Pío Moa
La ley de memoria histórica afirma que pretende “suprimir elementos de división entre los ciudadanos con el fin de fomentar la cohesión y solidaridad entre las diversas generaciones de españoles en torno a los principios, valores y libertades constitucionales”. Para entender qué significan los principios, valores y libertades constitucionales para los autores de esa ley, debemos recordar que se trata de los mismos políticos que han pisoteado el estado de derecho colaborando con la ETA, premiando sus crímenes con legalidad, dinero público y liberando a los asesinos como héroes populares. Los mismos políticos que han financiado y colaborado con los separatismos, vaciando progresivamente de competencias al estado y permitiendo el cultivo del odio a España, a la convivencia nacional y el incumplimiento sistemático de de la ley. De unos políticos corruptos por acción o silencio que han llevado al país a la ruina económica. Lógicamente, de tales personajes no podía salir una ley justa y democrática, y, en efecto, la ley de memoria histórica no lo es.
Esa ley es, en primer lugar, totalitaria, porque pretende sentar desde el poder una versión de la historia, cosa propia de dictaduras de tipo soviético, cerniendo además una amenaza contra quienes desafíen esa versión, a quienes podrían acusar de oponerse a la democracia y hasta a la reconciliación.
La versión de la ley es además históricamente falsa, como no podía ser menos proviniendo de tales políticos. Considera “demócratas” a los perdedores de la guerra civil, cuando fueron ellos quienes destruyeron la legalidad republicana y propiciaron diversas formas de sangrienta revolución totalitaria, como no puede ignorar nadie con un conocimiento mediano de los hechos. Como nadie puede negar que la oposición real al franquismo provino casi en exclusiva de comunistas y terroristas, ahora exaltados a “demócratas”.
Con desvergüenza, la ley premia con 135.000 euros “a los beneficiarios de quienes fallecieron en el período comprendido entre el 1 de enero de 1968 y el 6 de octubre de 1977 en defensa y reivindicación de los derechos democráticos”.
Casualmente, 1968 fue el año del primer asesinato de la ETA, y en ese período nadie falleció, ni siquiera fue a la cárcel, en defensa de la democracia, pues la oposición al régimen siguió siendo comunista o terrorista. En las amnistías de la transición fueron liberados los pocos presos políticos que había, ninguno demócrata, desde luego.
La ley es, en fin, moralmente inicua, porque califica de víctimas a los asesinos y chekistas que, abandonados por sus jefes, cayeron en manos de los vencedores, y los iguala con los inocentes, algunos de los cuales también fueron fusilados en el clima emocional de la época. Así encumbra a los asesinos al nivel de los inocentes y degrada a los inocentes al nivel de los asesinos. Pero ¿qué podría esperarse de políticos tales?
Por no extendernos, la ley también concede la nacionalidad española a los integrantes de las Brigadas Internacionales, que fueron un ejército particular de Stalin.
La ley de memoria histórica, más propiamente ley de falsificación chekista, no hace más que culminar largos años de campañas de la izquierda y los separatistas, amparadas por el PP, para borrar de la conciencia colectiva la memoria de la historia real. La falsificación del pasado es siempre muy peligrosa, porque inspira todo tipo de políticas actuales y termina sustituyendo el estado de derecho por el estado del chanchullo entre tales políticos, chanchullo al que ellos llaman “diálogo”. España sufre hoy un proceso de descomposición, cuya raíz está precisamente en la sustitución de la historia por una memoria manipulada y falsificada inmoralmente. Un proceso de descomposición que solo los muy frívolos o los muy necios pueden negarse a ver.
No sé adónde llevará ese proceso, y de momento tampoco me preocupa. Lo que me preocupa es la insuficiencia de la respuesta a él. Ya que no acaba de aparecer una fuerza política capaz de frenarlo, cada persona que entiende y siente la actual deriva del país debe plantearse qué hacer a su nivel. Pero la gran mayoría de quienes ven el problema adoptan una actitud quejica y lloriqueante, sin hacer nada práctico. Decía Julián Marías que debemos pensar menos en lo que va a pasar y más en lo que podemos hacer. Nosotros tenemos un programa, “Cita con la Historia”, de cuatro a cinco de la tarde, los domingos en Radio Inter, precisamente en defensa de la verdad histórica contra esta ley totalitaria e inicua. Ustedes pueden oírlo, difundirlo, apoyarlo económicamente, formar círculos por la justicia histórica para darle mayor impulso. Esto no va a resolver mágicamente los problemas del país, pero es hacer algo, y por poco que sea valdrá cien veces más que la pasividad lloriqueante o maldiciente.
Algunos argumentan que, de todas formas, la ley es democrática porque la hicieron los representantes del pueblo. Según eso, la corrupción, la liberación de etarras, la financiación de los separatismos, y tantas otras medidas por el estilo también serían democráticas. Eso es ignorar el fundamento de la democracia. Solo un tercio de la población los ha votado, y si han podido obrar como lo han hecho se debe a que no han encontrado la debida oposición democrática y han podido engañar tranquilamente a mucha gente. En democracia es fundamental la lucha por ganar a la opinión pública, oponiendo la realidad a la demagogia, y esa es la urgente tarea del momento.