Pío Moa
La Gaceta
En 1997, con gobierno del PP y bastante antes de la infame ley de memoria histórica, escribía Juliá Marías el artículo “¿Por qué mienten?”: En personas y grupos ha adquirido la mentira un carácter que se podría llamar “profesional”. La historia es objeto preferente de esa operación, lo que (…) encierra quizá los paligros más graves que nos amenazan. Todo lo que se haga para establecer –o restablecer—la verdad histórica me parece tan precioso como necesario. Pero, aunque existen, se cuentan con los dedos los que se entragan a fondo a esa urgente tarea.
La profesionalización de la mentira databa de bastante tiempo atrás, y Marías recuerda que veinte años antes, en 1977, ya había denunciado la falsificación del pasado en torno al llamado “páramo cultural” achacado a la época franquista. Lo había hecho con un artículo centrado en los años 40 y mitad de los 50, sin rebuscas ni propósito exhaustivo, sobre lo que se había hecho en esos quince años. Resultaba una larguísima lista, impresionante, de “libros libres”, fruto de vocaciones admirables; se veía la continuidad, no interrumpida, de los autores existentes antes del feroz corte de la guerra, y la aparición de promociones nuevas, de sorprendente fecundidad.
En Los mitos del franquismo he expuesto la idea de que probablemente aquellos años fueron más fecundos intelectual y artísticamente que los que vinieron después, y desde luego que los posteriores a la transición hasta hoy, cuando la destrozada cultura española va convirtiéndose en una caricatura de la anglosajona. Insistía Marías en que por entonces ni siquiera se discute, se hace caso omiso de los hechos.
Y se planteaba de dónde venía aquel empeño en el embuste: los jóvenes (menores de 50 años entonces) mentían por pura ignorancia, aceptando pasivamente lo que decían otros y repitiéndolo como cosa propia. Otro grupo, la generación del 56, ya había empezado con la decidida voluntad de negar valor a todo lo que se había hecho antes para dar la impresión de que con ellos, y solo con ellos, se iniciaba una resistencia a las presiones oficiales y un intento de independencia. Y un tercer grupo, los que habían viviso y escrito en los años 40-55, se plegaban a la falsedad por temor a ser acusados de complacencia con el franquismo. Así, esta mezcla de ignorancia, desvergüenza y cierto matonismo intelectual que atemorizaba a muchos, sería la causa del éxito de la mentira profesionalizada.
Hay, sin embargo, un dato equívoco en el análisis de Marías. Si tantos autores pudieron “resistir” a las presiones del régimen solo puede deberse a que esas presiones fueron pequeñas y tuvieron muy poco que ver con las habituales en otros regímenes (marxistas) a los que gran parte de la generación del 56 ha respetado tanto, cuando no se ha identificado con ellos. En Los mitos del franquismo señalo este pequeño detalle: la política cultural e intelectual del franquismo fue notablemente liberal, y ello explica, por poner un ejemplo nada aislado, que Buero Vallejo, comunista condenado a muerte en 1939 y conmutado a cadena perpetua (que le duraría 6 años), obtuviera poco después importantes premios literarios y fuera representado con gran éxito. Ha sido en el posfranquismo cuando el imperio de la mentira se ha impuesto de manera tan intimidatoria como señala el filósofo en su artículo.
Marías se centra en el terreno cultural, pero lo mismo ocurre en el económico y en gran parte en el político. Se suele presentar al franquismo como un régimen totalitario de partido único, pero nunca lo fue, como explico en el libro. Por totalitarismo entendemos un régimen donde un partido ocupa el estado y el estado ocupa, al menos en gran parte, la sociedad. Estas cosas jamás se dieron en el franquismo. Los vencedores de la guerra civil no pertenedían a una sola corriente política sino, al menos, a cuatro “familias”: carlistas, falangistas, monárquicos y católicos políticos.
Cada una tenía sus propios órganos de expresión y organizaciones particulares, de hecho funcionaban como partidos encubiertos, rivalizaban entre sí y en todos ellos había sectores decididamente contrarios a Franco. El Movimiento los unía teóricamente, pero en la práctica se trataba de una organización falangista, que funcionaba con un presupuesto reducido y que nunca condicionó la política del gobierno. Lo único que los unía a todos era su carácter católico, y por ello el régimen prefirió definirse como tal, lo que le llevaría con el tiempo a quedar vaciado ideológica e intelectualmente.
En “Cita con la historia” del próximo domingo (ya grabado el programa) nos planteamos la misma cuestión: ¿por qué mienten?, y confieso que la explicación dada no acaba de satisfacerme. Creo que no se entiende el problema si no se recuerda el dato señalado: la inclinación de una generación cultural hacia el marxismo, con el que simpatizaron, al que respetaron o al que se adhirieron tantos intelectuales de la época. Para aquellos totalitarios o afines, el franquismo, vencedor en la guerra contra la revolución, era un sistema absolutamente rechazable, al que había que negarle todo: el marxismo no solo ha generado los totalitarismos más completos y brutales del siglo XX, sino también aquel “Himalaya de falsedades” denunciado por Besteiro.
Quedémonos con la advertencia de Marías: No se abrirá de verdad el horizonte de España mientras no hay una decisión de establecer el imperio de la veracidad (…) Creo que mentir descalifica al que lo hace, y debe tener la consecuencia inmediata de su desprestigio. Casi veinte años después de escritas estas palabras, el imperio de la veracidad está muy lejos de haberse alcanzado, y quienes sufrimos campañas de desprestigio a manos de los profesionales de la mentira somos los pocos (siguen pudiendo contarse con los dedos) que pugnamos por “abrir el horizonte de España”. Por ello el libro Los mitos del franquismo va dedicado a “cuantos respeten la verdad y sientan la necesidad de defenderla“.