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Ángel David Martín Rubio
Un nuevo aniversario de las matanzas que tuvieron por escenario las inmediaciones de la población de Paracuellos del Jarama a partir del 7 de noviembre de 1936, en coincidencia con el centenario de la revolución soviética, nos permite evocar evocar uno de los mitos más deformados por la propaganda de naturaleza historiográfica que se ha ocupado de la violencia desencadenada en ambas retaguardias durante la pasada Guerra Civil Española: las sacas y asesinatos masivos de presos procedentes de las cárceles madrileñas.
Naturaleza del terror en zona roja
A la hora de justificar lo ocurrido en la zona llamada «republicana» o frentepopulista, se habla de una consecuencia no querida de la ausencia de autoridad, la impotencia y el propio caos revolucionario que la rebelión habría provocado mientras que en zona sublevada y en la posguerra la represión respondería a una voluntad política que es auspiciada desde el propio poder del Estado. Si diéramos crédito a dicha afirmación, podríamos hablar de una violencia revolucionaria espontánea, originada desde abajo, fruto de los odios de clase y que el Gobierno consiguió controlar poco a poco.
Esta distinción esconde un fondo inaceptable, en primer lugar porque el origen en el poder, o mejor dicho, en la instancia que en un determinado momento ejerce en la práctica el poder, resulta algo propio de toda represión hasta el punto de servirnos para caracterizar esta forma de violencia frente a otras manifestaciones también violentas como pueden ser los choques entre grupos políticos rivales o las represalias llevadas a cabo por partidas de huidos y guerrilleros, que se caracterizan precisamente por el deseo de alterar el poder previamente establecido. En el caso de la zona frentepopulista lo que hay que comprobar es quién ejerce en la práctica el poder porque desde julio los partidos del Frente Popular y las organizaciones sindicales protagonizaron un levantamiento paralelo que no se preocupó de reemplazar a un Gobierno que resultaba útil conservar como cobertura legal en busca del respaldo internacional.
La segunda razón que invalida el mito de la falta de responsabilidad de las autoridades frentepopulistas en lo ocurrido en su propia retaguardia es la manera en que tuvieron lugar los sucesos. En un primer momento —al producirse la implosión del Estado— predominan las acciones al margen de todo ordenamiento jurídico y que son, sobre todo, expresión de la animadversión al contrario pero una vez que se inicia un proceso de reconstrucción del Estado y remite lo que podemos llamar «violencia revolucionaria», se dio paso desde comienzos de 1937 a una represión no menos dura que tenía por escenario nuevos puntos de conflicto y que se aplicaba con tres objetos principales: la depuración de los escasos lugares que pudieron ser ocupados por el Ejército Popular; asegurar el predominio comunista en la vida política y en el Ejército y controlar una retaguardia cada vez más deteriorada y que, por lo tanto, se percibía como hostil e insegura, sobre todo en momentos de retirada de los derrotados.
Cuando en diciembre de 1936 el propio Stalin había aconsejado a Largo Caballero la preservación de las instituciones democráticas en España, recibió la respuesta de que «cualquiera que sea la suerte que el porvenir reserva a la institución parlamentaria, ésta no goza entre nosotros, ni aún entre los republicanos, de defensores entusiastas». Ese totalitarismo filo-soviético es el escenario político en el que se sitúa el que cabe calificar como más violento episodio represivo de toda la Guerra Civil: las matanzas que entre en noviembre y diciembre de 1936 tuvieron lugar en Paracuellos del Jarama y otros lugares en las inmediaciones de la capital de España.
Las matanzas de Paracuellos
Entre todos los sucesos de violencia ocurridos en el territorio controlado por ambos bandos durante la Guerra Civil, pocos habrá en que estén tan claros los móviles inmediatos que desencadenaron la tragedia: la proximidad de las tropas nacionales, cuya entrada en la capital era considerada por todos inminente, hizo que las autoridades republicanas pusieran los ojos en los miles de presos (entre ellos numerosos militares y religiosos) que se hacinaban en las cárceles madrileñas y que habían logrado sobrevivir a la actividad de los centenares de checas y a las primeras sacas efectuadas en las propias prisiones. El Gobierno no estaba dispuesto a permitir su liberación y la solución arbitrada consistió en el asesinato masivo de buena parte de ellos y en el traslado del resto a prisiones más seguras de la retaguardia.
Ante la desfavorable marcha de las operaciones militares, el Gobierno de la República había abandonado la capital de España en dirección a Valencia. En su ausencia, el general Miaja debía procurar la defensa de la ciudad auxiliado por una Junta Delegada de Defensa en la que participaban todos los grupos políticos y sindicales. La Consejería de Orden Público de la Junta de Defensa fue confiada a Santiago Carrillo, de las Juventudes Socialistas Unificadas y se nombró Delegado de Orden Público al redactor del diario socialista Claridad, Segundo Serrano Poncela.
A las pocas horas de constituirse este organismo, se toman una serie de medidas para imponer el definitivo control sobre el orden público. La tarea será llevada a cabo por el equipo de las Juventudes Socialistas y del Partido Comunista que Carrillo había reunido a su alrededor en un Consejo de policía, formado por miembros de la desaparecida checa de Fomento. El referido Consejo de Orden Público repartió a sus miembros entre las diversas cárceles de Madrid, y tras una brevísima selección, que ya había sido comenzada por el disuelto Comité de Investigación Pública, fueron extraídos de las prisiones varios millares de presos, asesinados por las Milicias de Vigilancia improvisadas por el Gobierno en Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz.
Las declaraciones prestadas ante la Causa General demuestran la intervención en las sacas del 7 y 8 de noviembre de varios miembros del Consejo de Orden Público (el célebre consejillo que decidía sobre el destino de los presos) designados personalmente por Santiago Carrillo la madrugada del 7 de noviembre. También está comprobada la participación de miembros de las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia y la intervención de las autoridades de orden público en la selección y en las órdenes de extracción.
Los testimonios más decisivos acerca de la responsabilidad del propio Carrillo han sido aportados por los historiadores que se han ocupado a fondo del problema como Rafael Casas de la Vega y Ricardo de la Cierva y resultan abrumadores por ser contemporáneos o poco posteriores a los sucesos. Se trata de las Actas de la Junta de Defensa de Madrid, en las que Carrillo recaba para sí toda la autoridad en los traslados de presos. Primero se atreve a decir que la evacuación aún no se había iniciado; se olvida de los días 7 y 8. Luego, corregido por el comunista Diéguez, reconoce que la evacuación se ha suspendido ante las protestas del cuerpo diplomático (que se produjeron, precisamente, al tener noticia de los fusilamientos masivos).
En el mismo sentido habría que situar discursos del propio Carrillo como la alocución por Unión Radio (12-noviembre-36) y el Pleno del Comité Central del Partido Comunista (7/8-marzo-1937) o la declaración de Ramón Torrecilla (miembro del Consejo de Orden Público) ante la Causa General de la que transcribimos un fragmento:
La noche del 6 al 7 de noviembre tuvo aviso el declarante de que iba a ser nombrado vocal del consejo de la dirección general de Seguridad (nuevo organismo que entonces se creaba) y aunque hasta el día 10 del mismo mes no recibieron él y los demás consejeros sus nombramientos escritos, expedidos por Santiago Carrillo, ya en la madrugada del 7 de noviembre celebró con otros consejeros una reunión y a partir de este momento empezó a funcionar aquel consejo de la Dirección general de Seguridad que estaba constituida por los siguientes individuos […] Serrano Poncela (delegado de Orden Público) tenía que ir a despachar diariamente con el consejero de Orden Público en la Junta de Defensa, Santiago Carrillo en la oficina de éste. Además, Santiago Carrillo iba con frecuencia a la dirección de Seguridad a conferenciar con Serrano Poncela. Se llevaba en la Dirección general de Seguridad un libro registro de expediciones de presos para asesinarlos. Calcula el declarante que fueron alrededor de 20 ó 25 las efectuadas, de ellas cuatro de la cárcel Modelo, cuatro o cinco de la de San Antón, seis a ocho de la de Porlier, seis a ocho de la de Ventas. Le parece que de la cárcel Modelo se extrajeron para matar alrededor de mil quinientos presos (cit. por. Ricardo de la CIERVA, Carrillo miente, Madrid: Fénix, 1994, 194-195)
Todos ellos vienen a coincidir en presentar a Carrillo como el ejecutor penúltimo, el eslabón de una cadena en la que también participaron Manuel Muñoz Martínez, Director General de Seguridad, Ángel Galarza, ministro de la Gobernación, y Mikhail Kolstov, delegado soviético en España, que convierte parte de su diario de guerra en una estremecedora confesión sobre su responsabilidad en arrancar del Gobierno la decisión de eliminar a los prisioneros.
Entre todos, y con la colaboración de funcionarios y milicianos, pusieron en funcionamiento una extraordinaria maquinaria represiva de la que tenía perfecto conocimiento el Gobierno de la República ya instalado en Valencia. El tiempo transcurrido (casi un mes) es indicio más que suficiente de que ni siquiera se intentó algo eficaz para que cesaran las matanzas. La intervención del director de Prisiones, el anarquista Melchor Rodríguez, pone fin drásticamente las sacas (aunque se sigan cometiendo asesinatos de forma aislada) y es una prueba más de su carácter sistemático.
El mecanismo de extracción de los destinados a la muerte fue, en todos los casos, semejante: se presentaban en la cárcel miembros de la Dirección General de Seguridad y milicianos con una orden de libertad de presos; en autobuses de la Sociedad Madrileña de Tranvías los trasladaban a las inmediaciones de Paracuellos del Jarama y allí eran fusilados. Unos centenares de presos fueron fusilados en término de Torrejón de Ardoz.
En cuanto al número de víctimas, se suele hablar de unos 2.800 a partir de los nombres identificados en las listas existentes efectuadas sobre los presos extraídos de las cárceles pero otros autores han incrementado notablemente los casos identificados entre los que se incluye -además de los referidos, procedentes de las «sacas»- a otros asesinados por grupos más aislados de milicianos y chequistas que actuaron durante estas semanas en Paracuellos. El historiador César Vidal proporciona una lista con 4.021 nombres (Paracuellos-Katyn (Un ensayo sobre el genocidio de la izquierda), Madrid: Libros Libres, 2005) y en términos similares concluye José Manuel Ezpeleta:
En la actualidad yo no paso de los 4.150 fusilados entre Paracuellos y Torrejón totalmente identificados y con sus datos personales como la fecha de su detención o ingreso en prisión, la cárcel de donde salieron, etc., incluidas las fuentes donde aparecen como fusilados en estos lugares. Con toda seguridad, esta cifra es mayor a la mencionada, aunque de momento, y pienso que así será, nunca se sabrá el número real de fusilados en Paracuellos del Jarama así como en otros lugares de la provincia de Madrid (EZPELETA, José Manuel de, «Breve análisis de las víctimas del Madrid rojo durante 1936 y 1937», en Razón Española 138 (2006) 93).
Testimonios martiriales
En este contexto, cabe preguntar si hubo en dichas muertes una motivación antirreligiosa, si puede hablarse de martirios en el sentido más riguroso de la palabra especialmente en el caso de los sacerdotes y religiosos. La Iglesia ya se ha pronunciado beatificando a parte de los asesinados en Paracuellos, corresponde a ella el juicio en el resto de los casos pero desde aquí podemos adelantar una respuesta desde la perspectiva del historiador. Hay indicios suficientes para afirmar que las matanzas de Paracuellos no sólo fueron la manifestación más brutal de la represión desencadenada en la Guerra Civil sino uno de los lugares donde la persecución religiosa, que coincidió en el tiempo y en el espacio con aquel fenómeno represivo, causó un número más elevado de mártires. Para llegar a esta conclusión podemos prestar atención a tres grupos de circunstancias:
En tres días (7, 28 y 30 de noviembre) se concentra el 75% de las víctimas eclesiásticas mientras que en las demás sacas su presencia estuvo sometida a un goteo constante. Se trata de tres fechas significativas:
― El 7 de noviembre tuvieron lugar las grandes sacas de la Modelo en las que perecieron más de mil personas.
― El 28, fue el día en que asesinaron, entre otros, a 10 agustinos y a 15 hermanos de San Juan de Dios.
― Por último, el 30 de noviembre fueron sacrificados los 55 agustinos de El Escorial junto a otros religiosos
En el caso de los hermanos de San Juan de Dios ya beatificados, conocemos hechos destacados ocurridos durante su estancia en la cárcel que dan fe de la cuestión que estamos indagando. Podemos referirnos a algunos:
— El Beato Guillermo Llop:
Durante las salidas al patio de la cárcel se agenciaba para hablar con unos y con otros mientras paseaba; así animaba y se estimulaban […] Los carceleros, al verle tantas veces rodeado, le decían “Anda, bandido, ¿no les has pervertido bastante en el convento, que sigues enseñándoles cosas malas? Te vamos a pegar cuatro tiros”. Por otro lado estaba persuadido que lo matarían, pero juzgándose indigno del martirio decía: “¡No, no; no me caería esa breva! Pero sería tan feliz, que no me cambiaría por nadie” […] Un día le llamaron: “Eh, tú, frailón, ven acá”. Le bajaron al patio y de espaldas a la pared le encañonaron y le intimaron a blasfemar. Contestó: “¡Eso, jamás!”. Le dijeron: “Te pegaremos un tiro”. Respondió: “Pueden darme ciento, si quieren; no lo conseguirán jamás. Estoy dispuesto a sufrir mil muertes antes que ofender a Dios» (Vicente CÁRCEL ORTÍ, Mártires españoles del siglo XX, Madrid: BAC, 1995, 316).
— El Beato Román Touceda «corregía sin respeto humano a los blasfemos. Por ello “en la cárcel sufrió muchas vejaciones de los carceleros, y varias veces encañonándole con los fusiles, le incitaban a blasfemar; pero decía que prefería morir mil veces antes que ofender a Dios» (Ibid).
— El Beato Arturo Donoso «sobrellevó con particular disposición de ánimo y alegría las impertinencias de la penitenciaria todo el tiempo que pasó arrestado, siendo admirable su ejemplo en buscar retiro y ratos para orar, donde encontraba fortaleza» (Ibid., 322).
— El Beato Jesús Gesta «fue visitado por el embajador de Chile y se opuso a toda posible gestión por su liberación; decía que nunca se separaría de sus hermanos los demás religiosos encarcelados. Durante la cárcel compuso un ejercicio piadoso consistente en el rezo de un Padrenuestro y cinco jaculatorias al Corazón de Jesús, como reparación y para alcanzar la conversión de los milicianos. Tal era su ánimo y generosidad, que un día, juntamente con los Hermanos Llop y Plazaola, habiendo sido impelido a blasfemar, amenazado con un fusil, fue al final la admiración de los carceleros por su valor y entereza» (Ibid., 323).
En cuanto a la vida espiritual de los encarcelados, en la clandestinidad se vivieron todo tipo de prácticas piadosas y de acompañamiento a los seglares y compañeros presos. En Claridad llegaron a aparecer títulos como éste: «En la cárcel Modelo, en el patio de la segunda galería, se conspira y se reza el rosario todos los días». Efectivamente, a principios de agosto y en un rincón del patio se comenzó a rezar el rosario por un pequeño grupo de presos dirigidos por un padre dominico. Esto fue visto como una gran provocación y se prohibió violentamente por los carceleros. En la cárcel de San Antón:
«Uno de tantos días en los que repetía lo mismo incontables veces el agustino padre Arturo García de la Fuente, fue sorprendido con el rosario entre los dedos musitando avemarías. Su descubridor […] se le echó al cuello barbotando palabrotas y denostándole en estos términos: “con esto debería ahorcarte ahora mismo ¡chalao! Más te valiera estudiar historia o geografía”. El interpelado era doctor en Historia, correspondiente de la Academia y bibliotecario de El Escorial. Escenas análogas tuvieron lugar con el padre Joaquín García» (Antonio MONTERO MORENO, Historia de la persecución religiosa en España, Madrid: BAC, 1961, 148).
Una peculiar ceremonia religiosa tuvo lugar también en San Antón cuando, llegado el otoño de 1936, a un buen número de jóvenes profesos les correspondía renovar su consagración. Todos leyeron la fórmula ante el prior mientras otros compañeros vigilaban. Algunos novicios hospitalarios profesaron in articulo mortis en la cárcel inmediatamente antes de ser llevados a Paracuellos el 30 de noviembre.
El sacramento más profusamente administrado (sobre todo en los preludios de las sacas) fue el de la confesión, simulando —cuando no se hacía en las celdas— que se trataba de una simple charla por el patio entre dos reclusos. La noche del 22 al 23 de agosto, con ocasión del asalto a la Modelo, las celdas y galerías fueron testigos de tantas confesiones que el padre Avelino Rodríguez, provincial de los agustinos, llegó a confesar hasta setenta personas. Por su parte, uno de los padres de San Francisco el Grande se pasó todo el tiempo leyendo y comentando la Pasión con los de su grupo. Precisamente fue la presencia de estos sacerdotes y religiosos ejemplares lo que permitió que los seglares encarcelados vivieran estos últimos momentos de su vida en un alto tono y con una espiritualidad martirial:
«El espíritu religioso subió de punto para los interesados siempre que alguien presentía o confirmaba su inclusión en las listas mortales. Sobre todo en las grandes extracciones de presos, el fervor de cada uno se contagiaba a sus compañeros y la muerte en común les sorprendía a una presión espiritual muy alta» (Ibid., 157).
Por la forma masiva de producirse las muertes del 7 al 9 de noviembre no fue posible la realización de juicios; en cambio, a finales de mes, los tribunales populares establecieron sede permanente en la cárcel de San Antón y allí actuaron. Relata Carlos Vicuña cómo el proceso de los agustinos se reducía a un breve interrogatorio en el que, puesta de manifiesto la condición de religioso del reo, se le preguntaba si estaba dispuesto a defender a la República con las armas. La negativa que invariablemente se producía, daba lugar a la sentencia de libertad definitiva, equivalente a la última pena: se conserva un documento suscrito por el delegado de Orden Público, Serrano Poncela, en el cual ordena la libertad de 46 presos nominalmente citados entre los cuales aparecen 16 religiosos fusilados en la saca del 28 de noviembre. Tal fue el formulismo para los primeros, al llegar a los últimos, bastaba constatar que procedían de El Escorial.
Por citar también algunos casos que se dieron entre el clero secular, don Anastasio Arnáiz Alvarez había sido detenido en los primeros días de noviembre cuando se dirigía a la Embajada Francesa acompañando a una religiosa que iba a acogerse bajo su pabellón y fue juzgado en San Antón el día 27. Don Emilio Franco Prieto fue también sometido a juicio y su interrogatorio se dio por acabado al confesar su condición de sacerdote.
Por lo que se refiere a los testimonios recogidos acerca del momento de la muerte, ésta fue la impresión que causaron a uno de los hospitalarios supervivientes, los presos que iban a ser conducidos a Paracuellos desde San Antón en la madrugada del 28 de noviembre:
«Había una larga galería, y en una parte de ella estaba la mitad de la expedición, en tres filas, con las manos atadas atrás con un cordel. Entre éstos estaba el padre superior, Fr.Guillermo Llop, y otros hermanos jóvenes; me llamó con gran tranquilidad al pasar delante de ellos y me dijo: “Vea cómo estamos; nos van a fusilar a todos, y además tienen el propósito de sacar a todos los presos. Dígaselo al padre provincial para que los hermanos que quedan se preparen bien”» (Ibid., 340).
Una vez en Paracuellos, los acontecimientos impresionaron a uno de los forzados enterradores:
«Estoy completamente seguro de que el día 28 de noviembre de 1936 un sacerdote religioso pidió a las milicias que le permitieran despedir a todos sus compañeros y darles la absolución, gracia que le fue concedida. Dicho sacerdote o religioso fue abrazando a cada uno de sus compañeros y, arrodillados en tierra, les daba la absolución; al menos (dice a preguntas insistentes sobre el particular) hizo sobre ellos la señal de la cruz como cuando absuelven al penitente en la confesión. Una vez que hubo terminado, pronunció en voz alta estas palabras: “Sabemos que nos matáis por católicos y religiosos: lo somos. Tanto yo como mis compañeros os perdonamos de todo nuestro corazón. ¡Viva Cristo Rey!¡Viva España!”» (José LLAMAS, Mártires agustinos de El Escorial, Madrid: 1940, 16).
Las víctimas del día 30 (entre las que figuraba el numeroso grupo de agustinos procedentes de El Escorial) se despidieron de sus compañeros con expresiones como éstas: «Adiós, que el cielo me espera y no hay tiempo que perder» (Fr.Víctor Cuesta Villalba, 19 años) «Ánimo, soldados de Cristo, que el cielo se vislumbra y éste es el primer paso que damos camino del Calvario» (Fr.Nemesio García Rubio, 24 años). En una carta a una hermana suya, escrita tres meses antes del Alzamiento, había escrito Fr.Nemesio Díez Fernández, otro joven del mismo grupo: «nuestro tiempo de pasión se acerca. El Señor nos conceda la gracia de confesarle en los tormentos para gozar con Él en el triunfo de la resurrección» (Antonio MONTERO MORENO, ob.cit., 345).
Otro superviviente, salvado inesperadamente en el último momento, constata:
«Bajamos a la sala-comedor y nos cachearon a fondo, despojándonos de todo, absolutamente de todo, al mismo tiempo que nos insultaban ferozmente: “Ahora vais a pagarlas todas juntas, canallas. ¡Veremos de qué os sirve ese Dios que invocáis tanto!”. nos ataron las manos a la espalda brutalmente con soguilla fina.
Sabíamos que íbamos a la muerte por todas estas señales, y además porque nos lo decían claramente los milicianos, entre insultos y blasfemias. Ninguno se hacía ilusiones […] El P.Fariñas, a mi lado, recitaba e impartía absoluciones con las manos atadas.
El P.Dámaso Arconada me animaba al martirio y, al desfilar de mi lado hacia los camiones, me dijo levantando la cara y los ojos a lo alto: “Hasta el cielo; arriba nos veremos”» (Carlos VICUÑA, Mártires agustinos de El Escorial, El Escorial: 1945, 222-223).
Sobre los fusilamientos propiamente dichos poseemos menos referencias. El padre Vicuña refiere algunas expresiones oídas por los presos de San Antón a los mismos asesinos, coincidentes todas ellas en que los religiosos murieron vitoreando a Cristo Rey e incluso, según testimonio de un conductor, elevando al cielo cánticos en latín.
Cuando se interrumpieron bruscamente las matanzas de Paracuellos a comienzos de diciembre, no acabó por ello la violencia persecutoria contra los católicos: hasta finales de mes consta el asesinato de más de cien personas, entre ellas cuatro religiosas Siervas de María fusiladas el día 7 en Aravaca.
En 1937 y 1938 encontramos aún entre los caídos sobre tierras madrileñas a algunos eclesiásticos: serían las últimas víctimas de una persecución religiosa sin precedentes que dejó como balance el martirio de un millar de sacerdotes, religiosos y religiosas y varios miles —parece imposible la precisión— de seglares.
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