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Luis Felipe Utrera-Molina
Mediada la década de los 60 del siglo pasado, los representantes de los trabajadores de la empresa sevillana Loscertales, dedicada entre otras cosas a la fabricación reparación y equipamiento de vagones ferroviarios, acudieron al entonces gobernador civil para solicitarle su implicación ante la difícil situación económica de la compañía, que amenazaba con dejar sin trabajo a cientos de familias. La primera reacción de aquel gobernador fue decirles que nada podía hacer al respecto considerando sus competencias y siendo una compañía privada. La respuesta de aquellos obreros fue desabrida: “Creíamos en usted, estábamos seguros de que nos ayudaría, pero en este momento le retiramos la confianza. ¡Qué lástima! –dijo uno de ellos– todos son iguales”.
Aquellas palabras fueron la espoleta que hizo saltar la vena quijotesca de mi padre, que se trasladó a Madrid y, tras peregrinar por diferentes ministerios, consiguió que el director general de Renfe, tras escuchar una vibrante y encendida defensa de los puestos de trabajo que estaban en peligro, le dijo: “Lo que Vd. pide es difícil, pero lo que usted hace es más difícil todavía. Tengo la posibilidad de ayudar a esa empresa. Hoy mismo encargaré que tres vagones de Renfe sean trasladados a Sevilla para iniciar un tratamiento de choque que pueda momentáneamente salvar la empresa, después de dos años veremos la posibilidad de continuar nuestra ayuda”. La empresa se salvó.Cincuenta años después, en abril de 2016, el Ayuntamiento de Sevilla presidido por el popular Juan Ignacio Zoido –quien le dijo a mi padre en mi presencia que Sevilla nunca podrá agradecer suficiente lo que hizo por ella– decidió por unanimidad, amparándose en la Ley de Memoria Histórica, eliminar la Avenida de Utrera Molina del callejero de Sevilla. Curiosa y amarga forma de agradecimiento.
Tres meses después, un grupo de antiguos trabajadores –ya jubilados– de Loscertales se presentó en la casa de mi padre. Venían en una furgoneta y llevaban una enorme marquesina de hierro forjado, copia idéntica de las que adornan las calles de Sevilla, en la que se leía: Avenida de Utrera Molina. Un gesto emocionante de gratitud, 50 años después, hacia el hombre que había salvado sus puestos de trabajo; un reconocimiento que compensaba con creces la unánime mezquindad de los ediles hispalenses, guiada por el odio, la ignorancia o la cobardía.
Ahora, la Ley de Memoria Democrática prohibirá cualquier reconocimiento, condecoración o mención honorífica a servidores públicos como mi padre por el hecho de haber servido a España durante el régimen anterior. Los votos de separatistas, etarras, comunistas y socialistas se agruparán ufanos para apoyar esa ley sectaria, hija bastarda de la anterior Ley de Memoria Histórica mantenida inalterada por el gobierno del PP.
Yo me pregunto con qué autoridad moral se atreve el peor gobierno de la historia de España a juzgar y condenar una parte de nuestra historia reciente y condenar a sus protagonistas. Y me pregunto también por qué el principal partido de la oposición no combatió de frente una ley tan sectaria. Es comprensible que una clase política que no ha sido capaz de ofrecer a los españoles más que paro, división, corrupción, ruina e inyecciones de odio, se empeñe en borrar todo rastro de una generación de servidores públicos que trabajaron con ahínco para elevar la calidad de vida de los españoles a niveles inimaginables en 1936. Lo que no se entiende es el silencio de tanto cobarde sin sangre en las venas.
Es difícil explicar a los españoles de hoy, cómo –con una presión fiscal absolutamente ridícula– se puede levantar una nación de sus cenizas en menos de 40 años situándola en la novena potencia industrial del mundo, con cifras de crecimiento económico de dos cifras, una deuda pública que nunca superó el 7% del PIB, sin desempleo y con un sistema integral de protección social, jurídica y asistencial de los trabajadores formado por la Seguridad Social, las Magistraturas de Trabajo y las Mutualidades Laborales. Aquella España ya es historia, como lo son los hombres que la hicieron posible y debe ser analizada por los historiadores. Nadie pretende regresar a lo que resulta irrepetible por ser fruto de una coyuntura histórica singular, como también lo fueron la II República o la España de la restauración. Pero no es tolerable guardar silencio cuando se manipula nuestro pasado y se ofende a nuestros mayores de forma tan mezquina.
Ninguna ley, por mucho apoyo parlamentario que tenga, va a impedirme rendir homenaje, ni a mi padre, ni a los como él hicieron posible la España feliz y pujante en la que transcurrió mi infancia. Porque ninguna mayoría parlamentaria justifica ni subsana los vicios de origen de una ley injusta que no tiene encaje en la Constitución. La razón de ser del Estado de Derecho es la obtención y el aseguramiento del bien común y una ley que divide a los españoles en buenos y malos jamás puede ser justa pues, lejos de buscar la reconciliación, alienta y promueve la fractura permanente de los españoles en dos bandos que las mentes obtusas de la izquierda gobernante se empeñan en resucitar, cercenando además, no ya la libertad de expresión, sino también la libertad de investigación y cátedra, presupuesto básico de toda disciplina científica. Podrán arrancar las placas, condecoraciones y menciones oficiales, pero igual que a aquellos jubilados de Loscertales –hidalgos agradecidos de una España eterna– les importó un carajo la ingrata decisión de los concejales de Sevilla, cada día que pasa la calle estará más alejada de la mezquindad de unos políticos que, a diferencia de mi padre y otros muchos como él, no han venido para servir España y a los españoles, sino para servirse de ella a nuestra costa. No todos son –ni fueron– iguales.