba des-de Pamplona las primeras instrucciones para el levantamiento: «No temo a las sublevaciones. Lo de Sanjurjo lo supe, pero preferí verlo fracasar.» ¿Acaso creía que la situación iba a repetirse en esta nueva ocasión?

 

EL INTENTO DE UNA DICTADURA REPUBLICANA

La salvación de la República sería objeto de un tercero y, en cierto modo, melodramático intento por parte de un grupo de conspicuos republicanos. Sánchez Albornoz y Madariaga, entre otros, de idéntica ejecutoria, logran el concurso del socialista profesor Besteiro para con-seguir de Azaña una nueva mayoría moderada integrada por republicanos institucionales. Su propuesta es audaz, pero escasamente realista dadas las circunstancias: al régimen sólo puede salvarlo una dictadura republicana, «una dictadura regida por los hombres que trajeron la República, que, unidos y juramentados para no escindirse ni separarse, antepongan el interés de España y de la República a toda mira partidista, gobiernen la nación y acometan la obra de construir el Estado». La campaña, llevada a efecto a través de una serie de artículos firmados por Miguel Maura, pero escritos por el periodista Manuel Aznar, y publicados en el diario liberal El Sol, era ya un puro e inútil ejercicio de romanticismo político.

EL ASESINATO DE CALVO SOTELO ENCIENDE A ESPAÑA. LA REPÚBLICA YA ES UNA PAVESA

El asesinato, no muchos días después del líder de la oposición conservadora Calvo Sotelo, efectuado por un grupo de socialistas en connivencia con miembros de las fuerzas de orden público, encenagaba el Estado y sacaba a la luz las más impresentables cloacas del régimen. A partir de ese momento, España se escinde irremisible-mente en dos grandes e irreconciliables bandos. Ambos dispuestos a acabar como fuese con el adversario. Revolucionarios y contrarrevolucionarios que-rían la guerra. Y no puede decirse que no se saliesen con la suya. La República de 1931 era ya una pura pavesa. 

 


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