Las leyes represivas de la II República, por Juan Ramón Pérez de las Clotas

Juan Ramón Pérez de las Clotas

Boletín Informativo Nº 106

 

El 12 de febrero de 1932, cuando ni siquiera se había cumplido un año de la proclamación de la II República española, zarpaba del puerto de Barcelona el buque carguero «Buenos Aires», convertido en cárcel flotante y llevando a bordo en condiciones que difícilmente pudieran ser consideradas como tolerables, a ciento cuatro anarquistas que acababan de protagonizar una singular aventura revolucionaria: la proclamación del comunismo libertario en la comarca de Alto Llobregat. El destino de tales penados era la Guinea colonial española, en la que cumplirían la condena de extrañamiento a la que el Gobierno presidido por Manuel Azaña les había condenado en estricto cumplimiento de la recién instaurada ley de Defensa de la República.

La revuelta anarquista del Alto Llobregat formaba parte de la serie de movimientos subversivos de la izquierda radical, con la que desde sus inicios debió enfrentarse el nuevo régimen, mucho antes de que la derecha protagonizase una actitud similar. Durante cinco días miles de trabajadores de la cuencas mineras de Figols, Manresa y Berga ocuparon ayuntamientos y edificios oficiales en un claro ejercicio de violencia revolucionaria, con el que acabarían las fuerzas militares dirigidas por el general Batet, el mismo que dos años después lo haría, aunque en este segundo caso a cañonazos, con la sublevación separatista de la Generalidad. «En diez municipios ha ondeado la bandera rojinegra señera de una causa, símbolo de lucha, contraseña de hermandad universal bajo la que se intenta realizar en la tierra el sueño de la felicidad, la igualdad y la libertad», escribiría en enardecidos tonos la dirigente anarquista Federica Montseny (Joaquín Brandenas: «Anarcosindicalismo y revolución en España».)

Más acuciados por otras urgencias que las de la retórica de circunstancias, otras figuras no menos representativas del anarquismo, como Durruti y los hermanos Ascaso, patentizaban, muy a su pesar, los dudosos valores democráticos de la primera de las leyes represivas republicanas con la que increíblemente se recuperaba la ya lejana memoria de los presidios africanos. No iba a ser, sin embargo, esta ley de Defensa de la República una excepción en la incipiente legislación represiva republicana. En intervalos de tiempo muy próximos, otras dos, la de Orden Público y la de Vagos y Maleantes, iban a contribuir a la definición de un contexto jurídico dentro del cual la vulnerabilidad de los derechos individuales de los españoles adquiriría estado legal.

Presentada por Azaña como una fórmula defensiva para la estabilidad del sistema, la ley de Defensa de la República sería aprobada sin discusión por las Cortes el día 20 de octubre de 1931. Su carácter draconiano, que quedaba ya de manifiesto desde su preámbulo, alcanzaba su nivel más alto con el exhaustivo repertorio de situaciones o conceptos susceptibles de ser considerados como agresiones a las instituciones republicanas. Tales eran, por ejemplo, la resistencia o desobediencia a las leyes o a la fuerza pública; las huelgas salvajes; la coacción laboral, e, incluso, el agio. No era tampoco excluida de semejante consideración la apología de la Monarquía y la exhibición de sus banderas e insignias. Pero mucho mayor calado represivo tendrían los capítulos referidos al ejercicio de la libertad de expresión y al orden disciplinario de los funcionarios.

En el primer caso, el ministro de la Gobernación, sin otro expediente que el de su libre albedrío, podría decretar el cierre de cualquier medio informativo, lo que, de hecho, implicaba una forma de censura encubierta. Y por lo que respecta al código de comportamiento de los funcionarios, quedaba también en sus manos la cualificación de su celo y aptitudes, un sutil eufemismo bajo el que se disimulaba algo que no dejaba de ser inquietante: la posibilidad de una depuración.

La propia realidad se encargaría bien pronto de ratificar la sectaria intencionalidad de la nueva norma legal. En los meses siguientes a su puesta en vigor, serían cerrados no menos de cien periódicos, entre ellos el asturiano «Región». Hasta tal punto llegaría la situación, que el propio Unamuno, uno de los patriarcas de la República, secundado por varios diputados, solicitaría de las Cortes nada menos que la vuelta a la ley monárquica de 1893 establecida por el Partido Liberal de Sagasta, «que si proporcionaba ciertas garantías contra el periodismo incendiario, otorgaba más libertad que las draconianas leyes republicanas». (Stanley C. Payne: «El colapso de la República».)

Quedaba claro que la ley de Defensa de la República no era, desde luego, el mecanismo más adecuado para conseguir la integración de los españoles en el nuevo régimen, teóricamente contrario por principio a todo método defensivo de carácter policíaco. Utilizar el extrañamiento, la depuración y las multas sin un previo proceso judicial no era precisamente un ejemplo de la democracia que los ciudadanos esperaban de la idealizada República. Un año después, en abril de 1933, y con el ánimo, sin duda, determinar con la discrecionalidad sancionada hasta entonces, el Gobierno presenta a las Cortes, y éstas aprueban, el proyecto de una ley de Orden Público. Meramente un gesto, ya que no sería otra cosa que un enmascaramiento de los aspectos más drásticos de la que pretendía sustituir. No sólo se mantenían éstos, sino que se establecían en su articulado los que serían denominados estados de alarma, prevención y guerra, cuya reiterada aplicación del primero de ellos haría que desde la promulgación de la ley hasta el comienzo de la guerra civil apenas si se pudiera encontrar un mes de normalidad constitucional en España.

Si con las dos leyes referidas el Gobierno de la II República perseguía el mantenimiento de la seguridad del Estado, con la de Vagos y Maleantes, de diciembre de 1933, que las seguiría, el objetivo propuesto sería algo más conceptual: la protección de los valores éticos de la nueva sociedad. Una sociedad de la que quedaban excluidos los homosexuales, a los cuales se incluía en un repertorio no precisamente escaso de personas «con inclinación al delito», tales como vagos, rufianes, proxenetas, indocumentados, tahúres, corruptores de menores, alcohólicos y toxicómanos, cosa que sin pensárselo dos veces habían aprobado los puritanos diputados de la República. (Juan Gil Pecharromán: «Segunda República española».)

No puede tampoco dejarse en absoluto fuera de este contexto represivo la creación de la denominada Guardia de Asalto, con la que en cierta forma se pretendía sustituir a la Guardia Civil, de supuesta dudosa fidelidad. Se trataba de desarrollar un nuevo modelo de fuerza pública fuertemente concienciado. Sus armas operativas eran una pistola de reglamento y una larga porra de goma, y sólo en situaciones excepcionales sus números hacían uso de las tradicionales carabinas o tercerolas. Sus oficiales procedían del Ejército y es curioso que su primer jefe fuese el entonces teniente coronel Muñoz Grandes, que tanta relevancia alcanzaría después en el franquismo. Los niños de la época, que veían a los guardias saltar casi en marcha de sus grandes vehículos descapotados, cantaban una surrealista canción: «Mamá, yo quiero ser guardia de asalto / porque se come bien y no trabajo. / Cuarenta duros dan y una pistola / y un tolete de goma que estira y toma». No eran moco de pavo doscientas pesetas en aquel tiempo, desde luego.

Pero acaso una de las formas menos explícitas en su definición, pero sin duda de mayor alcance represivo de las adoptadas por la República, consistiría en lo que, de hecho, fue la constante utilización que el Gobierno hacía del Ejército en el mantenimiento del orden público. No se trataba solamente de su participación activa en las situaciones de carácter subversivo o revolucionario, iniciada ya en el mismo año 31 con la presencia de tropas coloniales por primera vez en la historia contemporánea, en la revuelta anarquista de Sevilla, sino incluso de una actuación subsidiaria de la de los agentes sociales, eso que ahora se llama «misiones de paz». En toda clase de huelgas y conflictos laborales, los soldados eran presencia obligada. Ellos conducían trenes y tranvías, vigilaban los edificios públicos, franqueaban las cartas y fabricaban el pan.

Paradójicamente, la República, que pretendía unas Fuerzas Armadas sometidas al ordenamiento político del país —de ahí las leyes de Azaña sobre el Ejército—, las acreditaba sin remilgos desde su misma instauración, como garantes del orden establecido.

Si los últimos meses de la II República, tras las elecciones de febrero del 36, transcurrieron ya definitivamente por unos cauces que difícilmente pudieran ser calificados como democráticos, tampoco los de sus inicios fueron, como se ve, demasiado proclives a una ordenada convivencia entre los españoles, en función sobre todo de una legislación sectaria y represiva. Entre el republicanismo y la democracia, sus dirigentes escogieron el republicanismo sin dudarlo demasiado. Las trágicas consecuencias de tal opción no tardarían en pagarlas todos los españoles.

 


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